Capítulo 2
Abrió los ojos de par en par. Le tomó unos
segundos recordar donde estaba. Los volvió a cerrar. >>Qué decías mamá
Ahviezda… qué decías!<< Intentaba recordar. La luz de la luna se colaba
por pequeñas rendijas hacia el interior del árbol donde había construido su
nuevo hogar. >>Busca a la luna, niña.<< Abrió los ojos y se sentó.
Se frotó los ojos con ambas manos. Su pelo rojo caía ondulando por su espalda
desnuda. Dobló las piernas y las abrazó apoyando el mentón en sus rodillas. Su
vista se perdía. >>Qué busque a la luna, mamá Ahviezda… qué quieres
decir?Si no es la luna en el firmamento… Cuál es mi luna… Cuál… <<
Suspiró largamente. Cómo se suponía que iba a encontrar a la luna? Y donde iba
a empezar a buscar? Llevaba 3 meses viajando y aun no sabía ni cazar liebres.
>>Mesiác.<< Su nombre se le vino a la mente como una caricia. Ella
había sido lo mejor que le había pasado en estos meses. Una pausa en su vida.
Un remanso en el tormentoso correr de esos desastrosos meses que la habían
llevado a tomar unas pocas cosas y desaparecer. Una pequeña esperanza en su
decepcionada cabeza. Un milagro.
De pronto sintió calor. Un calor que le
subía poco a poco por los pies, le cruzaba la espalda por su espina dorsal y
llegaba a su cabeza. Tiritaba. Se quitó la manta para ver si se le pasaba ese
ardor creciente. Cerró los ojos y apretó los dientes. Su respiración se agitó.
Habían pasado meses desde la última vez que se había sentido así. Desde que fue
al templo y se postró a los pies del Padre Sol. Se miró sus manos, sus brazos,
su cuerpo completo, desnudo. Sentía que ardía, que en cualquier minuto un fuego
nacería en su piel y se quemaría hasta quedar hecha cenizas. Llevó las manos a
su cabeza y cerró sus puños. Se jaló el pelo y en una mueca de dolor se
levantó.
Se arrastró hasta la entrada y cruzó el
pequeño umbral. La luz de la luna que se asomaba por entre los arboles la bañó.
Miró el cuerpo celeste con el rostro bañado en lágrimas y echó a correr.
Como un cervatillo de pelaje rojo cruzaba a
toda velocidad el bosque. Los animales la observaban. Un búho ululó en la
noche. Los lobos aullaron a lo lejos.
Oyó la melodía del río acercarse.
Susurrarle una calma. Aceleró el paso lo que más pudo. Sudaba. Y como un cometa
iluminaba el bosque. Su piel brillaba en suaves colores cálidos. Como una tarde
de verano, pero ella no lo notaba. Sólo quería dejar de arder. De sentir que se
quemaba por dentro.
El río se abrió a su paso bajo la luna.
Corrió hacia la parte más profunda. El agua salpicó cuando se abrió paso. Se
sumergió.
Sintió la caricia del río como unas manos
frías. Como una brisa helada y suave en un día de verano. Y aguantó. Uno, dos,
tres minutos. Todo lo que pudo. Con sus ojos cerrados. Hasta que toda gota de
aire se fue de sus pulmones y sólo ahí, con un rápido salto, emergió del río e
inhaló la bocanada de aire más grande que pudo. Hasta sentir que sus pulmones
estallarían.
Y volvió a exhalar. Primero agitadamente,
pero cada vez más pausado. El agua escurría por su cabello, por su rostro, por
su pecho. Un vapor blanquecino emergía desde la superficie del agua y su
cuerpo.
Al menos esa noche no ardería.
Corría por el maizal como si el tiempo
fuera eterno. A lo lejos se veía la colina y los pastizales menearse con el
viento cambiando del verde al amarillo y del amarillo al naranjo, para volver
al verde. El cielo estaba detenido en pinceladas de colores cálidos y morados.
Con la luna y el sol de fondo. Enormes. Ambos astros juntos. Rodeados de
estrellas. Cruzó la colina hasta el bosque. Los venados y las aves iban junto a
ella. Iba descalza. Su piel blanca contrastaba con la oscuridad del bosque. Su
pelo negro se mecía con cada paso. Se movía furtiva por entre los árboles. Como
un cazador. Se asomó por detrás de un árbol y vio una liebre a lo lejos. Era su
oportunidad.
De pronto escuchó un chapoteo a su
izquierda. Ella y la liebre miraron en esa dirección. Comenzó a correr. Sentía
el deseo de llegar pronto. Con cada paso que daba sentía un agradable calor
recorrerle el cuerpo. Cerca del río disminuyó el paso. Miraba furtivamente por
detrás de los árboles. Buscando por sobre la superficie. El sol transformaba el
río en oro. Sentía el calor estar dentro de ella. Correrle por las venas. Como
nunca antes.
Caminó hacia el agua, lentamente bañando
sus pies, sus rodillas, sus caderas. El oro estaba tibio.
Se detuvo en mitad del río y el tiempo con
ella.
De pronto, del fondo del agua. Alrededor de
ella, emergió lentamente una mancha roja. Cada vez más abundante. Cabello.
Ondulante. La envolvía y se mecía con la corriente. Miró hacia abajo.
Unos dedos emergieron del agua. Lentamente.
Tocando su estómago. Subiendo por su cuerpo. Vio unos brazos. Una cabeza
coronada por el rojo cabello mojado. Sentía el calor del ser recorriendo su
cuerpo. No veía su rostro. Los brazos la envolvieron. Cerró los ojos. Sintió la
frente de aquel ser en su mentón. La nariz recorrer su mejilla. Unos labios se
movieron hasta quedar a centímetros de los suyos. Percibía la energía de ellos.
El calor abrazador de su aliento pasar a su boca. A su interior. A su alma. Una
llama en su corazón. >>No me sueltes<< Abrió los ojos. Vio grandes
ojos verdes.
Despertó.
Slinka caminaba mucho a diario. Comía poco.
Pensaba demasiado. Había retomado los rituales que tiempo atrás había dejado.
Antes de que saliera el sol, caminaba hasta un acantilado más allá del bosque.
Ahí había armado un altar pequeñito. Ponía flores y semillas. Descubría su
torso y dibujaba los símbolos del Padre Sol con una pasta de arcilla roja y
agua. Al ver el amanecer, abría sus brazos y le cantaba los rezos sagrados que
mamá Ahviezda le había enseñado de pequeña. Sin sacarse los dibujos realizaba
todos los quehaceres del día. Había logrado hacer del árbol un lugar más
acogedor, armando una cama con hojas secas, ordenado sus cosas del morral.
Dibujaba en la corteza del árbol símbolos arcaicos del padre Sol y la madre
Luna. Animales, flores, lo que se le viniera a la mente.
Pero siempre en su mente rondaba Mesiác. No
podía dejar de pensar en ella. En todo lo que hacía estaba detrás como un
susurro. Como el telón de fondo de sus pensamientos. De todo lo que hace a
diario.
A veces ese susurro se volvía un grito
vívido. Casi podía sentirla a su lado, mirándola con sus oscuros ojos.
Contemplándola como quien va por primera vez al templo de los Padres.
Había días en que Slinka, después del
ritual al Padre Sol, se sentaba hasta que caía la noche a contemplar el páramo
con la mirada perdida, recordando el día en que la conoció. Se preguntaba si no
la habrá aburrido con todas las historias que contaba. Si no le habrá parecido
altanera o presumida o cosas por el estilo. De pronto se encontraba así misma
sonrojándose con esos recuerdos. Con cómo le tomó la mano y sintió sus frías
manos blancas. O se apenaba profundamente al pensar en que habían pasado
demasiados días desde que la vio y no sabía si la volvería a ver.
Recordaba su rostro, como el de una niña
pequeña. Y de pronto ella se sentía muy vieja. Como si entre ellas hubiera
eones completos que las separaban. La recordaba sentada brillando con los
colores del fuego y se sentía extrañamente cómoda. Tranquila. En paz.
Cuando llegaba la noche y la luna brillaba
en el oscuro y estrellado cielo, detenía sus quehaceres, caminaba tranquila
hasta el río. Se desnudaba, se metía y realizaba el sagrado ritual a la Madre
Luna. Se sumergía 7 veces hasta quitarse todos los símbolos pintados en el
cuerpo, salía del agua, miraba a la luna y con un barro de color azul, se
pintaba nuevamente el cuerpo. Luego, cantando los rezos, volvía al árbol, se
tendía y en ese último segundo antes de dormirse, pensaba en Mesiác.
Esa mañana, después de terminar con los
rituales del Padre Sol, se sentó a contemplar el páramo. El cielo estaba
despejado y el sol brillaba más que nunca. Había una brisa suave. Acogedora.
Cerró los ojos y sintió como esta le acariciaba el rostro, el torso descubierto
y pintado. Los abrió y se levantó decidida.
Se vistió y caminó de vuelta al árbol. Tomó
su morral y caminó en dirección al río. Una vez allí, cruzó el río y siguió. Con
cada paso que daba, se ponía un poco más nerviosa. Pero no menos decidida. Ya
eran demasiados días. Ya eran suficientes días.
Casi llegando al final del bosque, hablaba
sola. Se daba mil razones para no dar la vuelta y salir corriendo. >>Iras
ahí y le dirás amablemente si quiere acompañarte<<>>Ni si quiera sé
dónde vive<<>>Detrás de la colina dijo<<>>que tonta
soy, se va a burlar de mi<<>>Ni si quiera llegaré donde ella. No sé
dónde está!<<
El sol se abrió ante sus ojos,
encandilándola. Se llevó una mano a la cara para acostumbrarse mejor a la luz.
Parpadeó, miró todo el prado hasta llegar a la colina. Vio una silueta. Volvió
a parpadear. Quizás era su vista aún mal por la luz. Volvió a mirar, pero la
silueta seguía ahí. >>Es ella… estoy segura<<>>Por qué habría
de ser ella!? No seas tonta!<< Caminó lentamente, acercándose despacio.
Notó que la persona le daba la espalda. Comenzó a subir la colina, lentamente.
El viento mecía el pelo de la silueta y de ella. Reconocía ese pelo negro. De
pronto la silueta se levantó, tomó una profunda bocana de aire. Exhaló, se giró
rápidamente y se paralizó. Slinka también se detuvo, al tiempo que abría los
ojos y se sonrojaba. Su respiración se agitó tanto que sentía que se iba a
desmayar. >>Di algo… di algo!<<
-Hola!... ahm… teeea..acuerdas de mí? –
dijo tartamudeando. Se sintió estúpida.
-Hola… si, si te recuerdo… - dijo Mesiác al
momento que llevaba sus manos hacia atrás y las juntaba. – Slinka… la liebre…
el río…
-Sí! La liebre… ahm… me la debes,
recuerdas? … o sea… si no me la das no importa… ahm… – dijo al momento que
miraba hacia un lado maldiciéndose a sí misma. >>Listo! Ahora parecerás
una pesada… tonta!
-Jajaja… puedo ayudarte a cazar una…
te..enseño? – dijo divertida.
-Oh! Sí! Sí… ahm… ahora? Es decir… si no
tienes nada que hacer, podríamos ir ahora. Pero si no, no te preocupes, yo me
voy si te molesto… - dijo dándose la vuelta.
-No te vayas!
Slinka se detuvo, se volvió lentamente y
miró a Mesiác quien se tapaba la boca.
-… Digo… no tengo nada que hacer.
-… Bien… Bien!Ahm… vamos al bosque?
-Si… al bosque.
Ambas se pusieron en camino.
Durante un buen rato no dijeron nada.
Miraban alrededor como asustadas de encontrar sus miradas. Slinka miraba
furtivamente a Mesiác. No sabía que decir. Temía que lo que dijera la molestaría.
Cómo era posible que alguien la hiciera sentir así de insegura? Durante toda su
vida había destacado por su personalidad. Por su manera de enfrentarse al
mundo. Segura, decidida, sin importarle el qué dirán, el qué pensarán. Líder
desde pequeña. Era ella quien inventaba los juegos. Era ella quien decidía que
hacer y que debía hacer cada uno de los participantes. Incluso terminaba
metiendo en problemas a sus amigos por las cosas que decidía hacer. Pero las
decía con tal convicción que nadie llegaba a pensar que era una mala idea. Y
así hasta grande. Pero ahora. Ahora sentía que toda esa entereza no le valía de
nada. >>Qué me pasa… por qué no puedo actuar como siempre… y con una
mujer! Una mujer… << Frunció el ceño. Tomó aire y sin pensarlo dos veces
habló.
-Ahm… Necesitamos algo para… para cazar?
Mesiác le dirigió una mirada que no supo
interpretar.
-Ehm… sí. Hay… hay que buscar un árbol
joven… de esos que son muy flexibles… me ayudas?
-Oh! Sí, sí.
Se pusieron a buscar el árbol indicado.
Slinka le hacía caso en todo a Mesiác. Más que para aprender, porque se sentía
incapaz de hacer lo contrario.
Mesiác le mostró como armar una trampa,
como esconderla y que usar para llamar la atención de las liebres. Slinka
escuchaba con atención cariñosa y la miraba siempre tratando de que no la
descubriera. De vez en cuando sentía que Mesiác le tocaba una mano, o la
espalda, pero hacía como que no le importaba. No quería que ella notara lo
nerviosa que se ponía cuando esto ocurría.
-Bueno… ahora hay que esperar. – dijo
Mesiác mirando la trampa.
-Oh… ahm… te parece si vamos a esperar al
árbol? Te puedo preparar algo de comer… pero si no, podemos hacer otra cosa!
Di…
-… vamos al árbol! – dijo Mesiác con los
ojos bien abiertos.
Se pusieron en camino.
Al llegar, Slinka preparó la fogata. La
noche aun no pensaba llegar, pero en el bosque hacía frío y parecía que aún
más, cerca del árbol.
Slinka entró corriendo al árbol y salió
cargada con una manta y alimentos. Dobló la manta y la puso en el suelo
invitando a sentar a Mesiác. Luego se puso a preparar algo para comer. De
repente se sentía observada por Mesiác, pero cuando la miraba, nunca se topaba
con la supuesta mirada.
Para romper el hielo, Slinka le comenzó a
contar historias de pequeña. Recuerdos que le venían a la cabeza cuando cortaba
o ponía al fuego los alimentos. Mesiác la miraba con entusiasmo y atención. A
veces reía mucho con lo que le contaba, a veces la miraba como si quisiera
saber que hay detrás de sus ojos.
Comieron, rieron, conversaron. A veces
Mesiác también le contaba cosas de su vida. Anécdotas de su niñez y Slinka se
sentía profundamente maravillada al escucharlas, pero con una extraña sensación
de deseo de haber estado ahí.
Como siempre, había momentos de silencio.
Momentos en los que Slinka miraba el fuego y sentía la presencia de Mesiác muy
cerca. Se preguntaba qué pensaría.
Se acercaba el atardecer.
-Bueno, creo que ya es hora… - dijo Slinka
mirando el cielo.- Te acompaño para que vuelvas a casa.
>>Es eso una mirada de
tristeza…?<<
-Oh… está bien. – Dijo Mesiác volteando la
mirada hacia el fuego.
Se levantaron y caminaron de regreso.
Pasaron por el lado de la trampa, pero aún no había nada. Siguieron hasta salir
del bosque y llegar a la colina, donde se miraron y se abrazaron con una gran
sonrisa. Un abrazo tan cálido. Como si en ese momento se les fuera la vida.
-Si quieres… nos vemos mañana.- Le susurró
Slinka al oído aMesiác. Sintió por un segundo que la abrazaba más fuerte, luego
que asentía en silencio.
Se soltaron. Una última mirada. Una última
sonrisa. Levantaron la mano en señal de despedida, voltearon y se fueron. Y
cada una se volteó de nuevo a verse, cuando la otra ya lo había dejado de
hacer.
Se veían casi todos los días. Conversaban
hasta que se hacía tarde, de todo. De la vida, de cosas que les había pasado.
De cosas que sabían. De lo que les gustaba y de lo que no. Se reían y se
miraban. A veces sólo había silencio y miraban la nada. Pero nunca sintiéndose
solas. Cuando estaban juntas, eso se acababa. Y no pasaban más de dos días sin
verse. Cada día el abrazo de bienvenida era más fuerte, y el de despedida más
duro.
Comían juntas. Caminaban juntas. Dormían
siestas al sol juntas. A veces jugaban o se burlaban de la otra hasta terminar
apretándose el estómago de la risa. Incluso habían olvidado la trampa de
liebres. No comían mucho. Preferían pasar el tiempo haciendo otras cosas.
Un día, acostadas en el pasto viendo las
nubes, hablando algo sobre la niñez, hubo una pausa que les trajo el silencio.
Slinka miró el cielo azul bañado en pequeñas nubes, suspiró y volteó la mirada
para ver a Mesiác, y ésta, sintiendo la mirada, volteó para devolvérsela.
Una mirada intensa. Cargada de emociones.
Ninguna podía describir que era lo que pasó en ese momento. El silencio les
mostró un lenguaje oculto. Un lenguaje que las sonrojo a las dos y les aceleró
el corazón. No podían dejar de mirarse. Sus ojos, su pelo, las mejillas rojas,
los labios…
Mesiác miró rápidamente al cielo
nuevamente. Casi con susto. Fue sólo su imaginación?Slinka quitó la mirada
lentamente mientras esbozaba una sonrisa.
Ese día y el resto de ellos transcurrió de
manera natural. Pero cada vez, y con más frecuencia, había una mirada como la
de esa tarde en el pasto. O una caricia ínfima. Un roce. A veces cuando caía la
tarde y prendía el fuego, Slinka apoyaba su cabeza en el hombro de Mesiác y
ella podía sentir su aroma muy cerca. Un aroma a frutas. Al mismo tiempo Slinka
disfrutaba escuchando como aumentaban los latidos del corazón de Mesiác y un
aroma a flores viniendo de todo su cuerpo. Ambas, en esos momentos, deseaban
que el tiempo se detuviera y pudiesen estar así toda la vida.
Muchas veces Slinka iba a dejar a Mesiác
muy tarde. No porque lo olvidara, o con mala intención, sino porque ambas
aplazaban la despedida lo más que podían.
Una tarde en particular, una tarde en que
parecía que el bosque completo se había quedado en silencio y los animales se
habían escondido para no molestar en lo más mínimo. Una tarde en que los
colores del cielo se mezclaban como si de un cuadro se tratara. Una tarde en
que todos los aromas parecían más intensos. Esa tarde a orillas del bosque y la
colina, Slinka y Mesiác se tomaban las manos y se miraban cada detalle, sin
decir una palabra. Respiraban cada vez más agitado. De pronto Slinka metió la mano
a su morral y sacó un colgante de una piedra preciosa. Mesiác abrió los ojos de
par en par.
-Es Piedra de Luna… me la regaló mi madre
cuando era pequeña para que guardara mis sueños… Ahora te lo regalo a ti para
que guarde los tuyos. – dijo mientras tomaba la mano de Mesiác y colocaba el
colgante.
-No… no, me harás llorar… no puedo
aceptarlo! – dijo Mesiác mientras se llevaba una mano a la boca.
-Vamos, si no lo aceptas me sentiré muy
mal… - dijo Slinka mientras sonreía.
Hubo una pausa, pero finalmente Mesiác
asintió.
-Bueno pero… tengo que agradecértelo de
alguna manera…. Mmm… cierra los ojos…
Slinka la miró sorprendida.
-Que haga qué…?
-Ciérralos. No te haré nada malo.
Slinka suspiró y cerró sus ojos. Y esperó.
De pronto, lentamente sintió la presencia
de Mesiác acercándose a su cara. Su aroma. Su calor. Casi podía sentir su piel.
Y de pronto, sintió como su mejilla era besada en un largo y dulce beso.
Slinka sintió unas cosquillas en todo su
cuerpo. Un beso. En un mundo donde esas caricias eran hermosas muestras de amor
que casi nadie daba. Donde significaban que pasabas a importarle al otro. Que
comenzabas a entrar en su corazón. En su alma.
Mesiác se alejó y Slinka abrió los ojos.
Tiritaban.
-Gra… gracias…
Mesiác sólo asintió.
Slinka la abrazó con todas sus fuerzas. Y
ahí se quedaron largo rato. Hasta que la noche se venía encima.
Se despidieron.
Después de esa tarde, no se verían por un
tiempo.
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