Capítulo 1
Caminó con paso rápido. Encorvada. Escondía
su rostro y cuerpo en una túnica color verde musgo.
El templo dejaba pasar la luz de la tarde
por las tres entradas principales y por los vitrales de las altas paredes. La
piedra gris parduzca con la que estaba construido mantenía un ambiente
agradable, cálido.
A esas horas no había más que un par de
personas orando o apreciando a las estatuas de los dioses menores de los
costados.
Avanzó hasta los primeros asientos del
lugar. Se arrodilló, cruzo sus dedos y comenzó a llorar mientras miraba las
estatuas de la Madre Luna y el Padre Sol.
-Por qué… por qué Padre… por qué tiene que
ser así… - sollozaba- Ya no puedo más Madre… tanto dolor… para qué… No puedo
aguantar más… - hundió su rostro mojado en lágrimas entre sus brazos. Lloró en
silencio lo que parecía una eternidad. La luz de la tarde se iba. El templo se
bañaba en los colores del crepúsculo y pronto en los de la noche. Los monjes
pasaron por todos los candelabros prendiendo las velas. Pronto quedó todo en
silencio. Incluso ella.
-Por favor… ayúdame… - Se levantó, caminó
hasta estar a los pies del Padre Sol. Alzó la mirada y en un grito desesperado
le suplicó.- AYÚDAME!!! – cayo de rodillas. Sus manos tocaron el suelo. Miró la
roca. Su respiración agitada la mareaba. - … te prometeré algo… - susurró - …
si tú me ayudas. Me alejaré de todo. Me iré… por un año… no volveré a escuchar
a las videntes… no más… - alzó la mirada desde el suelo- no más… por un año, si
tú me ayudas… si tú haces que todo vaya bien de ahora en adelante… quieres más?
– se levantó siempre mirando al Padre- … si durante un año me ayudas… yo… no
volveré a oír a las videntes nunca más… JAMÁS! LO PROMETO! PERO TU TAMBIÉN
PROMÉTELO! –le lanzó una mirada llena de profunda ira y expectación, como quien
espera una respuesta a algo de vida o muerte. La noche había caído. No había
nadie en el templo. La oscuridad cubría todo los rincones salvo por las velas
en los altares que hacía ver a los dioses como espíritus de roca a punto de
despertar. Todos expectantes a ver que contestaba el Padre Sol.
De pronto su rostro se calmó. Miró el suelo
con la mirada perdida. Suspiró- confío en ti Padre. – se cubrió el rostro con
la capucha y con paso ligero se esfumó en la oscuridad.
No era la primera vez que veía a esa mujer.
Venía a ella en ese sueño cada cierto tiempo. Disfrutaba observándola. No tenía
un rostro claro, pero sabía que era hermosa. Sabía que esa mujer lo era todo
para ella. Siempre había una luz de fondo, una luz que la encandilaba y no la dejaba
ver bien a la mujer. Trataba de acercarse, pero la mujer se alejaba. – Déjame
verte! – le gritaba, pero la mujer corría. – Dime quien eres! Dime tu nombre! –
Todos los sueños eran iguales. La mujer corría, ella intentaba alcanzarla, le
gritaba para que le respondiera, y cuando justo la iba a tocar, despertaba. Y
ahí estaba, corriendo tras ella. – Dime tu nombre por favor! – dijo mientras
estiraba la mano. La luz se hizo más fuerte. Con el otro brazo se tapó los
ojos.
Tocó su hombro…
Abrió los ojos de par en par. La luz. Vio
unos ojos verdes. >>El río<<
Despertó.
La luz del sol entraba por su ventana. Le
bañaba la cara. Cerró los ojos tratando de volver a soñar con la mujer. Los
apretó bien fuerte, pero sabía que era tarde. Se cubrió con la sabana. Ese
sueño venía poco. Pero cuando lo hacía la dejaba con una sensación de vacío
enorme. Cualquiera que la oyera pensaría que es una estupidez, pero ella sabía
que esa mujer era a quien esperaba. Era esa persona que le daría lo que ella
quería. Ese amor tan profundo que deseaba más que nada en el mundo.
No recordaba la primera vez que había
soñado con esa mujer. A veces era distinta. A veces era rubia, o morena. A
veces eran de una época distinta, en un lugar distinto. Pero ella sabía que era
la misma mujer. Porque la sensación era la misma. El sentimiento era el mismo.
Pero hela aquí. De nuevo. Otro día más. Un
sol más en su vida. En esa vida que no era vida. No era nada.
Se colocó en posición fetal mientras sentía
el calor del sol calentar su sabana.
Estaba cansada. Sus días pasaban desde la
neutralidad abrumadora. Aburrida. Al más puro dolor. A la pena más profunda. No
era nadie, no era nada. Se lo habían dicho desde pequeña. Todos quienes la
rodeaban. Hasta que un día se lo creyó. Hasta que un día lo hizo parte de ella.
Escuchó a su madre gritarle desde la
cocina. Se levantó. Se vistió. Siempre con la mirada perdida. Bajó las duras
escaleras de piedra, de esa vieja casa en las afueras del reino. En esas
tierras que nadie recordaba. Saludó a su madre. Sacó una hogaza de pan de la
mesa y salió por la puerta.
Necesitaba el aire. Aunque fuese por un
rato. Intentar alejarse de esa monotonía que la enfermaba.
Caminaría por el campo. Por el maizal.
Quizás entraría al bosque, por unas bayas. Podría meter los pies al río…
-El río! – recordó el sueño como si una
flecha le atravesara el pecho. Esta vez la había alcanzado. Había tocado su
hombro. Le había hablado! – El río… y si voy al… No. Que tonta… ¿qué te hace
pensar que es real?
Caminó por los maizales durante la mañana.
No tenía hambre. El vacío en su estómago era muy grande. Y la presión en su
pecho no la dejaba respirar con tranquilidad. Llegó a la colina que miraba al
bosque. Se sentó. Miró los pájaros. Un águila cantó a lo lejos. Un ciervo la
miró desde los árboles y salió a pastar.
Se acostó en el pasto. Miraba las nubes
pasar. Adoptar formas extrañas. >>El río<<
Esas dos palabras volvieron como una aguja
que se clava en el dedo. Cerró los ojos fuertemente. >>El río<< Era
una voz melodiosa. La brisa mecía las flores silvestres que le acariciaron el
rostro como si intentaran calmarla.
>>El río<<
Abrió los ojos. Se sentó. Miró el bosque. Y
en un impulso, se levantó y emprendió camino hacia los árboles.
La tarde estaba llegando. La hojarasca
dejaba pasar haces de luz amarilla por todo el bosque. El río no quedaba lejos.
Apuró el paso. Más por la ansiedad de llegar pronto que por la hora. No le
importaba que las ramas de los arbustos la rasguñaran de vez en cuando. Ni el
barro que se acumulaba en sus sandalias. Atravesaba el bosque a paso ligero,
pero veloz.
Empezó a escuchar el río a lo lejos. Las
ramas se quebraban a sus pies. Los animales la veían pasar desde sus cómodos y
oscuros rincones.
El corazón le empezó a latir de manera
alarmante. – Voy a llegar al río y me desmayaré… lo sé… lo presiento. – Se
decía mientras quitaba lo que se cruzara en su camino con las manos.
Comenzó a ver los destellos del sol en la
superficie del agua. Como joyas escondidas entre el verde. >>El
río<< se repetía en su cabeza. La piel se le puso de gallina. El correr
del agua estaba casi a su lado. Los árboles se separaban más y más. Su corazón
se le saldría del pecho en cualquier minuto >>El río<<
-El río… - susurraba. >>El rio<<
decía su cabeza. Las hojas se abrieron de par en par. La luz la encandiló.
Se detuvo. Abrió los ojos de a poco. Le
tomo unos cuantos segundos acostumbrarse al brillo del sol en el rio. Puntos de
colores bailaban delante de ella. Miró a todos lados. El agua corría tranquila.
Transparente. Todo en calma. No había nada. No había nadie.
Suspiró. Sus músculos se relajaron en una
desagradable sensación de obviedad. – Soy una tonta… el río… era sólo un sue… -
De pronto un ruido. Miró hacia su derecha. Escuchó unas ramas romperse. Estaba
atenta como nunca antes. Vio una liebre salir de entre un arbusto y correr a
toda velocidad cruzando el rio hacia el lado en el que ella estaba parada. Más
ruidos de ramas. Y de pronto una persona envuelta en una capa.
La vio correr desesperada tras la liebre.
Pero al ver el río se detuvo. Tiró su morral a un lado e intentó cruzar por
unas piedras. La liebre la veía desde la otra orilla con las orejas bien
erguidas. El encapuchado dio un salto. Otro. Y de pronto, resbaló y cayó. La
liebre al asustarse, se adentró en el bosque.
Vio al encapuchado completamente empapado
quedar de rodillas en el agua viendo como la liebre se le escapaba. Levantar un
brazo con rabia y golpear el agua. Luego todo volvió a la calma.
El río seguía su camino. El susurro de la
corriente golpear las rocas con suavidad. Un sollozo.
-Está llorando… - se dijo.
Caminó lentamente hacia el encapuchado y
cuando estuvo a su altura, se sacó las sandalias y se metió al agua. Extendió
la mano y tocó su espalda. – Está bien?
Vio unos ojos verdes. Cada pelo de su
cuerpo se erizó. >>El río<< Sintió un abrazo.
No pudo evitar responderle el abrazo. No
pudo evitar sentir el calor del cuerpo atravesar la ropa mojada hasta ella. No
le importaba nada en ese minuto. Ni la hora, ni el frío del agua del río en sus
pies. Ese abrazo era el más cálido. El más profundo que había sentido en toda
su vida. El más real. Era verdadero.
Sintió como el extraño se separaba de ella.
Trató de calmarse. De guardar la compostura. De no demostrar lo que acababa de
sentir. Bajó la mirada. Escuchó la voz del extraño, que a pesar de haber
llorado, no perdió la calidez.
-Disculpa… yo… no quise importunarle.- Dijo
a la vez que se limpiaba las lágrimas y se quitaba la capucha.
>>Es una mujer<< Pensó. – No te
preocupes… ahm… salgamos del río, o terminaremos las dos enfermas. – le dijo
mientras apuntaba donde había quedado el morral.
Caminaron hacia la orilla. Vió como la
mujer se quitaba la capa para estrujarla mientras le hablaba.
-Cómo te llamas?
>>Me gusta su voz<< pensó
mientras observaba cada movimiento. – Mesiác… y tú?... usted… - se sonrojó un poco.
-Slinka – le respondió con una sonrisa.
Mesiác se quedó paralizada. Aquella sonrisa
era sincera. Amable. Y esos ojos verdes. Podría estar horas contemplándolos.
-Lindo nombre Mesiác. Me gusta! – dijo al
momento en que se dejaba caer al suelo y miraba la otra orilla por donde se
había ido la liebre. – Qué edad tienes?
>>Que lindo como se mueve… parece que
baila<< eh… 20… Tú… usted?
-Puedes tratarme de “tú”, jaja. No me
enojaré… pero si, soy mayor que tú. Más de diez años… y parecieran mil de la
forma en que esa liebre se me escapó.
>>Más de diez!? Pero no se ve tan
mayor… habría jurado que quizás 23… o 25… pero, más de diez?<< Si quiere…
quieres te puedo ayudar a cazar una…
Slinka volteó a verla mientras dibujaba una
sonrisa aún más grande que la anterior.
-De verdad?! Oh! Eso sería maravilloso!
Estoy cansada de comer bayas! Gracias!
Mesiác no paraba de mirarla. Slinka llevaba
una blusa holgada de algodón blanco con un chaleco encima de color café y
pantalones verde musgo. Más ajustados que los que usaban los hombres. Mesiác
Nunca había visto a una mujer usar pantalones. Ni menos botas. Unas largas
botas marrones. Y su pelo tan largo y frondoso. De un rojo oscuro con algunos
mechones de color naranja oscuro, como un pomelo por dentro. Ahora más oscuro
por lo empapado.
-Disculpa! Por mi te has mojado el vestido. Si quieres puedo
hacer una fogata y nos secamos. Te parece? – Dijo Slinka mientras se levantaba
y tomaba su morral.
Mesiác la miró por varios segundos. Luego
asintió con los ojos bien abiertos.
-Bien! Vamos! Sígueme.- Dijo Slinka y
caminó hacia los árboles del bosque.
Mesiác se sentía tan extrañamente cómoda al
lado de Slinka. Cómo si siempre la hubiera conocido. Todo de ella le llamaba la
atención. Todo de ella le gustaba. Y sentía que lo que conociera de ella le iba
a gustar. Caminaba un poco más atrás para observar sus pasos. La manera en que
se movía. Podría asegurar que era la mujer más elegante y femenina en sus
maneras, que había conocido. Y quizás la única que llegara a conocer.
Llegaron a una hondonada en lo más profundo
del bosque. En medio de ella crecía un árbol gigantesco. Harían falta unas
quince personas para rodearlo. Era de una corteza gruesa y rugosa. Muy negra,
de raíces enormes que se asomaban por la tierra y se perdían en todas
direcciones. Como si ese árbol se conectara con el bosque entero.
Mesiác observó con algo de susto. Nunca
había estado por esos lados. Jamás había cruzado el río. Y la tarde era obvia.
-No tengas miedo. Estoy sola. – Dijo Slinka
sonriéndole amablemente.
Avanzaron hasta el árbol. Al lado había las
señales de lo que había sido una fogata.
Slinka se movía rápido. Tomó ramas de una
pila que tenía a un lado del árbol y las acomodó sobre las cenizas. Luego tomó
un par de piedras y un puñado de musgo seco. Se acercó a las ramas y golpeó
repetidas veces las piedras hasta que de ellas saltaron unas chispas que
cayeron en el musgo y lo encendieron. Sopló un par de veces hasta que un par de
ramas empezaron a arder y el fuego se consolidó, se dejó caer en el suelo.
-Ven, siéntate. El fuego te secará el
vestido.
Mesiác se sentó a unos veinte centímetros
de ella. Miraba el fuego. No se atrevía a seguir mirando a Slinka.
-Jaja! Mira mis manos! Están todas sucias!
– dijo mientras se las mostraba. – Déjame ver las tuyas!
Mesiác miró las manos de Slinka. Le
parecieron pequeñas, bonitas. –Si! Están llenas de tierra.- Le dijo y le mostró
las suyas. – Mira, las mías no.
Slinka tomó sus manos y se las acercó a la
cara para verlas bien. Mesiác se sonrojó, pero quería aprovechar la ocasión
para sentirla. Sentir su piel.
-Vaya! Es verdad… oye, que blanca eres.
Bueno… ahora te ves amarilla por el fuego. Eso es lindo, puedes tomar el color
que quieras!
Era la primera vez que le hacían un
cumplido por el color de su piel. Estaba acostumbrada a que le pidieran que
tomara más sol o que estaba tan pálida que parecía enferma. Pero Slinka se
fijaba en eso que nadie más. Le gustaba eso que los demás no y eso a Mesiác le
causaba un extraño nudo en el estómago. Una singular debilidad en las piernas.
-Gra… gracias – dijo mientras desviaba su
mirada al fuego.
-Pon tus manitos cerca del fuego… las
tienes heladas! – dijo Slinka sonriéndole. Se volteó también a mirar el fuego.
Hubo una pausa. Un silencio. Pero era
agradable. Único. Como si fueran cómplices del momento.
-Sabes? El fuego me recuerda a mi niñez.
Tenía una maestra que era muy estricta. Yo siempre llegaba tarde a sus cla…
Mesiác escuchó atenta cada una de las
historias que le contó Slinka. Le gustaba oírla. Era graciosa. Observaba como
movía sus manos. Las expresiones de su rostro cuando hablaba. Si Slinka hablaba
de algo que la enojaba, movía las manos de una manera y su rostro adoptaba el
enojo. Lo mismo con la alegría y cada una de las emociones que describía.
Mesiác estaba impactada con todas las cosas que le contaba. Cómo alguien podía
tener tantas anécdotas? Cómo podía saber tanto? Slinka daba la impresión de
haber vivido miles de años. No sólo más de diez como había dicho. De haber
conocido cientos de lugares y haber compartido con miles de personas.
Mesiác se sintió cómoda. Como nunca antes.
Feliz. Como si hubiera vuelto a casa después de un largo viaje y no importase
nada más que reencontrarse con los suyos.
Hubo una pausa en el relato de Slinka. Esta
miró hacia el cielo y se volvió hacia Mesiác.
-Se hace tarde! Muy tarde! Te iré a dejar
al borde del bosque! – dijo mientras se levantaba y estiraba con elegancia su
cuerpo completo y así, desde abajo, parecía que medía 10 metros según Mesiác.
Asintió. Pero su rostro dibujó una sutil
mueca de tristeza. Por qué no se podía quedar ahí toda la noche. Todo el otro
día también…
Se levantaron y caminaron por donde habían
venido. Un silencio profundo las envolvía. Sólo los ruidos del bosque y la
noche estaban ahí. Y el brillo de la luna que se asomaba por entre los árboles.
Salieron del bosque. Se podía apreciar la
colina a lo lejos.
-Yo vivo por el camino que sigue detrás de
la colina… - dijo Mesiác mirando el lugar con desagrado. De pronto vio a Slinka
ponerse delante de ella y sintió el abrazo más profundo que nunca antes le
habían dado. Ella lo respondió. >>No me sueltes<< pensó.
-Gracias por el día. – le susurró Slinka al
oído.
Mesiác sintió unos escalofríos ahí envuelta
por completo en aquellos brazos, en aquel calor. >>Por favor no me
sueltes<<
Slinka la soltó de a poco. La miró a los
ojos y le sonrió. Como adoraba esa sonrisa.
-Cuídate, ya? Y recuerda que me debes una
liebre.
Mesiác asintió y se puso lentamente en
camino. De pronto volteó y vio como Slinka se daba la vuelta y se adentraba en
la negrura del bosque.
Slinka veía el caldero humeante de la
vidente. Mamá Ahviezda la había instruido toda su vida y ahora que se preparaba
para su viaje, no había dudado en recurrir a ella en un último consejo.
-Mira dentro del caldero niña… mira dentro
– dijo mamá Ahviezda.
Slinka así lo hizo. Los gases danzaban
entrando por su boca y nariz. Se mareó. Creyó que perdería la conciencia. El
caldero burbujeaba. Giraba. Humeaba. Brillaba. Se desvanecía. Una bruma. Una
luz tenue. Una colina. Una silueta al fondo. >>No me sueltes<< oía
como un susurro. Corría hacia la colina. Una liebre se le cruzaba. Un sollozo
lejano. >>No me sueltes<< el humo. El brillo. La silueta se voltea
hacia ella. La tarde. Una suave piel amarilla. La liebre. >>Mira en el
caldero niña<< estiraba su mano para tocar la silueta. El ocaso. Los
purpuras. El humo. La liebre saltaba el río. El río se convertía en la colina.
>>No me sueltes<< La noche. El silencio. La liebre se pierde en la
oscuridad. La silueta en la noche. El humo. >>La luna busca al
sol<<>>Mira en el caldero niña<< el río. El brillo. Corría tras
la silueta. De pronto el río. Cae. Se hunde y mezcla en los colores purpúreos>>Busca
a la luna, niña<<
Despierta.
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Muy buena historia.
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ResponderEliminarYa más de 5 años de no pasar por esta página y hoy leo tremenda historia, me encantan las historias que vengan de la luna y el sol. Así como el anime de las sacerdotisas
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