Esperamos tu historia corta o larga... Enviar a Latetafeliz@gmail.com Por falta de tiempo, no corrijo las historias, solo las público. NO ME HAGO CARGO DE LOS HORRORES DE ORTOGRAFÍA... JJ

La Chica de la ribera - Adaptaciones (Parte1)


Título original
Aventurera (2002)
Por Corin Tellado
Adaptación por Libros Adaptaciones


Victoria Schneider es una joven millonaria prometida por razones familiares y financieras a un chico de su mismo nivel social. Su destino parece inalterable. Pero se encuentra con Daniella Bennett y comienzan las dudas.
Ella es una muchacha sencilla, apacible, que sabe dar sin pedir nada a cambio. Victoria entabla una amistad con Daniella que dará mucho que hablar y pondrá en peligro la reputación y los planes de ambas.



CAPÍTULO 01

—¿Qué te parece, Victoria?  Es regalo de mi tía Peti. Quiere ser la madrina, pero mamá dice que le pertenece a ella. Peti es tan romántica... ¿Me oyes, Victoria?

La aludida se agitó. Era una mujer alta y fina, de aristocrático porte. Pelo  oscuro como la noche y ojos azules de expresión indefinible. Fría y áspera, y a la vez, allí, en el fondo de las pupilas, se apreciaba a veces una lucecita de humanidad, pero... muy pocas veces… Ya no era una colegiala. Tendría por lo menos Treinta años, y hacía diez que lucía en el dedo una sortija de brillantes, símbolo de su compromiso con Dan Gillies un hombre alto, muy delgado, de pelo rubio oscuro y ojos azules. Ella estaba prometida al joven que le hablaba desde que dejó Oxford, y de ello ya hacía muchos años. Pertenecía a la mejor familia de Penzance. Las más prestigiosas industrias, mineras y pesqueras, eran de su ilustre padre, Sir Lewis Schneider Grey y su novio, Dan Gillies, era hijo del socio de su padre, el honorable Sir Gerald Gillies; pensaban casarse aquel invierno. Estaban contemplando el coquetón inmueble que la tía de Dan pensaban darles como regalo de boda.

Vic lo oía, por supuesto, pero, como siempre, estaba distraída y parecía estar a miles de leguas de distancia. Dan, que se hallaba habituado al carácter particular de su prometida, no pareció molestarse. Asió con sus dos manos el brazo de Victoria, y juntos traspasaron la verja.

—¿Qué te parece el parque?—Y sin esperar respuesta, añadió—: Cambié el cenador y estas macetas. No me agrada la estructura de la terraza central. Diré a mamá que lo cambie todo. ¿No te parece que hemos de realizar aquí grandes obras para que esto se convierta en un hogar moderno y cómodo? Dan parecía más interesado en los preparativos de la boda que la propia novia, eso era algo raro, si se tomaba en cuenta la tradición donde la novia era la más entusiasta, Sin embargo en esta no.

Victoria se alzó de hombros. Estaba pensando que se hacía tarde, que el sol declinaba y ella tenía una cita. No obstante, se abstuvo de decirlo. Correcto, pero distante, era cortés a su prometido.

—Jully dice que si fuera ella la dueña de este chalet dejaba los parterres tal como están.  A victoria no parecía afectarle lo que Jully opinará del chalet.
¡Las ocho! Empezaba a oscurecer. Daniella la estaría esperando.

—Victoria, cariño...

—¿Sí?

—Pareces tan lejos de todo esto...

—Estoy a tu lado —indicó Victoria, con su habitual indiferencia.

Dan pensó, aunque fugazmente, que Victoria antes no era tan seca y tan distante. Pero, bueno, tal vez ello se debiera a los años. Había cumplido treinta, estaba madurando. Ya nunca sería aquella chica dicharachera y feliz que durante las vacaciones era la compañera ideal. ¡Qué veranos más felices había pasado allí! Bueno, había que pensar en serio. Él no era un chico romántico.

—¿Entramos? —propuso él.

—¡Oh, no! —Y consultó el reloj—. Ya es tarde. Otro día.

—Acaban de dar las ocho.

— Por eso mismo.

—¿Y te parece tarde?

—Lo es. Volvamos al auto.

Este se hallaba aparcado en la carretera. Era un «Jaguar» propiedad de Victoria, de línea estilizada, de color azul pastel, y todos los habitantes de Penzance lo conocían. Ella se había empañado en viajar en su auto, ya que se sentía más a gusto…Dan no puso objeción.

—Me gustaría ver su interior.

Victoria se impacientó. Y era lo bastante flemática para no impacientarse con facilidad. No obstante, aquel día estaba de mal humor.
Lo sé de memoria Dan y tu también. Si hay que  hacer alguna reforma, lo pueden hacer mi hermana o tu madre.

—Querida...

Victoria caminaba despacio hacia el auto. Su decisión de dejar aquel lugar no admitía réplica. Dan se mordió los labios y la siguió a regañadientes. Aún no comprendía como Victoria siendo la novia no ponía el interés debido…tal parecía que él estaba más interesado…

Ya en el auto, de regreso a casa, él exclamó de pronto:

—¿Qué te parece si volviéramos mañana?

—Ya te dije que yo no puedo. Tengo muchas ocupaciones.

—Siempre estás ocupada. ¿Ocurrirá igual cuando nos casemos?

—Soy quien está a cargo de los negocios de mi familia, nadie más puede hacerlo. Tu más que nadie debería comprenderlo.

Dan mordiese los labios. Creo, dijo, que tu padre cometió un error al ponerte al frente de los negocios, podría haber esperado a que nos casáramos y yo bien podría manejarlos todos. De igual forma todo queda en familia.

Victoria, ignoró el comentario…Ambos sabía perfectamente que en la familia Schnaider, nadie más podría manejar los negocios, eso no estaba en discusión…solo un Schnaider podría hacerlo, por eso su padre no dudó en ponerla al frente….

Llegó a casa (un hermoso palacio enclavado en lo alto de la colina) y se cambió de ropa en un instante. Iba a salir. Eran las ocho cuarenta y cinco. Daniella era una buena chica, pero tenía poca paciencia, como todas las mujeres, pero valía la pena resaltar que tenía más paciencia que la propia Victoria.

Descendía hacia el vestíbulo cuando su padre atravesaba éste en compañía de un elegante señor y de un joven que llevaba una cartera de piel bajo el brazo, lo que indicó a Victoria que se hallaba ante un socio de su padre y su secretario. Esto la contrarió en gran manera. Conocía lo bastante a su padre para saber que iba a reclamarla. Así fue, en efecto.

—Hola, Victoria. De ti estábamos hablando. Síguenos al despacho. Hemos de tratar de algunas cosas importantes.

Daniella tendría que esperar. Por desgracia en su ilustre familia no había nacido varones, su padre la había obligado a estudiar leyes, tomando, al finalizar su carrera el timón de los asuntos de su padre.

Era jefa, administradora y consejera de la gran firma Schneider Gillies y Compañía y, sin su parabién, jamás se firmaba un acuerdo.

Disimulando su mal humor, correspondió cortés al saludo del señor que le era presentado, y todos se dirigieron al despacho. Dos horas después, ella y su padre despedían a mister Blu y su secretario en la puerta principal de la casa. Eran justamente las diez y media y el gong había tocado para la comida.

Sir Lewis la asió del brazo y juntos entraron en la casa.

—Estoy muy orgulloso de ti, Victoria —dijo el caballero—. Hemos de reconocer que desde que tú tomaste las riendas de mis negocios éstos han subido un porcentaje tentador.

Victoria no contestó. Pensaba en Daniella. Después de comer tendría que ir a verla. Un poco tarde... Sí, pero sabía que Daniella lo esperaría hasta la hora que fuera. Era lo que más admiraba en ella. Su ternura para disculparla tantas veces como faltaba a sus citas.

De pronto, sir Lewis le contempló fijamente.

—Victoria, después de comer, mientras tu madre y tu hermana oyen música en el salón, tú y yo pasaremos a mi despacho —dijo con un tono muy distinto del empleado anteriormente.

—¡Oh, pues...!

—Tengo que hablarte.

—¿No... podías dejarlo para mañana?

—No. Es un asunto urgente.

No podía ver a Daniella ni siquiera a las once. Bueno, lo dejaría para el día siguiente. Daniella, como siempre, la disculparía.

Durante la comida hablaron de negocios, de la boda que luego tendría lugar y del chalet que tía Peti les regalaba.

Lady Magda, una dama de altivo y aristocrático porte, parecía entusiasmada con la idea. Jully, que tendría veinte años, soñaba con ser la dama de honor. Sólo Victoria y sir Lewis parecían muy ajenos al entusiasmo de las dos mujeres.

Cuando pasaron al salón, sir Lewis se disculpó y se llevó a su hija cogida por el brazo. Victoria se preguntaba qué podía desear de ella su padre para exigirle cerrarse en su despacho. Alzóse de hombros. Cualquier asunto de negocios. Su padre era así, nunca podía dejar para el día siguiente lo que pensaba a cualquier hora.

En el salón decía Jully a su madre:

—Estoy tan emocionada, mamá... ¿Cuándo se casan?

—¡Oh! Aún no lo sé. No se hizo la petición oficial, ni se señaló la fecha de la boda. Pero creo que pronto, Dan ya no es un niño y Victoria tampoco ha de esperar mucho.

—¿Sabes, mamá? Mañana iré con Dan al chalecito. Hemos de hacer algunas reformas y se empeña en que lo acompañe.

—Me parece muy bien.

—¿Cuándo tendré yo un prometido, mamá?

—Pero, niña...

—Ya he cumplido veinte años.

—Estás naciendo.

—¡Oh!

Y se quedó muy triste.

Lady Magda le puso una mano en el hombro y le susurró al oído:

—Alfred te admira mucho.

— ¡Oh!

—Te lleva unos años —siguió diciendo la dama—, pero pertenece a la familia Gillies y eso es muy significativo.

—¿Alfred Gillies? —se extrañó Jully—. Pero, mamá, es tan mayor para mí.
—Sólo tiene un año más qué Victoria y está soltero, y además, a todos, tanto a los Gillies como a nosotros, nos gustaría emparentar por partida doble.

—Siéntate, Victoria.

La joven obedeció. El despacho particular de Lewis se parecía a él. Era severo y oscuro, con muebles pesados y retorcidos, y sentado tras la gran mesa de trabajo, llena de papeles, el caballero adquiría una sobriedad que, por un instante, intimidó un tanto a la joven.

—¿No podríamos dejar para mañana el asunto de que deseas tratar?

—Por supuesto que no. Fuma —encendió un habano y ofreció otro a su hija. Hacía tiempo que se había acostumbrado a ver a su primogénita haciendo labores de hombres y fumar era algo insignificante…siempre y cuando no lo hiciera frente a su círculo social.

Este dijo con una leve sonrisa:

—A esta hora prefiero mis cigarrillos, papá. Perdona.

—Fuma lo que sea.

—Por lo que observo, no es asunto de negocios. Nunca hay antagonistas entre nosotros en el terreno comercial. Siempre estamos de acuerdo.

—En efecto, no se trata de negocios sino de algo muy distinto.

Hasta aquel instante, Victoria no se dio cuenta de que su padre iba a hablar de Daniella. ¿Quién le había puesto al corriente de aquellas cosas? No se inquietó. Después de todo, tener una amiga no era malo, ella era una mujer como cualquier otra y necesitaba de amigas intimas, aunque nadie lo comprendiera así, dada su adustez y frialdad aparente.

—Muchacha, sé que haces frecuentes visitas a una casita a orillas de la ribera.

—¡Ah!

Sir Lewis abrió una carpeta, dejó el habano colgado de la comisura izquierda y, cerrando a medias un ojo, sacó un papel, lo agitó y añadió:

—Se llama Daniella Bennett. ¿De dónde procede ese nombre y la mujer que lo lleva?

Victoria curvó la voluntariosa boca en una fría sonrisa.

—¿Importa mucho?

Sir Lewis cerró la carpeta, se repantingó en la butaca y, sin quitar el habano de la boca, metió los dedos entre los tirantes y la camisa. Se quedó mirando a su hija escrutadoramente.

—¿Qué pasa, Victoria?

—¿Pues qué pasa?

— Hija, sé que necesitas tener amigas a quien contarles tus intimidades o yo que sé, lo que se cuentan ustedes las mujeres. Sin embargo, relacionarte con este tipo de chicas no viene bien a nuestra reputación. Esas amistades son un tanto peligrosas. — eres una chica inteligente. Conoces la gran responsabilidad de tu nombre y a lo que éste obliga. De eso no tengo la menor duda. Sin embargo temo que estas juntas sean perjudiciales para ti.

—Pierde cuidado. Nada de eso afectará mi nivel de vida.

—Dan es tu prometido, pronto van a casarse, y entonces tu esposo debe convertirse en tu intimo amigo.

—Me parece, papá, que estas llevando las cosas demasiado lejos. — dijo de pronto Victoria, con breve sonrisa irónica en la cuadrada boca. — He de decirte que Daniella Bennett no es mi amiga.

—¡Oh, oh!

—¿Queda esto bien sentado, sir Lewis? —preguntó con voz firme, pero con burlona sonrisa.

—Bueno. Entonces, ¿qué esperas de ella?

—Tal vez lo será un día. Al menos esa es mi intención, pero aún no es así. Y en cuanto a Dan... —Hizo un gesto con la mano que indicaba indiferencia— será mi esposo, pero hay cosas de las que una mujer no puede hablar con su esposo. Y no creo que a Dan le importe quienes sean mis amistades.

—Tu hermana no anda buscando amigas fuera de su círculo social —apuntó con dureza sir Lewis—. Ella sabe muy bien con que tipo de gente rodearse.

—Papá, somos distintas. Permíteme que lo diga.

—Ya lo veo. —Y con súbita energía—: Victoria, te he llamado aquí para decirte que no hagas daño a esa joven. Ella no pertenece a este tipo de vida no la humilles de esa manera. No la apartes de su mundo sabiendo que esa amistad no llegará a ningún lado.

Victoria no contestó. Se puso en pie y consultó el reloj. Las doce. Se iría a la cama.
La joven bostezó. Sonrió y, agitando la mano, se fue sin responder.


CAPÍTULO 02

—¿Qué hay?

Y Ruth se tendió en el sofá cuan larga era, al tiempo de hacer la trivial pregunta.

—¿No ha venido tu aristócrata amiga?

Daniella alzóse de hombros sin responder. Se hallaba hundida en una butaca y tenía las piernas cruzadas una sobre otra, balanceaba un pie, y entre los labios tenía, un cigarrillo.

Ruth se incorporó sobre un codo y la contempló fijamente.

—¿Ha venido o no?

—No ha venido.

Ruth se sentó de golpe y quedó con las piernas encogidas y el busto tenso. Era una muchacha de unos veinticinco años, aunque aparentaba menos. Rubia, de ojos azules, reidores, alegres. Trabajaba en una oficina y vivía de pensión en el piso superior de Daniella. Había hecho amistad con ésta casi a raíz de la llegada de Daniella a Penzance. Había unos años de diferencia en la edad, y conocía sus preferencias sexuales pero eso no era obstáculo para que se apreciaran de veras. Ruth, siempre que podía, y podía a todas horas que tenía libres lejos de la oficina, bajaba al piso de Daniella.

Por tanto, conocía su amistad con Victoria Schneider, y no le agradaba.

—No ha venido —repitió Ruth, desdeñosa—. Mejor para ti. —Y con rabia—: ¿Sabes que detesto a esa mujer?

Daniella no se inquietó. Con serena voz, aquella voz queda, profunda y seria, replicó con sencillez:

—Yo la amo.

Ruth exclamó, malhumorada:

—¿Eres tonta, Daniella? ¿O te haces? Sabes que eso es imposible. Eso jamás sucederá, ni siquiera sabes si ella te corresponde. Tú no le conoces bien. Pero yo nací y viví aquí. Sé de todos los habitantes. Hasta los planes que tiene cada cual, y, por tanto, sé que Victoria Schneider está prometida a ese pavo de Dan Gellies desde que nació.

—Me has dicho eso desde que la conocí.

—Y como si nada.

Daniella juntó las manos y las agitó nerviosamente. —Como si nada —dijo, pensativa—. No lo puedo remediar.

—Hija, me descompones.

—Lo siento.

Y se puso en pie. Fue hacia la ventana, levantó el visillo y volvió al lado de Ruth, sentándose frente a ella.

Daniella era una joven de unos veinte años. Tenía el pelo rubio rojizo, verdes los grandes ojos. Era esbelta y fina y, sobre todo, muy suave. Pero lo que más llamaba la atención de su persona eran los ojos de melancólica expresión. No tenía aspecto de aventurera. Muy al contrario, parecía una joven exquisita, con más espíritu que materia, y así era en realidad. Por eso, Ruth no comprendía aquella amistad con una mujer rica.

Había nacido en Londres y trabajó allí como modelo hasta que enfermó su única tía. Esta poseía aquel piso y unos pequeños ingresos que al morir legó a su única sobrina. Daniella se trasladó de Londres a Penzance, buscó trabajo en una casa de modas y, con la pequeña renta que le dejó su tía y su trabajo, vivía bien y sin apuros, lo cual, según Ruth, le permitía llevar una vida alegre y sana, muy lejos de amistades perniciosas. ¿Qué cómo conoció a Victoria? Del modo más simple. Regresaba de su trabajo. Llovía a torrentes. Se refugió en un portal. Ella, Victoria, bajaba de aquella casa. Llegó al portal, lanzó una mirada a la calle. Un Jaguar estaba aparcado ante la casa. Pero llovía de tal modo que era imposible atravesar la calle sin empaparse. Esperó y comentó algo con referencia al tiempo. Así empezó. Cuando amainó la lluvia, se ofreció a llevarla a casa en su coche. Daniella aceptó. Se dijeron sus nombres respectivos, y al día siguiente volvieron a verse. ¿Por casualidad? Daniella nunca lo supo. Desde aquel día se vieron otras muchas veces. Una tarde de domingo, Victoria subió a saludarla, pues hacía dos meses que no la veía. Desde entonces subía siempre. Nunca hablaron de su novio. Daniella sabía que estaba prometida, por Ruth. Por ésta supo también a qué familia pertenecía y muchas otras cosas. Ello no disminuyó su interés por Victoria Schneider.

—Daniella, déjame que te diga que Victoria se casará muy pronto —dijo Ruth.

Daniella estaba de nuevo sentada y encendía nerviosamente un nuevo cigarrillo. Fumó a borbotones, como si sólo supiera hacer aquello. Su semblante apacible parecía un tanto crispado, pero aun así, no saltó en insultos ni se echó a llorar.

Ruth, malhumorada, continuó:

—Conoces a la vieja Peti...

—No conozco a nadie, excepto a ti y mis compañeras de trabajo.

—Bueno, pues te diré que lady Peti es una vieja millonada, hermana de lady Gillies.

—Tía de...

—Sí. Le regala un chalet maravilloso en la periferia de la ciudad. Allí van a vivir los novios, Voctoria y Dan. ¿No dices nada?

—No.

—¿No? ¿De qué estás hecha, criatura?

—Ruth, ¿qué puedo hacer? Me enamoré de Victoria casi al instante de verla en aquel portal. Fue inevitable.

— ¡Santo cielo! A mí no se me hubiera ocurrido enamorarme de una mujer, que está prometida casi desde que nació. Pero claro a mi no me gustan las mujeres. Y lo peor de todo es que se va a casar.

—No pretendo que Victoria sea mi amante ni mucho menos, solo deseo su amistad para siempre, y con eso sería feliz.  —dijo Daniella, suavemente—.

—¿Y te conformas? —se descompuso Ruth—. ¿De qué estás hecha, hija? Tú no tienes necesidad de esa migaja de cariño. Eres muy bella y tienes el porvenir resuelto. ¿No comprendes?

Daniella hizo un gesto, como diciendo: «¿Y qué puedo hacer?».

—Daniella, amiga mía, sé razonable. Pensemos las dos con cordura.

—Ruth, yo preferirla que te mantuvieras al margen.

Ruth estalló.

—¿Eres su amante?

—No —replicó, serenamente—. Aún no.

—¿Cómo? ¿Aún? ¿Estás loca? ¿Es que no tienes dignidad?

—Prefiero no hablar de eso.

—Dios de Dios, Daniella. Esa mujer te enloqueció. Y si esperas que te convierta en su amante...

—¡No lo espero! —cortó firmemente.

—Es que sería tonto que lo esperaras. Tú no conoces a sir Lewis ni a lady Magda. Son gentes pegadas a sus pergaminos y millones, y Victoria es una digna continuación de sus padres. ¿Crees que le van a permitir que san amigas, mucho menos que sea tu amante? Claro que no. Esa no está a discusión. Sabes lo que pasaría si ellos se enteraran de lo que sientes por su hija?

 Y si crees que Dan se va a dejar humillar de esa manera, no sabes en lo que te metes.

—¡Ruth!

—Ya lo sabes.

Se puso en pie. Daniella la contempló con tristeza.

—Querida, piensa que puedes ser amada por una mujer o mejor aun por un hombre honrado y cabal —insistió Ruth, ya calmada y con tono de súplica—. ¿Por qué has de ser el juguete de una mujer rica?

—No amo a Victoria por su riqueza.

—Sí, hija, sí, ya lo sé. Yo te conozco, pero ellos...

—Sólo quiero que me conozca Victoria—. Ruth ya no pudo más. Fue hacia la puerta y se detuvo en ella con un estallido de cólera.

—Eres una estúpida criatura, Daniella.

—Ruth...

—¿No comprendes que serás el blanco de todas las miradas?

—¿Y qué puedo hacer para evitarlo?

—Cerrar estas puertas a esa mujer.

Daniella apretó las manos una contra otra. Con voz impotente, dijo: —Nunca me ha insinuado nada. Pero si lo hiciera…

—Caerías en sus brazos.

Se pasó una mano por la frente y la acarició, nerviosamente.

—No lo sé... ¡Oh, no! No puedo saberlo. Yo nunca me enamoré. Es la primera vez.

—Pero el amor de tu vida se va a casar con uno de su clase.

—Ya.

—¿Y eso no te inquieta?

—Me entristece —dijo bajo, como anonadada—. Me entristece mucho.

Ruth salió, cerrando la puerta con golpe violento. Daniella, desolada, la sintió subir las escaleras corriendo. Buena chica Ruth, pero ella no la comprendía.

Amaba a Victoria, la amaba con verdadero fervor. ¿Qué iba a ocurrir? No lo sabía. Ella comprendía que hacía mal, pero carecía de fuerza de voluntad para alterar el negro destino que se cernía sobre ella.

Sonó el timbre. Se levantó a abrir. Al pasar frente al espejo de la consola, lanzó una breve mirada. Estaba pálida. Ruth la inquietaba cada día; era una mujer extraordinariamente honrada. También ella lo era, pero... «¡Dios mío —pensó—. Temo que un día, cuando Victoria me lo pida, deje de serlo. Será horrible».

Abrió con mano temblorosa. Se quedó envarada en el umbral. No era Victoira. Era, por el contrario, un hombre alto, muy delgado, de pelo rubio oscuro y ojos azules, de altivo mirar y sonrisa espasmódica.

—¿Daniella Bennett? —preguntó.

La joven asintió con un gesto, pero no la mandó pasar. El instinto le decía que aquel hombre, era el prometido de la cual Victoria nunca le habló.

—¿Puedo pasar? —preguntó el hombre elegante.

—Sí, claro, perdone...

Y le cedió el paso. El hombre altivo, perfumado y bien vestido, pasó y miró en torno con curiosidad. Daniella la miró con disimulo. No era un hombre viejo, seguro alcanzaba los 35. Era atractivo a los ojos de cualquier mujer y estaba segura que muchas de ellas besaban el suelo que el pisaba menos ella, que estaba total y perdidamente enamorada de Victoria. Se envolvía en un rico visión y su mirada dura, después de recorrer la estancia, se clavó en Daniella.

—¿Vive usted sola? preguntó.

—Sí

—¿No tiene familia?

—No.

—Es usted menor de edad.

Asintió con un gesto. Y al mismo tiempo dijo tímidamente:

—Siéntese, por favor.

—Gracias.

Y quedó apoyado en una butaca.

Daniella fijó los ojos en aquella mano. Tenía unas manos fuertes y unos largos dedos, parecía impaciente.

La voz del atractivo hombre la sacó de sus pensamientos.

—Mi nombre es Dan Gellies —dijo—. ¿Oyó usted hablar de mí?

Daniella nunca había mentido, pero en aquella ocasión consideró que era preferible hacerlo.

—No.

—Soy el prometido de Victoria Schnaider.

No dijo nada. Esperó.

Dan pareció impacientarse. Con sequedad, dijo: —No voy a permitir que usted sirva de celestina para los amoríos de mi prometida. Sí es que a eso se debe su amistad con ella. ¿o…? Dan la miró de lado, y si ese no es el caso. Tampoco soy tan moderno ni tan despreocupado, como para permitir que mi futura esposa se entretenga con una aventurera. No sería la primera vez, solo que en esta ocasión ella pronto será mi esposa, y no estoy dispuesto a dejarme humillar de esa manera. Podría permitirle a Victoria tener amistades con usted sin importar de donde proviene, pero se por experiencia que mi prometida no es muy dada a hacer amistades y mucho menos tener amigas,  prefiere vivir su vida alejada de toda la faramalla que conlleva relacionarse con las damas de nuestro círculo social.

Daniella apenas pudo disimular un estremecimiento y sorpresa, pero se abstuvo de abrir los labios. Ante su silencio, Dan estalló:

—Por tanto, espero que deje usted Penzance antes de veinticuatro horas —dijo, fríamente.

—Tengo aquí mi trabajo.

—Encontrará usted otro. Le daré una carta de recomendación. Victoria nunca sabrá nada. También le daré un cheque.

—No me voy a marchar.

—¿Cómo?

—Victoria se va a casar con usted. ¿No es bastante triunfo?

—No voy a permitir que mi esposa mantenga una relación aberrante.

—Su prometida y yo no tenemos ese tipo de relación—dijo sin enfadarse—. Le aseguro que solo hemos mantenido una relación de amistad.

De súbito Dan se encontró ridículo. La suavidad de aquella jovencita lo exasperó. Él sabía la amistad que tenía Victoria en aquella casa. ¿Quién se lo había dicho? Su madre. Y no dudó en ir al piso de la Ribera. Había cometido una estupidez. Como era posible que un hombre de su clase se hubiese rebajado a tan semejante acto… Más que un hombre de negocios parecía una de las damas con la que su madre se reunía para hacer las “obras de beneficencia”. Era preciso que Victoria no lo supiera nunca.

Años atrás había descubierto a Victoria en una situación comprometida con otra chica de la universidad, afortunadamente solo él fue testigo de semejante aberración…hizo prometer a Victoria que cortara esa “amistad” o se vería obligado a contarlo a sus padres.

Desde ese entonces Victoria se había alejado de cualquier compañía femenina, es más parecía que Dan estaba más cómodo si su prometida charlaba y se juntaba con los hijos de los amigos de sus padres. Él y Victoria jamás habían vuelto hablar de ese tema. Él estaba seguro que solo había sido una etapa de experimento en la vida de Victoria y que está había aceptado que amaba a los hombres, en especial a Dan.

El hecho que su madre le había comentado si estaba al corriente sobre la amistad de Victoria con una jovencita de la Ribera, había hecho saltar todas las alarmas de Dan. Quería encarar a Victoria, sin embargo no tenía el valor. Así que había cometido la estupidez de ir a ver a la chica.

—Amo a Victoria —dijo más calmado—. Estamos prometidos desde que tenía diecisiete años. ¿Lo comprende usted?

—Sí.

—Póngase en mi lugar.

—Nunca le quitaré a Victoria, pero tampoco puedo apartarme de ella —dijo Daniella, suavemente—. Pídale usted a su futura esposa que se aparte de mí. Se lo agradeceré.

Dan huyó de allí. Estaba humillado y desconcertado.

Esperó que al día siguiente Victoria le hiciera un reproche. No se lo hizo, lo que le indicó que Daniella Bennett no había dicho nada. Y en efecto, Daniella no se lo dijo ni a su amiga Ruth.


CAPÍTULO 03

Victoria entró en la casa como en la suya propia. Se quitó el abrigo y lo tiró sobre una butaca. Luego se acercó a la pequeña chimenea y extendió las dos manos.

—Es una tarde infernal —exclamó—. ¿Hace mucho que has llegado?

—Una hora.

Con una mano en la cintura y la otra en su cuello la contempló apreciativa. Gustaba de aquella quietud. Era grato el ambiente humilde, distinto al suyo. Grata la silueta grácil de Daniella, que nunca se alteraba. ¿Por qué alguna de las pocas amigas que le quedaban no podrían ser como ella? Ellas solo hablaban de trajes, de joyas, gentes y fiestas. Daniella nunca hablaba mucho. Escuchaba. Sabía escuchar, y era consolador encontrar personas así.

—¿Me has echado de menos? —le preguntó, sin cambiar de postura.

—Sí.

—Querida...

Y fue a sentarse a su lado, tomó las manos de Daniella entre las dos suyas y las oprimió cálidamente. Después las llevó a los labios y la besó repetidas veces en la fría palma.

—Querida —murmuró—. Querida Daniella...

Ella rescató sus manos. Estaba pálida y temblorosa y tenía que hacer grandes esfuerzos para no echarse en sus brazos. Daniella no era una chica de experiencia, como Ruth. No le enseñaron de la vida la parte falsa. Su madre fue una mujer inocente y buena, quiso a su padre y murió. No hubo en su vida más emociones que el nacimiento de su hija, los éxitos de su esposo como periodista y un hogar que cuidaba con la suavidad de su temperamento. E hizo de Daniella una mujercita como ella. Lástima que muriera pronto, pues tal vez, al ver a su hija en el borde de la caída la hubiera retenido. Y se murió sin haberle advertido de que existían aquellos peligros.

Daniella creía en Dios a pesar de sus gustos y por supuesto que creía en el amor. Sólo en esas dos cosas. Dios para ella era lo primero, y luego el amor. Y como éste era sincero, lo consideraba un don del cielo, nunca un pecado. Por eso amaba a Victoria y la admitía en su hogar, y habría aceptado una proposición de intimidad, si Victoria se la hacía. Pero Victoria nunca se lo había propuesto. Eso era lo extraño. Que Victoria fuera a su casa todos los días y no le hiciera ninguna indicación en ese sentido. Hasta ese punto ella dudaba que Victoria sintiera algún tipo de afecto que no fuera amistad… Tal vez Victoria solo necesitaba una amiga. Una amiga que fuera diferente a las de su círculo social…Entonces ella solo se había hecho ilusiones. Aun así, no se arrepentía…

—He trabajado mucho estos días —dijo Victoria de pronto, soltando las manos femeninas y echando la cabeza sobre el respaldo del diván—. Me siento rendida.

—¿Quieres que te prepare algo?

—¿Lo harás?

—Claro ¿Una taza de té?

—Sí, querida.

La vio moverse por la estancia. Era grácil y bonita, suave... ¡Tan suave! ¡Tan distinta a todas las otras chicas! Bueno, tenía que dejar de pensar en ello. Ella iba allí... ¿A qué iba en realidad? Apretó los labios.

—Toma—dijo ella.

Y le alargó una taza de té.

La bebió con satisfacción. Después habló de sus cosas. No podía hablar de ellas con todo el mundo. Con su hermana, por supuesto que no. Y con su prometido menos.

—Tendré que ir a Londres uno de estos días —decía en aquel instante—. Asuntos de negocios. ¿Qué te traigo?

—¡Oh, nada! Por mí no te preocupes.

La miró, pensativa.

—Pues me preocupo. Eres como un eslabón prendido a mi vida. Una cadena que va colgada a mi cuello.

Siempre le decía aquellas cosas, pero luego hablaba de otras con la misma precipitación. Ella hubiera querido que le hablara de su próximo matrimonio, de Dan, de todo aquello que era su vida. Pero Victoria jamás había dicho que estaba prometida, y tampoco que tuviera algún novio y ella no se lo preguntaba. Y Victoria tampoco había sacado ese tipo de temas, jamás le preguntaba a Daniella, si había algún hombre en su vida.

¿Decirle que Dan había estado allí? ¡Oh, no! ¡Nunca!

Estuvo a su lado hasta las once. Al marchar le besó las manos. La miró de aquel modo desconcertante, pero se fue. Y ella quedó muy sola. Muy triste. Para Victoria, ella era un entretenimiento, pero se conformaba con ser eso. No podía aspirar a nada más.

El Jaguar se perdía en la calle. La ribera, débilmente iluminada, se quedaba lejos.

Victoria, con las manos apretadas en el volante, pensaba. No lo hacía muchas veces. Era una mujer que tenía un lema en la vida. Dejarse ir, no pensar en el mañana. Además ¿no estaba claro aquel mañana de su vida? ¡Oh, sí! Tan claro como la limpidez de la mirada de Daniella.

Ella era una mujer honrada. Y desde la universidad no había puesto los ojos en ninguna otra mujer. Sin embargo cuando conoció a Daniella, todo volvió como la primera vez. Sin embargo desechó la idea y a cambio hizo una amistad que le hacía bien.

. Al principio, cuando la conoció, le pareció tan bella que no dudó en afianzar la amistad. Y empezó a ir a su casa. ¿Sólo por charlar, por verla? No, por cierto. Ella no era una mujer que le gustará hacer amistad, muncho menos con mujeres. Pero cuando estaba a su lado, se sentía tan bien tan correcto, tan llena de vida tenía una necesidad de estar con ella, pero no era necesidad del cuerpo, era lo más extraño. Su alma se sentía en paz cerca de la rubia y por nada del mundo quería destrozar aquella amistad espiritual. Podía sentir que Daniella sentía algo más que amistad por ella. Y en varias ocasiones llegaba a su casa con un propósito, sin embargo su escrupulosa conciencia, la detenía.

Bueno, un día tendría que decirle que estaba prometida, y Daniella estallaría al fin. Después de todo, era una mujer como todas, y tal vez pensaba que ella podía mantener una relación clandestina con ella. ¡Un fastidio! Se casaría con Dan y tal vez después…. ¿Por qué no? No amaba a Dan. Era como un deber, pero nada más. Dan aportaría al matrimonio una gran fortuna y un buen nombre. Y además, estaba empeñada su palabra. Y su palabra era algo muy serio. Después, cuando Dan fuera su esposo, quizá... ¿Por qué no? Daniella se convertiría en su amante. Sí, eso sería, y así su vida dejaría de ser aquel pasaje monótono que a veces le aburría. DAniella supondría en su existencia una gran emoción. Tal vez se casara pronto, o quizá no. Bueno, ya lo vería.

Cuando vio a Dan la tarde siguiente, le dijo:

—Tendré que ir a Londres.

—¿Sola?

La pregunta la desconcertó. —¿Con quién, pues?

—¡Oh, no sé!

—¡Qué pregunta más rara, Dan!

—Perdona.

—¿No puedes aclararla?

—Pues...

—Te lo ruego.

—Bueno —saltó Dan, con violencia—. No te sostengas tan firme y ecuánime. Ya sé que mantienes una “amistad” con una de la Ribera. ¿Porqué la visitas, acaso ella cubre algunas de tus aventuras?

Victoria no esperaba semejante cosa y se quedó desconcertada. Cuando reaccionó, sintió asco hacia Dan.

—¿Y crees que me encierro en su casa para mantener una aventura con  alguno de sus amigos? dijo, áspera.

—¿Por qué buscar amistades fuera de nuestro círculo? ¿Cuándo podrías charlar con cualquiera de nuestras amistades? Si no la buscas para que sirva como tapadera de algo indebido, entonces eso solo puede significar una cosa.

—¿En serio? ¿Y según tu que significado tiene? —dijo airada Victoria, ya hemos hablado sobre eso.

—Bueno —se aturdió—. Preferiría que terminaras tu “amistad” con esa jovencita…

—Ella respiró profundamente. Y giró su rostro contrario a él. No empieces a prohibirme cosas Dan, sabes que jamás he seguido reglas….

—Tal vez no lo has hecho durante has vivido con tus padres, ahora vamos a casarnos y no quiero ser el hazme reír del pueblo.

—Tranquilo Dan. No lo serás. Y si te consuela —Te traeré de Londres un bibelot.

Dan se mordió los labios pero no dijo nada. Iban hacia una casa de modas, donde Victoria pensaba elegir unos modelos. Había anunciado un gran desfile. A Victoria le cansaba todo aquello, pero era la novia no tenía opción.

Así pues, entró en la sala cogiendo el brazo de su novio. Había allí otros hombres con sus esposas, hermanas o novias. Victoria se sentó junto a Dan y empezó el desfile. Se quedó envarada. La primera en salir con un soberbio traje de noche fue Daniella. No se fijó en la mirada que Dan lanzaba, primero sobre Daniella y luego sobre ella. Estaba como ensimismada, con un pitillo en la boca y los párpados entrecerrados.

Ignoraba que Daniella fuera modelo. A decir verdad, lo ignoraba todo acerca de Daniella. Le pareció curioso y, al mismo tiempo, se dijo que no tenía por qué saber gran cosa de aquella dulce jovencita, que en traje de noche parecía una espléndida mujer...

Ella, Daniella, lanzó sobre ella una breve mirada y siguió exhibiéndose. Dan le tocó en el hombro y dijo:

—Creo que ese modelo que lleva la pelirroja te quedaría bien. .—Miró el programa—. Se llama...

Con la mayor indiferencia, dijo Victoria:

—No me quedará. Ella es más baja que yo.
Dan mordióse los labios e insistió:
—¡Vamos cariño! seguro te quedará estupendo. Mejor que a ella.
Y al mismo tiempo, Victoria pensaba que aquella noche tendría que decirle a Daniella que estaba prometida.

Entró como todos los días. Daniella le sonrió también como todos los días y, como todos los días, Victoria se quitó el gabán, lo tiró sobre una silla y se quedó ante ella con los brazos cruzados sobre su pecho y contemplándola indefiniblemente. La joven sostuvo aquella mirada sin parpadear. La suya era, como siempre, suave y melancólica. Y por primera vez, Victoria se preguntó si estaba haciendo daño a aquella criatura.

—Daniella, ¿no tienes ningún reproche que hacerme? —inquirió pausadamente.

—¿Reproche?

Victoria depuso su postura contemplativa y se derrumbó en una butaca junto a ella. Cruzó las piernas, levantando un poco las rodillas y apoyando los codos en éstas y la barbilla en los puños cerrados uno sobre otro. La miró fijamente.

—Daniella, yo ignoraba que tú fueras modelo y prestaras tus servicios en Carsino.

Ella pensó: «¿Y qué sabes de mí, en realidad?».

Pero en voz alta no dijo nada. Esperó.

Exquisita, muda y quieta, parecía una criatura en espera de una golosina. Victoria pensó, por segunda vez en aquella tarde, que era doloroso hacer daño a aquella criatura. Pero ella se lo estaba haciendo.

—Me viste con un hombre, Daniella, ¿No tienes nada que decirme?

—¿Y por qué he de decírtelo? —preguntó, bajo—. ¿Tengo algún derecho sobre ti?

—Me pregunto, Daniella, qué harías si fueses mi prometida y supieras que tengo una amiga íntima.

—Según la clase de amiga que fuera, Victoria, y según lo que tú consideres por intimidad.

—Sin límites.

Daniella suspiró y dijo resueltamente: —Te dejaría, Victoria.

—¿Sin reproches?

—¿Y por qué había de hacértelos? Al amor no se le puede forzar. Si tuvieras una amiga o amigo íntimo, si a su lado hallabas lo que yo no tenía, ¿por qué había de reprocharte ni retenerte? El amor para mí, Victoria, es algo muy grande. Muy puro, muy... Bueno—se ruborizó—. Estimo que es un sentimiento que no se debe forzar. Y considero, asimismo, que el verdadero amor no es disfrutar de él, sino hacer que lo disfrute el ser amado. Es una renuncia constante y yo... sabría renunciar, si con mi renuncia hallaba el ser amado la comprensión y la felicidad.

La contemplaba, absorto.

—Me asombras, muchacha. ¿Sientes así?

—Sí.

Victoria se puso en pie con presteza y la contempló analítica desde su altura.

—¿Lo sabías? —preguntó bajo.

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Casi desde que te conocí —replicó con naturalidad.

Victoria alzó una ceja. ¡Extraordinaria joven! ¿Tenía algún propósito definido?

—Bueno —se calmó—. ¿Y qué?

—¿Qué qué, Victoria?

—¿No tienes nada que decir?

—No, nada.

Victoria se sentó de nuevo, esta vez con impaciencia. Hacía varios meses que conocía y trataba a Daniella Bennett y no la conoció de veras hasta aquel instante.

—Muchacha —dijo de pronto, con voz un tanto alterada—, eres inteligente. Aunque no estás adiestrada en la vida, sabes de ésta lo bastante para darte cuenta de que tu reputación se tambalea. Cierto es que aquí, en Penzance, no te conoce mucha gente, pero no es menos cierto que tus compañeras de trabajo conocen a mi prometido y me conocen a mí, y saben que te visito en tu casa.

Calló. Esperaba tal vez que ella le interrumpiera, pero Daniella seguía mirándola y no decía nada.

—¿No crees, Daniella querida, que mi amistad te perjudica?

—Si tú eres feliz viniendo aquí, Victoria, no temo a nada ni a nadie. Además, no hemos hecho nada malo… solo mantenemos una amistad.

Victoria volvió a ponerse en pie con precipitación. De pronto se encontraba mezquina. Con rudeza, dijo:

—Eso es cierto, sin embargo, hablarían mal de ti. Pensarían que nuestra amistad es por conveniencia y que solo buscas algo de mí.

—Aunque lo hagan, Victoria, si tú eres feliz...

—¡Cállate! ¡Oh, cállate!

Y violenta, enojada consigo misma, dio la vuelta, cogió el gabán y el sombrero de plumas y gruñó:

—Es tarde. Hasta otro día, Daniella—. La joven se puso en pie y se quedó mirándola con expresión reconcentrada.

—Buenas noches, Victoria —dijo, suavemente.

Victoria salió con precipitación.

No volvió a aquella casa en toda la semana.


CAPÍTULO 04

Estaba insoportable, de mal humor. Hallándose junto a Dan apenas si le hablaba, en casa todo le parecía mal. En las oficinas nada encontraba a su gusto. Su padre la espiaba. Victoria no se percataba de ello.

Aquella tarde se hallaba sola en el salón-biblioteca. Tenía ante los ojos un libro que no leía, y en la boca un pitillo que se consumía solo. De pronto, se encontró pensando en Daniella. ¡Daniella! Hacía una semana que no la veía. Y con gran pesar se dio cuenta de que echaba de menos aquellas blancas tertulias donde la joven ponía toda su callada personalidad en escucharle, en atenderla, en sonreírle. La figura de Dan hizo acto de presencia con el aire resuelto. Y sus ojos duros, de pupilas diminutas haciendo la tonalidad azul dura, despiadada. No existía piedad ni humanidad en la persona de Dan, pero ella iba a casarse con él.

—¿Puedo pasar, Victoria?

Alzó los ojos. Allí tenía a su padre, sonriéndole alegremente.

—Naturalmente, papá —admitió, cortés—. Pasa y siéntate junto a mí.

Sir Lewis dejóse caer en una butaca frente a ella y encendió un habano cuya punta mordisqueó.

—Estás algo apagada esta temporada, hija—Y con suspicacia—: El asuntillo de la ribera te ha cansado, ¿eh?

En aquel instante, Victoria comprendió una cosa: padre vivía pendiente de sus reacciones con respecto a Daniella. Ello le desagradó en extremo, pero se abstuvo de demostrarlo.

—Me alegro por ti, —añadió el caballero repantigándose en la butaca—. Es consolador saber que mantienes íntegro tu buen sentido.

—¿Lo crees así?

—No lo dudo, pequeña. Estoy seguro que necesitas amistades. Eso no puedo reprochártelo. Si bien prefiero que no existan ese tipo de amistades en tu vida. Hay muchas chicas interesantes y a la par rica, de tu clase con quienes entablar amistades. Seguro a tu prometido, no creo que le haría mucha gracia que las mujeres de sus amigos, te menospreciaran por tener ese tipo de juntas…

Victoria apenas si escuchaba. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los párpados perezosamente entornados, observando a través de ellos, el arrugado rostro de su padre. Este, ajeno a la observación de que era objeto, y creyendo que su hija asimilaba cuanto él le decía, prosiguió:

—Por otra parte, he tomado informes de esa muchacha llamada Daniella Bennett. No debes hacerle daño, Victoria. Tiene sólo veinte años, carece de familia y, según referencias, hasta que tú la conociste era una chica conforme con su posición. ¿No quisieras enfrentarlas a todas esas damas con las que tu hermana, tu madre y tu futura suegra se rodean?

Parece ser que has tomado esta resolución y esto me llena de orgullo.

—¿De orgullo por mí o por ti?

La pregunta fue hecha con suspicacia. Pero sir Lewis no se percató de ello, tan entusiasmado se hallaba con la conclusión que creía adivinar en aquel asunto.

—Por los dos, diantre, por los dos: por tu, por tu nombre, por tu misma hermana. La decencia, Victoria, es algo de valor incalculable, y me siento orgulloso de que mi hija sea cabal.

—Me halagas, papá —dijo burlona. Pero tampoco sir Lewis se dio cuenta de que aquel acento de voz no era normal en su hija.

—Has sido siempre una hija modelo, cariño. Y el hecho de que sigas siéndolo me envanece.

Victoria se cansó de escucharlo. Se puso en pie y encendió un cigarrillo. A través de las espesas espirales, sus facciones quedaron un tanto difuminadas. Se balanceó sobre las largas piernas y continuó mirando a su padre, con expresión reconcentrada.

Indudablemente sir Lewis, su señor padre, creía de buena fe que Daniella era una joven oportunista. ¿Sacarlo de su error? No entraba en sus cálculos. Siempre hizo lo que consideró más conveniente, y jamás dio a nadie cuenta de sus actos. ¿Empezaba en aquel instante? ¡Oh, no! No era una jovenzuela imberbe y su padre aún no lo comprendía así. ¿Si había dejado de visitar a Daniella definitivamente? Por supuesto que no. Por el contrario, no hizo más que detener sus deseos una semana, que equivalía a dar una tregua a sus sentimientos.

Comprendió en aquel instante, mientras escuchaba a su padre, que en el pisito de Daniella hallaba la paz de espíritu que le era negada en otro lugar, por ejemplo junto a su hogar y sobre todo junto a su prometido. No había, pues, en sus visitas a aquella casa, deseo pecaminoso. Creyó que lo había, y de pronto se daba cuenta de que no era así.

—Victoria, ¿en qué diablos piensas para mirarme de esa manera?

Salió de su abstracción contemplativa, y dio unas cuantas vueltas por la estancia. De pronto se detuvo y dijo:

—Voy al club, papá.

El caballero se desconcertó.

—Hija, no me has contestado a nada.

—¿Y qué quieres que te conteste? Si te dijera que Daniella Bennett es una chica pura, ¿me creerías?

—Claro... claro que no.

—Por eso mismo, papá, no pienso discutirlo contigo. Permíteme que salga a dar una vuelta.

—Pero si son las doce. Una mujer como tu no puede andar hasta altas hora de la noche.

—Creí que ya habíamos aclarado ese asunto, padre. Y salió sin esperar respuesta.


Pulsó el timbre con fuerza. Era una hora intempestiva. Otra amiga de su círculo, no sabría disculparla. Daniella, sí.

Tardó en abrirse la puerta. El fresco rostro de Daniella apareció en el umbral. Esperaba que le reprochara aquella ausencia de una semana. No lo hizo. Era lo que más admiraba en ella. Aquel silencio acogedor, aquella serenidad siempre inalterable, aquel suave y cálido mirar de sus ojos, que infundía paz, como si ofreciera un remanso.

Y lo ofrecía. Ella iba a buscarlo y lo hallaba allí, en aquel piso bonito, exento de lujo, de colgaduras y tapices.

—Pasa —ofreció con aquella voz que enajenaba—. Pasa, Victoria.

—No sé si debo.

Y apoyada en el umbral, la contemplaba con incontenible ternura
—Si has llegado aquí, tendrás que entrar. Además, hace frío en la puerta.
Pasó y ella cerró.

Entraron una tras otra en la salita. Había una labor de punto en el cesto de mimbre, y en el sofá las huellas de Daniella. Vestía ésta unos pantalones negros, largos hasta el tobillo, calzaba chinelas y el delicado busto lo llevaba prisionero bajo un jersey también de color negro. Peinaba el pelo rubio rojizo hacia atrás, despejando el óvalo exótico de su rostro, donde los ojos ponían una nota de vida incontenible.

Ella se dejó caer sobre las huellas del sofá y alzó los ojos. Victoira continuaba de pie, con una mano en el cuello y otra en la cintura en su postura característica.

—¿No te sientas, Victoria?

Ni un reproche, ni una mirada equívoca. Una exquisita mujer, junto a la cual la vida tendría un sabor a ternura. ¡Ternura! Palabra que significaba algo grandioso, de lo que ella siempre había carecido.

—Quítate el abrigo —le dijo, bajo—. Aquí hace calor—. Obedeció casi en silencio, al tiempo de pensar que nadie hubiera creído en la pureza de aquellas relaciones. El que la viera entrar allí a aquella hora, sin duda pensaría horrores de la amistad con la muchacha desamparada y sola. Sonrió, sarcástica. Su padre, Dan, los vecinos... Todos...

Se sentó frente a ella. Daniella cogió de nuevo la labor.

—Daniella —dijo ella, de pronto—. ¿A qué hora te acuestas?

—No tengo hora. Como no madrugo, nunca tengo prisa. Sólo voy a la casa de modas por la tarde.

—No debí venir.

—¿Por qué no?

—No es una hora apropiada.

—Nunca miro el reloj.

—Dichosa tú.

—Imítame.

Se repantigó en la butaca y echó la cabeza hacia atrás. Entornó los párpados.

—Muchacha, no debiera perturbar tu paz —observó, apreciativa—. Y no obstante, aquí me tienes. ¿Qué busco en tu casa?

—No divagues, Victoria. ¿Para qué? ¿Crees en verdad que ello te proporcionará una respuesta? Si te la proporciona será desconcertante y mejor es no llegar a conclusión alguna.

—Pero sé que la vida, pequeña, no se compone de indecisiones.

—¿Y de qué se compone, Victoria?

La pregunta era simple, y, no obstante, carecía de respuesta clara. Encendió un cigarrillo y fumó aprisa, como si en el humo hallara un lenitivo.

—Ya me voy —dijo tras un silencio—. He venido a verte... —Y con fiereza—: Tenía que verte.

Ella alzó los ojos de la labor y la miró con expresión melancólica.

—Te lo agradezco, Victoria —dijo tan sólo. Y eran sus pocas frases como un aliento de paz espiritual.

Victoria se puso en pie y giró la vista en torno.

—Ni cuadros, ni tapices, ni siquiera alfombras y no obstante, tiene este piso el grato sabor de un hogar. ¿Y sabes, Daniella? Yo nunca tuve un hogar.

—Vives con tus padres y son buenos...

—¡Oh, sí! —rió, irónica—. Mis padres son buenos. Y una mujer como yo que se le ha permitido de todo no debe quejarse. ¿Para qué necesita una mujer como yo un remanso de paz hogareño? Es ridículo, ¿no?

—No lo es, Victoria.

Ella siguió diciendo, como si no oyera la interrupción: —Unos padres que jamás negaron una satisfacción que pudiera adquirirse con dinero. He tenido cuanto quise en esta vida. Coches, trajes, viajes... ¿Es eso todo, Daniella? Claro que no. La ternura de un hogar, el llegar a casa y saber que vas a encontrar una madre comprensiva, un padre interesado en tus asuntos. Un novio que te mira alentador.

—¡Victoria!

—Bueno —rió desagradablemente, al tiempo de ponerse el abrigo—, me estoy portando como una niña huérfana ansiosa de cariño.

—Las personas, a la hora de amar, es como un niño, Victoria.

La contempló cegadora.

—Sí, esa es una conclusión que a muchos parecerá absurda, pero yo la considero acertada. Buenas noches, Daniella.

—Descansa, Victoria, y no pienses en nada. Ella se encaminaba a la puerta y allí se volvió.

Con voz ronca, dijo:

—Me gustaría... Sí, sí, me gustaría quedarme a tu lado.

Y como ella no contestara, ella añadió con fiereza, como si se odiara a sí misma por haber dado salida a aquel deseo:

—Pero este solaz espiritual, este desear y no tener, que también proporciona apetito, no lo saborearía con tal sinceridad. Si me quedara a tu lado, Daniella, perdería la paz espiritual que ahora disfruto a tu lado. —Abrió la puerta—. Y me agrada esta paz. Es como una serenidad moral que detiene el pecado. Buenas noches, Daniella.

—Buenas noches, Victoria.

A la mañana siguiente, cuando la joven regresaba a su hogar tras dar un paseo, se encontró con Ruth.

—Tengo que hablarte, Daniella.

—Dime, Ruth.

—La portera estaba diciendo esta mañana, cuando yo salí de casa, que ayer noche...

No la dejó concluir. Hizo un gesto con la mano y observó:

—Lo has creído.

—Si tú me dices que no es cierto..., te creeré a ti.

—No te lo puedo decir porque es verdad.

Cruzaban ante el portal. La portera, desde su madriguera, las miró con suspicacia. Había en su acento al saludarlas una burla ofensiva. Daniella no se dio por aludida. Siguió su camino y Ruth, desconcertada, la seguía.

—Daniella...

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que no es cierto? Lo es. Tras una semana de ausencia, Victoria estuvo aquí.

—¡Dios mío, Daniella! ¿Por qué a esa hora, precisamente?

—No se lo pregunté. —Abrió la puerta del piso—. Pasa, Ruth.

Pasó. Con semblante adusto, se quedó contemplando a su amiga.

—Estás adquiriendo muy mala reputación, Daniella. Aquí todo el mundo conoce a los Schnaider. Nadie ignora las relaciones de Victoria con Dan.

—Siéntate, Ruth.

—Hija, no te comprendo.

—¿Qué puedo decirte? Muchas cosas. ¿Y me disculparías por ello? ¿Me comprenderías? No. Por eso prefiero seguir callada. No tengo padres ni hermanos a quien dar cuenta de mis actos. ¿Qué valgo yo, en realidad? Déjame vivir mi vida y que los demás piensen como quieran.

—Pero es que algún día querrás formar un hogar.

—No podré formarlo nunca con Victoria. ¿Qué me importan las demás mujeres u hombres?

—Pero ¿has perdido el juicio?

—Amo a Victoria. Eso es todo.

—Pero si nunca se estará contigo—. Daniella la miró censora.

—¿Y quién lo espera? —preguntó serenamente—. ¿Es que una mujer sólo ha de amar a la persona de quien espera la felicidad?  No, Ruth. Yo amo a Victoria, deseando que ésta sea feliz. Que esa felicidad se la proporcione yo o alguien más, ¿qué importa?

Continua ACÁ
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