CAPÍTULO 05
Sir Gillies parecía muy enojado. Lewis
lo apaciguó, prometiendo hablar de ello con Victoria.
—Como comprenderás —decía sir Gillies,
rojo por la indignación—, es absurdo que a estas alturas tu hija mantenga
amistades con una chica de esa clase. –nuestras amistades se reirán de
nosotros. Y no solo eso, que hacía a esa horas de la noche…cualquiera podría
pensar, que en vez de visitar a una amiga, más bien visita u amante.
—Bueno, bueno —apaciguó cachazudo sir
Lewis—, no hay por qué tomarlo tan en serio. Victoria siempre fue una mujer
sensata. Y nunca pondría entre dicho su integridad con una mujer….Le he dado
libertad a mi hija y ella ha sabido responder. Tú lo sabes en cuanto se case
con Dan, se volcará en su hogar y sus antiguas amistades. Y Dejará esas salidas
nocturnas
—Por eso mismo —bramó el padre de Dan—
me desquicia que a sus años haya decidido buscar este tipo de amistad…lo
toleras cuando son adolescentes…pero no ahora. Sobre todo cuando están al otro
lado de nuestras limitaciones. Y en
horarios poco decentes.
La chica carece de familia.
¿Y eso justifica que ella tenga que
salir hasta altas horas de la noche, sólo para ir a ver una pobre chica?.
—Victoria, en el fondo, es una
sentimental. No me gusta forzarla. ¿Comprendes? Prefiero que se dé cuenta por
sí mismo de lo equivocada que está.
—Y entretanto, todo el mundo murmura.
Y mi hijo en ridículo.
—Bueno, bueno, ya probaremos la forma
de arreglarlo.
—¿Por qué no le hablas tú?
Sir Lewis se guardó muy bien de decir
que ya lo había hecho y que no había sacado nada en limpio, pues Victoria se
limitó a oírle, y días después supo que continuaba visitando a la aventurera
como siempre. Y en todo caso, como era posible que su amigo y socio estuviar
hablando con él, cuando debería ser su hijo el que tuviera que hablar con
Victoria. Pero si dijera todo esto a su amigo, éste saltaría como un cohete, y
prefería apaciguarlo con buenas palabras. Luego hablaría a Victoria y ésta
tendría que escucharle.
—Lo haré —dijo con su habitual
diplomacia—. Claro que lo haré.
—Yo creo que debiéramos adelantar la
fecha de la boda.
—¡Hum!
—¿Qué pasa? ¿No te agrada la idea?
—Verás, Walter, Victoria no es una niña.
Sabe muy bien lo que se hace. Si yo la fuerzo... Me comprendes, ¿no?
—Por supuesto que no —bramó el padre
de Dan—. ¿Qué reparos pones ahora a una boda que siempre pensamos realizar con
satisfacción?
Sir Lewis palmeó la espalda de su
amigo, diciendo:
—No te pongas así, Walter.
Naturalmente que deseo esa boda tanto como tú, y Victoria la desea más que
nadie, pero ¡diantre!, deja que la chica haga su obra de caridad. No es para
tanto.
—Ve a decirle eso a mi hijo.
—Es verdad —convino—. Bueno, te
prometo que hablaré hoy mismo con Victoria.
—Estimo que la boda debe celebrarse
antes del invierno próximo. Por ejemplo, a principios de este verano que se
avecina.
—Yo creo que hace demasiado calor en
el verano —objetó cauteloso sir Lewis, pues conocía a su hija y sabía lo que
detestaba las imposiciones.
—Me casé en agosto —bramó sir Walter.
El padre de Victoria puso expresión inocente.
—¿Y no sentiste mucho calor?
—¡Lewis! —Refunfuñó sir Walter—. No
seas memo.
—Ni memo ni nada. Yo recuerdo que
pensaba casarme en junio, y Magda dispuso que lo hiciéramos en enero. ¡Diantre,
el frío es invitador!
—Al diablo, al diablo tus
razonamientos.
—¿No crees que la fecha de la boda
debieran acordarla ellos y no nosotros?
—Tú habla con Victoria y dile,
ordénale, que deje ese tipo de salidas y ayuda a chicas desamparadas...
—Lo haré así.
Y cuando se dirigía a su casa, pensaba
que abordar el tema no iba a ser difícil, pero convencer a Victoria lo iba a
ser mucho, ¿Y si fuera a ver a Daniella Bennett? Una buena idea, casi luminosa.
Eso es, hablaría con Victoria y luego...
—Me dijo tu secretario que me
esperabas.
—Sí, sí. Pasa y toma asiento.
—¿Alguna reunión comercial?
—No, claro.
Victoria enarcó una ceja. Era lo
bastante observadora para darse cuenta de que su padre estaba nervioso. Y el
hecho de desear hablarle en la oficina y no en su casa era muy significativo.
¿De nuevo Daniella? Se dispuso a escucharle. Victoria era una mujer calma, de
mucha flema, y no le asustaban los sermones paternos. A decir verdad, su padre
nunca le hizo reproche alguno, excepto desde que empezó a ir al otro lado de la
ciudad.. visitando a Daniella.
—Victoria...
—Te escucho, papá.
Sir Lewis titubeó. Se hallaba sentado
tras la mesa y aplastó las manos en el tablero como si pretendiera dar una
tregua a su pensamiento. Y Victoria, que lo comprendió así, no le interrumpió.
Calmoso, encendió un cigarrillo y fumó con fruición.
—Hace diez años que estás prometida a Dan,
Victoria.
Vamos, era de Dan y no de Daniella, de
quien iba a hablar. Esperó. Sir Lewis añadió:
—Ya no eres una adolescente, Victoria,
lo que indica que no existe obstáculo alguno que impida la realización de esa
boda.
—Nunca me he negado a casarme con el
hombre que tú me has elegido para esposo —replicó con mucha calma—. ¿A qué fin
deseas ahora precipitar los acontecimientos?
—Es que no eres una niña.
—Tampoco un vieja —objetó Victoria,
con flema—. Si mal no recuerdo, te oí decir muchas veces que tú te casaste a
los treinta y cuatro.
—¡Oh! —se sofocó el caballero—. Yo...
Bueno, yo no tenía el porvenir tan resuelto como tú. Además, esto es diferente…
—¿Por qué exactamente es diferente?,
Porque yo soy mujer y tu eres hombre…creí que ya habíamos pasado esa etapa,
cuando me confiaste las empresas.
Por supuesto que si. Las diferencias
eran otras.
¿Cómo cuales?
Bueno. -Has de saber que mi padre
vivió de sus rentas y como éstas no eran muy cuantiosas, nosotros, los hijos,
hubimos de buscar nuestro porvenir. Mi padre siempre tuvo a menos trabajar. Yo
salí de Londres con un pequeño legado que me dejó mi tía madrina al morir y me
vine aquí. Empleé mi dinero en acciones de las minas y en la flota pesquera.
—Y te hiciste rico.
—Eso es. Por ello no pude pensar en
casarme hasta que afiancé mi posición.
Victoria se echó a reír sarcástica, y
adujo un sí es o no burlón:
—Y te casaste con la hija del
principal accionista de las minas.
Sir Lewis se ruborizó. Por eso temía
hablar con su hija, porque no ignoraba que siempre salía él perdiendo. ¡Demonio
de Victoria!
—Bueno —rezongó—. Yo quise mucho a tu
madre.
—Nunca lo dudé, papá.
—Nos apartamos de la cuestión.
—¿Había alguna cuestión particular de
que tratar? —preguntó, flemática.
Sir Lewis se agitó. Malhumorado, dijo:
—Tu boda.
—Háblame de ello en otra ocasión, papá
—observó poniéndose en pie—. Precisamente a las siete tengo una reunión en mi
despacho. Se trata de un exportador de pescado. Nos conviene estudiar su
oferta. En cuanto a mi matrimonio, creo, sin lugar a dudas, que lo más lógico
es que lo tratemos Dan y yo.
—Muchacho, espera un instante.
—¿No hemos terminado, papá?
Le descomponía aquella superioridad de
Victoria, pero reconocía que la merecía. Victoria era una mujer lista, no sólo
para llevar a buen fin su vida particular, sino para realizar un buen negocio
donde otro fracasaba. Era, por decirlo
así, el eje y timón de la compañía, sin ella, todo hubiera ido muy mal. Y en
cuanto a forzarla, era contraproducente. No era Victoria de las mujeres débiles
como todas las que conocía Victoria no se dejaban dominar, y mucho menos
gobernar.
—Yo creo que debéis pensar en ello
—adujo, dominando su enojo—. Habla con Dan... Tía Peti...
—¡Oh! No me hables de esa maniática.
Sin haber señalado la fecha de la boda, ya nos hizo el regalo.
—Tía Peti es muy romántica.
Victoria ya estaba en la puerta con la
mano en el pomo.
—Yo no lo soy, papá. Y detesto los
sentimentalismos de las viejas solteronas.
—Hay que ser humano, hija.
—Siento serlo tan poco. Hasta la
noche, papá.
La dejó ir y consultó el reloj. Estaba
decidido. Se puso en pie. Eran las ocho en punto. Iría y le ofrecería a aquella
aventurera llamada Daniella Bennett, un cheque por valor... Bueno, ya señalaría
la cifra cuando la tuviera delante. Era seguro que ella preferiría el cheque a
al abandono de Victoria después que se casará y se volcará en su esposo e
hijos.
Una vez se cercioró de que Victoria,
en efecto, tenía una reunión comercial, alcanzó el sombrero y el gabán y se
lanzó a la calle.
Había comido ya. Le agradaba hacerlo
temprano. De esa forma, si Victoria iba a verla, nunca tenía prisa en que se
fuera. Claro que, por tener a Victoria a su lado, hubiera permanecido a dieta
todo el día.
Recogió el servicio y se dirigió a la
salita con una labor de punto en las manos. Habitualmente, la portera subía
todas las tardes a hacerle la limpieza del piso, pero hacía una semana que se
excusaba. ¡Qué iba a hacer! Presentía que todo se debía a su amistad con Victoria.
Antes, todos los vecinos la saludaban al pasar a su lado. Ahora la ignoraban cuando
se encontraban en la escalera o en el ascensor. Estaba segura que ellos pensaba
que solo se aprovechaba de la amistad de Victoria o incluso que ella permitía a
Victoria llevar a cabo algún tipo de romance clandestino, con quien sabe quien.
No podía reprochárselo ni renunciar a la preciosa amistad de Victoria.
Iba aquí en sus pensamientos, cuando
sonó el timbre. No era Victoria. Conocía su forma de llamar. Un toque suave,
corto y otro vibrante y prolongado. Se puso en pie y atravesó la salita y luego
el pasillo. Abrió la puerta. Un señor entrado en años, de porte elegante y
gallardo, la contemplaba con curiosidad. Al pronto, no supo qué decir. Por
supuesto, no le conocía. Conocía a muy poca gente en aquella ciudad. Además, no
era curiosa. Nunca le interesaba nada, excepto ella misma y Victoria.
—¿La señorita Daniella Bennett?
—preguntó el caballero, muy cortés.
—Yo soy.
—¡Oh!
Y con la exclamación, se quedó
mirándola embobado. De súbito, no supo qué decir, pues se encontró ridículo.
¿Era aquella criatura, de dulces y melancólicos ojos, la aventurera que
acaparaba la atención de su hija? Pero si era una chiquilla. Que experiencia
podía tener ella. O que consuelo podría recibir Victoria de una chica como
ella. Cuando a su lado tenía a su hermana o a las amigas de su hermana.
—¿En qué le puedo servir, señor? —
preguntó Daniella tan suavemente como le era característico.
— Pues...
—No podía decir, de pronto, el objeto de su visita. Tenía que sondearla,
observarla, analizarla—. Fui médico de su tía... Pasaba por aquí...
—Pase usted —ofreció ella—. No se
quede en la puerta.
—Gracias—. Y pasó.
—Por aquí —invitó Daniella, un tanto
desconcertada, y al llegar a la salita, pidió—: Tome asiento.
Así lo hizo. Sir Lewis estaba más
nervioso que sereno. ¡Diantre! El no esperaba hallarse con aquella criatura. No
creía atreverse a ofrecerle dinero. Es más, no creía posible poder descubrir su
personalidad. Tal vez, si valía la pena la amistad de ella con su hija… ¿Qué
diría Victoria si lo sabía? Había sido un estúpido dando aquel paso. Pero como
ya estaba iniciado, había que salir de él del mejor modo posible.
—Dice usted que era médico de mi tía.
—Eso es. Fuimos buenos amigos.
—Apenas la conocí —observó Daniella,
con su habitual dulzura—. Me legó esta casa y una pequeña renta. Fue muy buena
conmigo.
—¿Dónde vivía usted antes?
—En Londres. Quedé huérfana muy joven.
—¡Oh!
—Una se habitúa a la soledad.
—Pero no es consoladora.
—Por supuesto que no, si bien hay que
amoldarse.
—¿No tienes amigos?
—No. Amigas, bueno solo dos…
—Creí que...
—No —cortó—. No tengo amigos.
Sir Lewis no supo qué decir. Empezó a
hablar del tiempo y de las pocas diversiones de la ciudad. Y cuando quiso darse
cuenta, había transcurrido una hora y estaba hablando con aquella bonita
criatura como si la conociese de toda la vida.
Comprendió un poco a Victoria, su hija
rara vez entablaba amistad con su círculo, prefería estar metida en su
despacho…
Consultó el reloj y se puso en pie
aceleradamente, al mismo tiempo que se excusaba. Se despidió sin dar su nombre,
y Daniella quedó en la puerta desconcertada, sin saber qué pensar. ¡Qué hombre
más extraño! ¿A qué había ido en realidad?
Se alzó de hombros. Pronto llegaría Victoria.
Haría un poco de té.
CAPÍTULO 06
—¿Qué hay, pequeña?
—Ponte cómoda —replicó, con ternura.
Victoria se repantigó en la butaca y
estiró las piernas. La miró todo con creciente satisfacción, exhaló un suspiro
y observó:
—Es consolador tener un sitio así, un
refugio. ¿Sabes, Daniella? Todas las noches marcho con nostalgia. —Y riendo
tibiamente, añadió—: Aunque estrecháramos los límites de nuestra intimidad, tú
no pecarías.
—¡Victoria!
—No, no te lo estoy proponiendo. Tal
cosa destrozaría esta suave intimidad. Pero si te lo pidiera, ¿aceptarías?
Ella titubeó, y al fin dijo, en tono
apagado: —Sí.
Victoria se puso en pie con presteza y
giró en redondo. De espaldas a ella, dijo con raro acento:
—Ojalá pudiera hacerte mi mía—. Daniella
no contestó. Entonces, Victoria dio la vuelta y le escrutó de frente.
—Daniella, conoces mi compromiso.
—Sí.
—Voy a casarme.
—Lo sé, Victoria.
—¿Lo sabes?
—Un día u otro tendrás que hacerlo.
—Y tú te conformas —bramó.
—¿Qué puedo hacer?
Victoria se dejó caer de nuevo en el
sillón y entrecerró los ojos. Con brusquedad, dijo:
—No sé si te amo, pero de lo que sí
estoy segura es de no amar a Dan y, no obstante, me voy a casar con él. ¿Es
esto razonable? Si algún día tengo hijos, jamás me inmiscuiré en su vida
sentimental. Que hagan lo que quieran. Sólo una vez se vive en esta vida. Y
aunque parezca larga, es, para nuestra desventura, demasiado corta. Y uno debe
disfrutarla.
—No divagues, Victoria.
—Mi vida es una continua divagación.
Pienso en ti. Pienso constantemente. Cada vez que salgo de esta casa, llevo en
la boca el anhelo de un beso que nunca te di. Sé que si saciara mi hambre en el
pecado de tu amor, te perdería, y yo... a mi vez, no podría besar jamás a
alguien más. ¿Me comprendes?
—Sí, Victoria.
—Por eso odio mi vida y mi compromiso
matrimonial. Cuando estoy junto a Dan lo detesto, porque es el obstáculo que se
interpone en mis deseos. Me envidian. ¿Qué me envidian? Lo poseo todo, o al
menos aparentemente todo. ¿Qué poseo, en realidad? ¿Qué me envidian? ¿Mi
dinero?
—¡Victoria, te atormentas!
La contempló, cegadora.
—¿Y tú, no vives atormentada?
—preguntó, reconcentradamente.
—No —se ruborizó—. Soy feliz si tú lo
eres.
—Pues yo no lo soy, Daniella —bramó—.
No lo puedo ser. Me voy a casar, voy a poseer un hogar propio y anhelaré con
alma y vida este refugio, esta paz, ese tu mirar, esas tus sonrisas, esa tu voz
que es para mí como una ventura celestial. ¿Te das cuenta, Daniella?
—Soy toda tuya —dijo, con cálido
acento—. Tómame si ello te proporciona un bien, o déjame y no vuelvas si crees
que tu tranquilidad de espíritu depende de esas ansias.
—Y tú...
—Yo... ¿Qué importo yo?
—Es lo que me descompone, pequeña: esa
tu ofrenda, esa tu renuncia.
Estaba de nuevo en pie y se agitaba.
Indudablemente, luchaba consigo misma. ¿Si la quería? ¿Y si no era amor, qué
era aquello que sentía arder con ansiedad en sus entrañas? Con rabia, alcanzó
el gabán dijo:
—Mañana me iré a Londres. No puedo
más. Necesito unos días libres de ataduras. Necesito encontrarme a mí misma. Y
si a mi regreso puedo pasar sin verte, nunca volveré. Me casaré con Dan, que es
mi deber. Adiós, pequeña.
—Adiós, Victoria.
—Eres valiente y digna —dijo,
mirándola contemplativa—. Y por mi culpa estás pasando por una aprovechada.
—Cállate, Victoria.
—Renuncias a la felicidad por mí. Alguien
más podía darte esa felicidad.
—Prefiero saber que tú eres dichosa.
—Y te conformas.
No se conformaba, pero ella era antes
que nadie, que ella, que todos. Hurtándole la mirada, susurró: —Vete, Victoria.
—Quisiera darte un beso —dijo,
reconcentradamente—. Pero un ser humano, si es bueno por resistir, mejor es por
renunciar a lo que desea y no le pertenece.
Y salió casi corriendo, como si
temiera arrepentirse.
Dan, según propia opinión, había
aguantado mucho, y en aquel momento estallaba. No podía más. Sus pequeños
ojillos, de pupila diminuta, centelleaban. Hablaba sin cesar, mientras sus
pasos medían la lujosa estancia de lado a lado.
Victoria la escuchaba sin parpadear.
Estaba hundida en un sillón, con las piernas cruzadas y un cigarrillo entre los
labios. Tenía los ojos perezosamente entornados y seguía los pasos de Dan con
regocijo.
No conocía aquella faceta del carácter
de Dan, y el hecho de aquel descubrimiento, en vez de enojarle, le regocijaba.
Él, exasperado por su impasibilidad
flemática, se detuvo junto a ella y gritó:
—Y estoy harto, ¿me oyes? Muy harto.
Eres la visión de Penzance. Todos te miran con desdén
Porque creen que visitas a esa chica
solo para mantener una relación con algún amante.
Por mantener relaciones dudosas con
una aventurera de ese calibre.
—Querido, se te inflaman las venas del
cuello
—Dan se acercó un poco más a
ella. Estoy harto de ser el hazme reír
de nuestras amistades. Posó una de sus manos en el dedo donde Victoria llevaba
la sortija, tuvo la intención de arrancarlo, pero de súbito cambió de idea.
Conocía a Victoria lo bastante bien para saber que si le quitaba del dedo aquel
brillantes, ella jamás volvería a aceptarlo. A cambio de eso, sólo acarició las
manos de está. Y le quitó suavemente el cigarrillo. Se giró y empezó de nuevo a
pasearse y Victoria lo siguió con la mirada tranquila.
—Y ahora te vas a Londres —giró Dan,
perdiendo el control de sus nervios—. ¿Piensas que voy a creer que vas sola?
¡Oh, no! Aquella mosquita muerta de ojos lánguidos. No me engaño, no —gritaba
enardecida, sin saber lo que decía—. Con su mirada de chico bueno... A mí no se
me engaña. Te engaña a ti porque estás ciega. Porque eres tan idiota y no te
das cuenta que solo te va a utilizar y dejará tu reputación y la mía por los
suelos. No volveré a pasar por lo mismo.
—Se detuvo frente a ella, que la
miraba con vaga expresión, y gritó histéricamente—. Creyó que a mí me engañaba,
pero no. ¿Lo oyes? No. Tan modosita, tan fina, tan... Iré a verla otra vez y no
tendré piedad.
Cayó bruscamente. Victoria se había
puesto en pie y lo miraba cegadora, con tal cólera que nunca había visto antes
retrocedió.
—¡Victoria! —susurró.
—Has ido a su casa —dijo ella, fría,
cortante—. Has ido... Tú has ido allí... —Lo asió por un brazo y lo sacudió—.
¿Cuándo? ¡Di! ¿Cuándo has ido?
—Suéltame.
—¿Cuándo?
E implacable, lo sacudía. Dan,
comprendiendo que había ido demasiado lejos con sus palabras, no quiso
rectificar, y gritó desafiándola:
—He ido, sí. ¿Qué pasa?
Ella se enfrió bruscamente. Lo soltó
y, dando la vuelta, dijo despiadada:
—No vuelvas a hacer algo estúpido como
volver a molestarla, o me olvidare del compromiso. Eres un odioso. Nunca me di
cuenta hasta este instante. Y salió sin volver la mirada.
Sir Lewis se hallaba muy tranquilo en su
despacho cuando oyó los inconfundibles pasos de su aristocrático socio avanzar
por el largo pasillo.
Sir Walter empujó la puerta de la
oficina y entró como una tromba. Espetó el objeto de su visita y se desplomó
frente a la mesa del despacho, tras la cual el padre de Victoria lo escuchaba
estupefacto.
—Dan ha sido humillado por tu hija, y
esto sólo puede olvidarse con la boda. Ni a ti ni a mí nos conviene separar
nuestras firmas. Pero por mil demonios que a ti te interesa mucho
menos—Extendió el dedo apuntando con él al atónito caballero—. Y ten en cuenta,
Lewis, que si esto no se repara...
—Bueno, bueno, que yo me entere de lo
que ocurre. No creo a Victoria capaz de humillar a nadie mucho menos a tu hijo.
¿Quieres explicarte, Walter?
A borbotones, como pudo, a punto de
padecer un ataque de apoplejía, Walter refirió lo ocurrido entre su hijo y Victoria,
terminando de esta manera:
— Salió de casa hará cosa de una hora,
insultando a Dan y amenazándolo con
cancelar el matrimonio. ¿Te das cuenta, Lewis?
Este metió el dedo entre el cuello y
la camisa y se agitó. Claro que se daba cuenta. ¿Qué diría Victoria si supiera
que él también había ido a casa de Daniella? Limpió el sudor que perlaba su
frente y permaneció callado, sin saber qué decir.
—¡Lewis! —Bramó sir Walter, perdiendo
la paciencia—. ¿No tienes nada que decir?
—Diantre, sí —apaciguó—. Pero no
grites tanto, amigo mío. Los empleados van a enterarse y no hay necesidad. Y
dices...
—Digo que si en toda esta semana no se
señala la fecha de la boda, rompo todos los compromisos que tengo contraídos
contigo y Dan se va al extranjero.
—Calma, calma.
—¿Más calma aún? Pero si vengo
teniendo demasiada desde que tu hija cumplió la mayoría de edad y tu hija se
rehúsa al matrimonio.
—Te prometo que hablaré con Victoria.
—Es que si esto no se soluciona
rápidamente... Si no se soluciona, Lewis...
Y poniéndose en pie, se marchó
amenazador, dejando a medias las palabras. Sir Lewis aplastó las manos sobre el
tablero de la mesa y quedó rígido como una estatua. El asunto se iba poniendo
feo, y lo que es peor, él no podía forzar a Victoria. Su hija no era dócil como
su hermana o las otras chicas. Al contrario, tenía espíritu de contradicción.
Por eso él, su padre, no se oponía abiertamente a sus amistades. De haberlo
hecho así, Victoria ya estaría lejos de allí y relacionándose con quien ella lo
quisiera. Ahora se lamentaba no haber hecho caso a su esposa cuando le advirtió
sobre dejar tanta libertad a Victoria. Ahora tenía que evitar que cancelara la
boda a toda costa.
Pero, ¿cómo? ¿Aduciendo las mismas
razones que había aducido su socio? ¡Oh, no!
Se puso en pie. Lo consultaría con su
esposa. Magda era una mujer observadora y sabía hacer las cosas con cautela.
Lady Magda se hallaba en el saloncito
de la planta baja, sentada junto a la chimenea encendida y teniendo una revista
de modas sobre las rodillas. Cuando su esposo llegó, la besó en la frente y se
dejó caer frente a ella.
—Muy pronto has venido hoy —dijo la
dama.
—Estoy preocupado, Magda. Sumamente
preocupado.
—¿A qué se debe ello?
—Victoria.
—¡Ah!
Y se quedó ensimismada, contemplando a
su esposo. —Bien, Lewis, explícame las causas.
—Tú ya sabes que Victoria amistades
fuera de nuestro círculo y lo peor de eso es que utiliza a esa chica para
mantener una relación clandestina...
—¡Oh, sí! Pero... ¿no había terminado
todo eso? —El caballero suspiró con desaliento.
—Eso creí, pero me equivoqué.
Y a renglón seguido refirió la
conversación sostenida con Victoria, lo ocurrido un momento antes con sir
Walter y, por último, confesó su visita al piso de Daniella Bennett.
Lady Magda guardó silencio por espacio
de unos minutos, al final de los cuales exclamó censora:
—Mal hecho por parte de Dan, Lewis, y
mal hecho por parte tuya también. Dan ha descendido en el concepto que tenía
formado de él lo tenía por un caballero, y tú...
—No puedo tolerar que una aventura se
lleve limpiamente a mi hijo.
—¿Y te pareció que la chica sirve como
tapadera a nuestra hija? —preguntó la dama con acento suspicaz.
Su esposo pasó la mano abierta por las
sienes y limpió el sudor imaginario que las perlaban.
—Bueno —exclamó, eligiendo su frase
favorita—. Creo que no.
—Parece mentira, Lewis, que conociendo
a tu hija, hayas creído ni por un solo instante que mantiene relaciones fuera
del matrimonio. A Victoria, querido Lewis, a pesar de todos los arrebatos de
Victoria, jamás haría una cosa semejante.
¿No lo comprendes? Tanto tú como Dan
habéis tenido poco tacto. Victoria, por sí sola, hubiera dejado de ir al piso
de esta joven.
—Pero Victoria tiene que casarse,
Magda. ¿No lo comprendes? Sir Walter lo exige así, y nuestros negocios dependen
mucho de su firma.
—Sí, querida, sí. Lo comprendo
perfectamente.
—Si tú le hablaras a Victoria...
—¿Otro más? Pero, Lewis, ¿es que aún no
has caído en la cuenta de que Victoria hay que dejarla obrar sin forzarla?
Queden las cosas como están y esperemos.
—¡Imposible! Walter me exige una boda
rápida—. La dama sonrió, irónicamente.
—Querido Lewis, no seas ciego. Tú, y
perdona que te lo diga, eres demasiado impresionable. Walter quiere inquietarte
y en cierto modo lo ha logrado. Te aseguro que Dan no está dispuesto a perder a
Victoria sólo porque su padre sea un impetuoso. Esperarán, cariño, y sólo así
lograrán encarcelar a Victoria. Y si queremos ver a Victoria casada con Dan,
deja a tu hija en paz. No le forcéis ni recordéis sus amistades.
Y sonriendo beatíficamente, colocó la
mano en el hombro de su esposo y le dijo:
—Con calma todo se consigue.
CAPÍTULO 07
—Creí que te habías ido a Londres—. Victoria
no respondió. La miraba, y Daniella preguntó tímidamente: —¿Por qué me miras
así?
Al pronto, no contestó. Seguía
mirándola, y había en la expresión de sus ojos una infinita ternura que
estremeció a Daniella hasta el fondo mismo de su ser. Después, sin dejar de
mirarla, se aproximó a ella, le puso una mano en el hombro y dijo, bajo:
—¿Por qué no me lo has dicho?
—¿Decirte qué?
—Que Dan vino aquí.
—¡Oh!
Y nerviosa, dio la vuelta, se apartó
de ella y quedó frente a la ventana, de espaldas a Victoria. Esta avanzó hacia
ella y le puso las dos manos en los hombros. Inclinandose hacia ella y su boca
rozó el cuello femenino. Fue como si los inflamara una corriente eléctrica. Daniella
temblaba, y Victoria la apretó nerviosamente contra sí. La apretó de tal manera
que por un instante la joven perdió la respiración y se estremeció de pies a
cabeza.
—Voy a tener que venerarte —dijo Victoria,
con bronco acento—. Venerarte, sí, como si fueras una reliquia.
—Suéltame, suéltame.
—Sí, sí.
Pero no la soltaba. Nunca había
deseado besar ni poseer a Dan ni a nadie más hombre o mujer, Y en cambio, en
aquel instante, hubiera dado media vida por hacer suya a Daniella. Pero era una
mujer razonable, pensadora, y respetaba a aquella chiquilla a la que todos deseaban
hundir en el cieno. Ella no podía ser una más. Sólo pronunciar una palabra y Daniella
hubiera sido suya, pero ella no podía decir aquella palabra. Tenía que
renunciar a Daniella, a su ternura, a sus cálidas tertulias, a sus miradas, al
sonido suave de su voz... Daniella... Sí, pero era... era su deber.
La soltó sin haber rozado sus labios,
pues de haberlo hecho ya no tendría voluntad para renunciar a ella.
Se alejó y se hundió en una butaca con
las sienes oprimidas entre las manos crispadas.
—Victoria —susurró a su lado la voz de
niña buena—. Victoria, cariño...
—Voy a alejarme de ti —dijo ella roncamente,
sin mirarla—. Te hace daño mi amistad. Y te venero demasiado para consentir que
las malas lenguas se ceben en ti.
—No, Victoria. Me hará más daño tu
ausencia.
—Cállate, Daniella. Prefiero no
verte... —Alzó los ojos. La miró fijamente—. ¿Te das cuenta? Tengo mi palabra
empeñada. He de casarme, aunque la odie.
—Sí, Victoria.
—Es lo que me descompone —gritó—. Tu
conformidad.
Una extraña mueca distendió los labios
de la joven.
—Victoria —y le puso una mano en el
hombro—. No estoy conforme, pero tú debes cumplir con tu deber, estás obligada
a ello. Pero no dejes de venir a verme. Con oír tu voz, con verte... yo soy
feliz.
—Una falsa felicidad.
—Es... un poco de felicidad, mejor que
no poseer nada. Aunque sea por la puerta falsa, Victoria. Aunque mis vecinos no
me saluden en la calle, aunque tu novio me desprecie... Tú no lo haces y es
bastante para mí.
—Tu dignidad, Daniella...
Y apretó contra su boca las dos manos
femeninas. Daniella lo envolvió en una tierna mirada.
—Mi dignidad, Victoria —dijo bajo—.
¿Qué significa en realidad? Que el mundo entero me desprecie, no me importa.
Sólo me interesas tú, y sé que no me despreciarás jamás.
—Te veneraré siempre —soltó sus manos
y se puso en pie. Contemplándola pensativo desde su altura, añadió—: Creí que
podría ser fiel a mi esposo con los hechos y los pensamientos. Soy una mujer
recta, Daniella. Lo he sido siempre. Y es lo que me descompone, lo que me
empequeñece, lo que me mengua ante mis propios ojos, el hecho de haber perdido
mi rectitud. Tendré que fingir y soy enemiga de comedias. Tendré que pertenecer
a alguien más y estaré pensando en este piso y en tu persona. Y no quiero ser
un ente falso. Si me caso, Daniella —dijo resueltamente—, y tendré que casarme,
renunciaré a ti desde el instante que señale la fecha de mi boda. Y... voy a
señalarla.
La joven no contestó. La miraba
quietamente.
—Te tomaría en mis brazos —añadió,
retrocediendo hacia la puerta— y te apretaría y no te soltaría jamás. Y te
llevaría en mi corazón como una reliquia. Te veneraría, pequeña, pero no puedo.
—Sí, Victoria...
—No sé si volveré, muchacha.
—No vuelvas si ello te consuela.
Se agitó cual si la sacudiera un
huracán.
—No me consuela —gritó—, pero te
evitaré males mayores. Y he de evitártelos.
Ya estaba en la puerta. Seguía
mirándola como si pretendiera llevarla en la retina. Sin dejar de mirarla,
abrió la puerta y quedó erguida en el umbral.
—Daniella...
—Adiós, Victoria.
—Necesitaré tu presencia el resto de
mi vida; no sé si podré renunciar a ella...
—Vete —casi suplicó—. Vete pronto, Victoria.
Victoria la miró en silencio, por
espacio de minutos que a la joven le parecieron siglos. Luego salió casi corriendo.
Por un instante, Daniella quedó
erguida en mitad de la estancia. Después fue retrocediendo y se dejó caer en el
diván con la cara alzada y los ojos secos, muy abiertos.
Transcurrieron los días pesados y
monótonos. Por la prensa local supo que Victoria Schnaider se había ido a
Londres...
Aquella tarde se encontró con Ruth a
la salida del trabajo. Bajaron juntas la suntuosa calle. Daniella, ensimismada
en sus propios pensamientos; Ruth, respetando su silencio. Pero de pronto,
exclamó:
—Debieras alternar un poco.
—¡Bah!
—No puedes consagrar tu vida a una
mujer que va a pertenecer a otro.
—¡Oh, cállate!
—Te aprecio demasiado para callar.
¿Qué filtro te dio Victoria Schnaider? Y lo curioso es que Victoria nunca tuvo
en Penzance fama de voluble y aventurera.
—No lo es.
—Pero destroza tu vida.
—Por favor, Ruth.
—Gustas a los chicos. Yo oigo
conversaciones. No te dicen nada porque...
—Lo sé. Pues se equivocan, Ruth
—apuntó serenamente—. No tapo sus relaciones clandestinas y tampoco soy la amante
de Victoria. Aún no lo soy. Pero no veas en ello —apuntó con dolorosa
sencillez— una virtud que yo no poseo. No soy yo la que renuncio, Ruth, es ella;
por eso la amo tanto.
—Dios mío, Daniella, estás pérdida.
Nunca podrás amar a alguien más, y Victoria se casará con Dan Gillies. Al
principio te añorará, pero después, la vida de hogar, los hijos, los negocios,
sus deberes de esposa y madre... te apartarán más y más de su pensamiento, y
llegará un día en que serás un dulce pasado en su existencia. Y entretanto,
querida, ¿qué será de ti?
—¿Y qué importa? —se agitó—. ¿Qué
importa? ¿Acaso crees que lo primero es mi porvenir? No concibo la vida sin Victoria.
Ruth se detuvo en seco. Cogió a su
amiga por un brazo y acercó su rostro al de ella, como si la conociera en aquel
instante y, en vez de ser una mujer, fuera un objeto raro a quien valoraba.
—Oye —dijo tras un titubeo—. Tú estás
loca. ¿Sabes lo que dices? ¿Crees que el cielo ha de perdonar tu pecado?
—No pequé. ¿O es pecado amar a una
mujer y renunciar a ella y consagrarle la vida espiritual que nos queda?
—Daniella, te admiro y te desprecio.
¿Comprendes tú esta paradoja?
—No voy a estudiarla, Ruth —dijo, sin
alterarse—. Sigamos. La gente nos mira.
—No vayamos a casa, Daniella. No
podría soportar la soledad de mi alcoba.
De pronto Ruth la asió por el brazo y
propuso:
—Vamos a mi piso.
—¡Oh, no! Prefiero pasear.
—¿Y por qué no vamos a una cafetería?
Hoy me siento espléndida. Te invito.
—Preferiría...
—Vamos, querida Daniella—. La miró
fijamente.
—¿Tú no tienes miedo del cieno que me
cubre? ¿Tú... crees en mí?
Ruth desvió la mirada, pero dijo
resueltamente:
—Sí.
—Entonces, acepto tu invitación.
Cuando Ruth se decidía a invitar a una
amiga, lo hacía de modo espléndido. Nada de lugares escondidos ni de media
categoría. Por eso aquel atardecer de últimos de invierno, asió a su amiga por
un brazo y atravesó la calle. Había muchos automóviles aparcados a lo largo de
la avenida, y en aquella cafetería de las más modernas y concurridas de Penzance.
A la par de esta cafetería se hallaba el Club Náutico, centro de reunión de los
opulentos. Sus terrazas y las de la cafetería colindaban, separadas únicamente
por una balaustrada de bronce muy pulido.
Daniella y Ruth buscaron una mesa en
la terraza de la cafetería, casi rozando aquella balaustrada. Las contemplaron
con admiración. Eran bonitas las dos, jóvenes, escandalosamente joven la rubia,
de elegante atuendo deportivo. Tenía unos ojos que deslumbraban. La otra, Ruth,
era también muy bella, pero menos luminosa. Nadie las tomaría por empleadas, si
bien se las conocía a ambas, una por ser modelo del Carsino, y otra por
trabajar en unas importantes oficinas del Estado.
—Estoy un poco avergonzada —dijo Daniella,
ruborizándose.
Ruth rió con desenfado.
—¿Por qué? ¡Bah! Algún día hay que
salir del cascarón, y tú vives demasiado metida en tu concha.
—Nos miran.
Ruth volvió a reír, y por encima de la
mesa buscó los finos dedos de Daniella y se los apretó suavemente.
—Daniella, es lo que no le perdono a Victoria
Schnaider, que te visite en tu piso, que no se esconda para hacerlo, y luego no
te exhiba en público. ¿Qué significas para ella?
—No hables de eso. Por esta tarde
olvidémosla. Pero si ello te consuela, te diré que Victoria siente por mí lo
que yo siento por ella.
—Pero se va a casar.
—Tú sabes mejor que yo desde cuándo
está prometida.
Un auto se detuvo en aquel instante
ante las escalinatas del club. Descendió una dama y un caballero. Ruth le tocó
en el brazo a su amiga.
—Ahí los tienes.
—¿Quiénes?
—Los padres de Victoria. Y él te mira.
¡Caray! Y dice algo al oído de su esposa. Y lady Magda te mira a la vez. Estoy
segura que te reconoce como modelo de Carsino.
Daniella alzó los ojos y una densa
palidez cubrió su semblante. Se encontró con los ojos de aquel caballero... Por
un instante no supo qué hacer ni qué decir. Desvió la mirada como aturdida y
quedó ensimismada.
Aquel hombre... el médico que atendió
a su tía...
—Daniella...
—¿Qué?
—¿Qué te ocurre?
—Nada. Dices que es el padre de Victoria...
—Desde luego. Y la dama que le
acompaña es lady Magda, su esposa.
—Comprendo.
—¿En qué piensas?
No respondió. Tomaba a pequeños sorbos
el combinado. Sentía sobre sí la aguda mirada de lady Magda, que, sentada al
otro lado de la balaustrada, conversaba en voz baja con... el médico de su tía.
¿Por qué había ido aquél hombre a su
casa, revestido de una personalidad que no le correspondía? ¿Sólo por el deseo
de conocerla? ¿Y con qué fin? Primero Dan, después... La acosaban. Iba a
odiarlos a todos. ¡Si Victoria lo supiese! Pero Victoria no sabría nunca que su
padre había descendido hasta ir a su casa. ¡Oh, no! No lo sabría jamás.
—Daniella...
—Vámonos, Ruth.
—Claro que no. Pagamos por estar aquí,
y no poco, ¿sabes? Eres mi invitada.
—Si bien nunca debiste traerme a este
lugar —dijo bajo, reprobadora—. Hay otros muchos donde una pasa inadvertida.
—Al diablo ellos, querida mía. ¿Es que
además de soportar las vejaciones de tus vecinos vas a ocultarte como una
ladrona?
—Eres muy buena, Ruth, pero... Yo no
he nacido para exhibirme en estos lugares.
Se puso en pie y Ruth, malhumorada,
hubo de imitarla. Dejó un billete sobre la mesa y ambas descendieron hacia la
calle seguidas por muchos ojos masculinos. Daniella sentía arder su espalda.
Estaba segura de que lady Magda y sir Lewis la seguían con la mirada.
Nerviosa, asió el brazo de su amiga y
juntas desaparecieron en la calle, confundiéndose con los transeúntes, que a
aquella hora la paseaban de arriba a abajo.
—Pronto llegará el calor, Daniella. Y
aquí se reúne lo mejorcito de Inglaterra. Es un centro de veraneo bastante
apacible, y los ricos lo buscan para descansar. ¿Sabes por qué te digo todo
esto? Porque vendrá un hombre que el destino te tiene reservado y olvidarás a Victoria.
Una triste sonrisa curvó los labios
seductores de Daniella.
—¡Olvidar a Victoria! —susurró,
incrédula—. No lo creo posible, Ruth. Di que ella me olvidará a mí. Pero yo a
ella... ¡Lo considero tan imposible!
—¡Dios de Dios! —rezongó Ruth,
malhumorada—. Cada vez odio más a Victoria Schnaider.
Daniella no contestó. Miraba a lo
lejos con nostalgia.
CAPÍTULO 08
No hablaron de ello en toda la tarde.
Pero al hallarse en el saloncito de su casa, solos y ante dos tazas de té, lady
Magda desahogó su preocupación.
—Lewis, ¿estás seguro?
—Por supuesto.
—Me roe la inquietud, Lewis. ¡Oh, sí!
Yo creí que se trataba de una mujer moderna, arrogante, deslumbradora, de esas
mujeres que ciegan a los hombres por una temporada. Y no es eso. Es... todo lo
contrario seria incapaz de permitir que en su casa se lleve a cabo amores
clandestinos, y Victoria es una mujer inteligente y dueña de si… Lewis,
Victoria no es un ser voluble. Nunca ha dado de que hablar es integra.
—Lo sé, Magda. Precisamente por eso no
sé qué hacer.
Lady Magda cruzó una pierna sobre otra
con nerviosismo y la descruzó al instante.
—Tendré que hablar yo con Victoria
—decidió.
—No irás a decirle que conociste a su
amiga.
—No. Abordaré el tema desde otro
ángulo, si bien aún ignoro lo que diré, ni qué ángulo elegiré para ello.
—Temo que Victoria no te escuche.
La dama suspiró.
—Me escuchará —dijo, pensativa— porque
no reñiré con ella ni la forzaré a una réplica pronta, pero haré de forma que
descubriré sus verdaderos sentimientos con respecto a esa joven... si solo es
una bonita amistad o le paga para que consienta sus fechorías. —Y, angustiada,
añadió—: A menos que…. Se perdió en sus pensamientos, al principio creyó que
toda la angustia era porque Victoria hiciera amistades fuera de su élite, algo
que no era tan grave. Luego la angustia fue mayor cuando hubo la posibilidad
que la chica le rentará su casa para tener encuentro fortuitos con algún
amante. Eso era más grave aún. Ahora, otra idea pasó por su cabeza…Amaba a sus
dos hijas, su querido esposo siempre había deseado tener un varón, pero la
gracia de Dios no fue totalmente agraciada con ella. A cambio le había dado dos
lindas mujercitas. Sir Lewis, al principio mostró decepción y ella temió que
sus pequeñas fueran objeto del desamor de sir Lewis. Sin embargo, el padre
mostró total devoción para con sus pequeñas….al grado que cuando Victoria
cumplió diez años prometió que ella ser haría cargo de la firma familiar. Magda
no había estado de acuerdo. No quería que su primogénita tuviera semejante
responsabilidad por eso rogaba que Dios le diera fuerza suficiente a su adorado
esposo para sostener el negocio hasta que la mayor de los Schnaider contrajera
matrimonio y el futuro esposo se hiciera cargo del negocio cuando el jefe de la
familia ya no pudiera. Por esa razón había comprometido a los pequeños, qué más
daba eran socios todo quedaría en familia. Sir Lewis no pensaba lo mismo, jamás
permitiera que otro se hiciera cargo de su negocio que tanto le había costado
levantar. Así, que fue ahí donde decidió que Victoria estudiaría leyes. Magda
por supuesto se oponía, pero cuando Victoria demostró gran agilidad para los
negocios y cada vez subían las acciones, dejó de preocuparse. Se le había dado
tanta liberta a Victoria, ella hacía lo que quería, pero jamás ofendía a su
familia. Su hija siempre había demostrado ser muy diferente a la femenina
Jully, y siempre procuraba mantener amistades con los hijos de los amigos de su
padre, al parecer según había comentado una vez Victoria, las chicas la volvía
loca, porque solo les interesaban los novios, ir de comprar y tomar él te. Eso
Magda solo le causó gracia. Ahora estaba en un dilema, Victoria jamás había
puesto mucho interés en Dan. Tal parecía que era uno más de sus empleados,
cuando los veían juntos, Victoria siempre parecía distante incluso hasta
aburrida. Magda se lo achacó tanto trabajo. Sin tan siquiera su se hubiera
negado a la petición de su padre de manejar los negocios. Tal vez la relación
con Dan fuera diferente. Ahora después de haber visto a la chica de la ribera
había sacado otra conclusión…y si su hija realmente no tenia un amante, y si,
sinceramente Victoria solo buscaba una amistad….la chica era demasiado joven,
escandalosamente joven y bella… y si Victoria buscaba otra cosa no que fuera
amistad… y si….
—Estoy pensando, Magda...
—Dime, Lewis...Su esposo la saco de
sus atormentados pensamientos…
—¿Y si volviera a su casa y le
ofreciera una fortuna? Tal vez la dulce expresión de su rostro no corresponda a
su moral.
—Cállate, Lewis, ¿Es que aún no te has
dado cuenta de que esa joven es un ser puro? Eso es lo temible, que no se pueda
luchar con la pureza, porque ésta siempre saldría por encima de nuestra
mezquina oferta. No son los ojos de esa muchacha ponzoñas ofensivas. Ni su boca
el relajo de la lujuria. Daniella Bennett, tal vez sin ella misma darse cuenta,
es un temible enemigo para Dan.
—Sir Lewis miro un poco confuso a su
esposa… ¿”enemiga de Dan”?...
—Y si dejáramos las cosas así, tal vez
Victoria decida cumplir su palabra sin necesidad de forzarle.
—Es que la cumplirá —dijo la dama,
pensativa—. Pero será toda su vida una desdichada. Lewis, cuando yo te elegí a
ti, también estaba prometida. Fue una lucha sorda que sostuve con mis padres.
Sufrí mucho, pero seguí el destino de mi camino en la vida.
—¡Magda! —se alteró sir Lewis—. ¿Qué
estás diciendo?
—¡Oh, no! Nada, absolutamente nada,
dijo la dama. Victoria es una mujer
responsable…. Aunque signifique renunciar al amor, esto último lo dijo en un
susurro, pero no pasó desapercibido por su esposo.
Sir Lewis quedó estupefacto por las
palabras de su esposa… A caso insinúas…? ¿Cómo podría ser? Ella jamás nos ha
demostrado lo contrario… Ella no podría… no la hemos educado de esa manera… Sus
palabras quedaron suspendida en el aire…y se desviaron a sus
pensamiento…Victoria no podría tener esos gustos… tal vez fuera culpa de él por
permitirle tanta libertad…Victoria le había dicho que no mantenía ninguna
aventura con hombre alguno… ahora, no sabía que pensar…Acaso su hija se sentía
atraída por una mujer… ¿acaso esto era peor que mantuviera relaciones con otro
hombre que no fuera Dan? Si eso era cierto, entonces como debía actuar…era su
hija…no podía renegar de ella…era su orgullo…. Había demostrado ser digna de
toda su confianza….Nadie en su familia ni en la de su esposa habían tenido que
lidiar con este tipo de amor… Había conocido a amistades cercanas…y nunca le
había importado…ahora que le tocaba a él…
—Pienso ir a Carsino mañana. Magda,
cortó los pensamientos de Sir Lewis…
—¿Vas a hablar con ella?
—Quiero conocerla, sentir su voz, ver
de cerca sus ojos. Después hablaré con Victoria.
—Si la oyes, si ves de cerca sus ojos,
te ocurrirá lo que a Victoria, lo que a mí —observó sombríamente el caballero—.
Te cautivará y no podrás forzar a Victoria. Por eso estoy tan preocupado,
Magda. Porque no hay fango en su mirada ni en su voz, porque es auténticamente
honrada y sencilla, porque bajo su mirada no hay doblez.
—Y suponiendo, Lewis, que Victoria
devuelva su palabra a Dan...
—¡Oh, no! ¡Eso nunca! Aparte de los
negocios en común, está la promesa de los Schnaider, y tú sabes muy bien lo que
eso significa.
—Lo comprendo —admitió, desalentada—.
Lo comprendo perfectamente, Lewis.
—Tardará en casarse, lo atrasará todo
lo que pueda, pero Victoria cumplirá con su deber, aun en contra de sí misma.
—Es lo que me aflige. Que mi hija
tenga que renunciar a la felicidad y al amor por un deber de conciencia.
—Magda, eres una romántica —reprochó
el caballero, dolido. Y con la aceptación de que tal vez su esposa ya estaba al
corriente sobre las preferencias de su hija.
—Detesto los matrimonios por
conveniencia. Además, si bien Victoria no es un apasionada, es una mujer cabal
y conoce el valor moral de sus semejantes.
—No sé lo que quieres decir.
—Simplemente, que antes de conocer a
esa joven, se casaba con Dan, si no enamorada, consciente de su deber y del
aprecio que Dan le inspiraba. Suponiendo que ahora sienta amor por otra mujer
dijo abiertamente y mirando un poco angustiada a su serio esposo, odiará
siempre a quien fuera un obstáculo en su felicidad.
—Pues eso no podrás remediarlo, dijo
el hombre ya cansino. Y aceptando que tanto su esposa como él, había dado por
hecho que su primogénita tenia sentimiento amorosos hacia alguien de su mismo
sexo. Y toda esa angustia de que Victoria tenía un amante y utilizaba a la
chica como tapadera se había esfumado. Ahora el temor era peor…pero aun que un
amante… y era el hecho que no podía negar la verdad sobre la relación que unía
a Victoria con esa chica, aun cuando no había pasado nada entre ellas que
lamentaran.
—Ya veo que no.
Y se quedó ensimismada.
Había poco público en la sala de modas
aquella tarde. Daniella exhibía un modelo de noche negro, de corte sobrio y
elegante. Dio varias vueltas a la sala, sin fijarse en nada. No se dio cuenta
de que lady Schnaider la observaba detenidamente, pues ni siquiera se había
percatado de su presencia. La había visto una vez, a través de una balaustrada,
y en lo que menos pensaba Daniella en aquel instante era en la madre de Victoria.
A decir verdad, Daniella tenía muy poco en cuenta a los padres de Victoria, e
incluso a su prometido. Tan sólo pensaba en la mujer, en su nobleza, su
rectitud, su gran corazón. Y en lo mucho que había de renunciar en la vida,
sólo por el hecho de llevar un nombre ilustre. Ella no amaba a Victoria con
pasión. Sentía hacia ella una ternura indescriptible, un cariño hondo,
verdadero, e igualmente la hubiera querido si Victoria fuera una simple
oficinista o una moza de restaurante. Ella amaba a la mujer y por eso costaba
renunciar.
Le correspondía exhibir cinco modelos
y vestía el quinto (el traje de noche mencionado), cuando pensaba en todo esto.
Por eso no se dio cuenta de que lady Magda hablaba con la encargada de la sala,
ni se sobresaltó cuando le ordenaron pasar al probador privado antes de
quitarse el modelo.
—Nos complace servir a la ilustre
cliente, Daniella —le dijo la encargada al oído—. Sea usted amable con ella, la
encontrará en el probador. Parece ser que le interesa el modelo que usted luce.
La joven asintió con un movimiento de
cabeza y pasó al probador. La dama que la esperaba la miró fijamente y Daniella
quedó erguida, suspensa, ante los escrutadores ojos de lady Magda.
Estaba sentada en un cómodo sofá.
Vestía abrigo de visón, lucía un gracioso sombrerete en la cabeza, y en los
dedos enguantados sostenía un aromático cigarrillo.
Daniella dio varias vueltas ante ella,
sin decir media palabra. La dama sacudió con elegancia la ceniza del cigarrillo
y dijo:
—Deténgase, señorita. Ya observé que
el traje es encantador. Me lo quedo. ¿Podría usted ayudarme a probarlo?
—Por supuesto.
—No es usted de aquí —observó la dama,
al tiempo de quitarse el abrigo.
—He nacido en Londres.
—¿Y trabajó allí de modelo?
Daniella asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Qué extraño! Habiendo nacido en
Londres, se limita usted a estos pobres horizontes. —Y sin que Daniella
contestase, añadió con indiferencia fingida o estudiada—: Me es usted simpática
y observo que tiene soltura. Si desea volver a Londres, le daré una gran carta
de recomendación para la mejor casa de modas de la gran urbe.
—Gracias.
Pero no dijo si aceptaba, y lady Magda
no se atrevió a insistir. En aquel momento entró la dueña de la casa, y al ver
a su ilustre cliente en disposición de probar el modelo, exclamó:
—En modo alguno, milady. Se le
enviarán a casa los modelos que usted desee y elegirá los que más le agraden.
—Y mirando a Daniella, añadió con duro acento—: Milady nunca se prueba aquí los
modelos.
—No ha tenido ella la culpa, madame —indicó,
suavemente, la aristocrática señora—. He sido yo.
—De todos modos...
—Acepto su ofrecimiento —atajó lady
Magda, como si tuviera bien estudiado su papel—. Le agradeceré que me envíe a
la señorita...
—Daniella Bennett —terminó amablemente
la dueña.
—Pues bien... Señorita Bennett, la
espero en mi casa a las ocho en punto de esta tarde.
La pobre Daniella estaba tan
angustiada que no acertó a responder. Se limitó a inclinar la cabeza, y cuando
vio salir a lady Magda, seguida de la obsequiosa madame, se derrumbó en una
butaca y ocultó la cara entre las manos con infinito desaliento... ¿La conocía
aquella dama? ¿Sabía que ella y su hija...?
«¡Dios mío! —pensó, desalentada—.
¿Creerá todas las atrocidades que dicen por ahí con respecto a mis relaciones
con Victoria? Y si es así, ¿qué se propone?»
Madame apareció de nuevo y Daniella se
puso en pie con presteza.
—Cámbiese, Daniella —ordenó—. Váyase a
su casa y descanse. A las ocho en punto ha de hallarse usted en la mansión de
los Schnaider. Allí encontrará usted los modelos que agradan a lady Magda. Una
vez los haya exhibido ante nuestra ilustre cliente, puede usted volver a su
casa. Miryam irá a recoger los modelos a primera hora de mañana.
Obedeció en silencio, y cuando minutos
después salió a la calle, aspiró con fuerza, como si le faltara el aire a sus
pulmones.
Ruth la escuchó en silencio.
Contemplaba a su amiga con expresión reconcentrada. Daniella se preparaba ante
el espejo y hablaba a la vez.
—Tendré que mantenerme firme —decía
bajo, como dándose ánimos a sí misma—. No podré desfallecer ni un solo
instante. He soportado mucho en esta vida. Un poco más, ¿qué importa?
—Tú crees que ella, lady Magda, lo
hace adrede.
—Creo que sí. Nunca me fijé en una
cliente determinada y no cabe duda que lady Magda presidió los desfiles
importantes. Jamás pidió que fuera una modelo al probador.
—Si dices que el caballero que la
acompañaba era el que te visitó en tu piso, él le habrá dicho quién eres tú...
—Ya.
—Daniella, si pudiera acompañarte...
—No, madame me despediría en el acto,
y necesito ese empleo.
—Ella, lady Magda, te ofreció una
recomendación.
—Sí.
—Quieren quitarte de en medio a todo
trance.
—Lo sé.
—¿Está Victoria en Penzance?
—Supongo que ya habrá regresado.
—Y supones, asimismo, que estará
presente en el salón donde exhibirás los modelos.
—Eso no lo sé... —Pasó los finos dedos
por la frente y se apartó del espejo—. Ya estoy. Son las siete...
—Te acompañaré hasta allí.
—Te lo agradezco.
Salieron juntas. Vestía un modelo de
punto, y sobre él un modelo de corte inglés de color gris y blanco. Calzaba
altos zapatos. La melena rubia la peinaba con sencillez, hacia atrás. Estaba
muy hermosa. Ruth la contemplaba a hurtadillas, y de pronto dijo:
—De cerca, ¿qué te pareció ella?
—¿Milady?
—Sí.
—No me pareció mala persona. Tiene los
mismos rasgos de cara que Victoria. Me dio la impresión de que era una mujer
noble.
—Sí —admitió Ruth, pensativamente—.
Tiene fama de serlo. Pero aquí se trata de su hija, y los Gillies pertenecen a
la familia más ilustre del país. Hace muchos años que ese matrimonio está
concertado, lógico es que lo defiendan. Pero no apruebo su modo de proceder.
¿Por qué te atacan a ti?
—Porque soy la parte más débil.
—¿Y eso es nobleza? Todo es un
parapeto. A última hora que ataquen a su hija. Pero temen, ¿sabes? Victoria no
es mujer que se deje dominar, y...
—Te comprendo —dijo—. Pero cállatelo.
Caminaron en silencio. La altiva
mansión de los Schnaider se alzaba a pocos metros de ellas. Se detuvieron en
seco.
—Daniella, valor... No te dejes
achicar. Vuelvo para tu casa. Te espero allí.
Empezaba a oscurecer. Las luces de la
señorial mansión estaban encendidas. Lucía el palacio como una provocación a la
noche. Daniella llevó una mano a la frente.
—Estoy... estoy como aturdida —dijo,
con un suspiro.
—Ojalá tengas valor para enfrentarte
con lo que ocurra.
—¿Crees que ocurrirá algo?
—No creo que te llamen sólo para
contemplarte.
—No, yo tampoco lo creo. No vuelvas a
casa, Ruth. Espérame aquí. Siéntate en ese banco. Por lo regular, una
exhibición particular lleva una hora de tiempo, nada más.
—Está bien, aquí te espero. Y si está Victoria
y se encuentra en la sala, ¿qué vas a hacer?
—No... no lo sé.
—Mi consejo es que te portes con
dignidad.
—Nunca pierdo la dignidad —apuntó Daniella
a media voz—. Pero aun así, no sé lo que haré. Si me humillan...
—No, no —rió Ruth, tranquilizándola—.
Son demasiado correctos todos ellos para humillar a nadie. Aun si fuera el
estupido de Dan... no permitirían que un caballero humille a una dama.
Daniella se estremeció.
—¿Crees que ella...? —preguntó,
asustada.
—No, no lo creo, pero pudiera ser.
—¡Dios mío!
—Daniella, suerte. Son las ocho menos
diez. Tienes el tiempo justo para atravesar la plaza, entrar en el parque y
llamar a la puerta.
—¿Por dónde llamaré?
—Por la principal —exclamó Ruth,
enérgicamente—. Que ellos decidan por dónde han de introducirte.
Daniella echó a andar. Una densa
palidez cubría su semblante.
Llamó a la puerta principal, abrió una
doncella uniformada. Daniella dio un nombre y el objeto de su visita. La
hicieron pasar por aquella misma puerta y la introdujeron en un gran salón.
—Milady la recibirá dentro de unos
instantes —dijo la doncella—. Tiene los modelos tras el biombo. Puede ir
cambiándose.
Daniella Bennett obedeció
tranquilizada.
Continua ACÁ
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