CAPÍTULO 09
Se hallaba enfundada en un elegante
modelo de noche cuando lady Magda penetró en el salón. Saludó amablemente y se
sentó. Daniella respiró con amplitud. ¿Iba a presenciar ella sola su
exhibición? Así parecía, dado que la puerta fue cerrada tras la dama, y ésta
dijo cortésmente:
—Puede empezar, señorita Bennett.
Y Daniella paseó el salón de un lado a
otro, con el corazón temblando.
La elegante dama fumaba un aromático
cigarrillo, la observaba y al mismo tiempo hablaba con acento encantador.
—Indudablemente, señorita Bennett,
tiene usted empaque de gran modelo. No me explico cómo puede acomodarse a una
ciudad insignificante. ¿Ha pensado en lo que le dije?
Daniella comprendió que ése y no otro
era el objeto de aquella exhibición. Intuyó que a lady Magda lo que menos le
importaban eran los modelos que ella lucía uno tras otro. Apenas si les
prestaba atención. Tenía razón Ruth: pretendían quitarla de en medio sin duda
alguna. Pero, ¿por qué no convencían a la hija?
—Conozco a un modisto en Londres que
la ayudará a subir —continuaba diciendo la dama, con el mismo tono cortés—.
Porque usted es muy joven, ¿verdad?
—Veinte años.
—¡Dios mío! Y teniendo esa edad se
pasa usted la vida en Penzance... Es inconcebible.
—Tengo aquí un piso propio. Me lo legó
una tía al morir.
—¡Oh! Eso es fácil. Véndalo usted. Ya
le dije que me es usted simpática. Puedo ordenar a mi administrador que venda
su piso...
¡Qué empeño! Pues no, no se saldría
con la suya. Ella nunca atacaría a Victoria, pero tampoco huiría de ella. ¡Oh,
no!
—¿Qué le parece?
—Pues...
—En Londres los horizontes son
ilimitados, y para una muchacha hermosa y joven...
—Se olvida usted, milady, de que ya
viví en Londres muchos años. Sólo hace seis meses que estoy aquí.
—Por eso mismo.
Exhibía el último modelo y se lo
quitaba tras el biombo. No respondió. Se vistió y salió al centro del salón,
poniéndose el abrigo. Lady Magda la contemplaba pensativa.
—Piense en lo que le he dicho,
señorita Bennett. Me será grato ayudarla. Por la venta del piso no se preocupe.
—Lo pensaré, milady. Es usted muy
amable.
—¡Oh, no! Me gusta ayudar a la
juventud. ¡Se puede aspirar a tan poco en Penzance! —Daniella se inclinó ante
ella y dijo:
—Si no me necesita para nada más, milady...
—No, claro. Mañana hablaré con madame.
—Así se lo diré. Buenas noches.
Inclinó la cabeza y salió sin
apresurarse. La misma doncella la acompañó hasta la puerta, y cuando se vio en
el parque, aspiró con amplitud y atravesó la plaza casi corriendo.
Ruth salió a su encuentro y casi
tropezaron una con otra.
—¡Oh! —exclamó Daniella, tomando
aliento.
—¡Oh! —la imitó Ruth, nerviosa—. ¿Qué
pasó?
—Vamos.
Y asiendo el brazo de Ruth, tiró de
ella. Y seguidamente refirió lo ocurrido. —¿Y dices que estaba sola?
—Completamente.
—Ni su hija ni su esposo...
—Nadie.
—¡Qué extraño! O sea, que sólo trató
de persuadirte para que dejes Penzance.
—Exacto.
—Y tú...
—¡No!
Ruth se detuvo en seco y la contempló
escrutadoramente.
—Daniella, ¿no sería mejor...?
—¡No! —cortó—. ¡No! No ato a Victoria.
Sólo deseo su felicidad. Que se la dé yo o alguien más... no me importa.
—No comprendo tu amor.
—Pero huir de ella... —siguió Daniella,
haciendo caso omiso de la interrupción.
—¿Qué clase de amor es el tuyo?
—Es amor, Ruth—dijo, con
desaliento—Verdadero amor. Quiero que Victoria sea feliz. Si puede serlo con Dan...
que se case con él. Yo...
—¿Qué? ¿Tú, qué?
—No lo sé. Yo soy la mujer que se ve a
puerta cerrada. Dan será el que entre por la puerta grande.
—Y te conformas. ¿Sabes que voy a
despreciarte?
—¡Oh, no me importa! Sé que Victoria
me comprende y nunca me despreciará. Lo que sientas tú, Ruth, ¿qué más da?
Ruth no supo qué decir. No la
comprendía. No la comprendería nunca. Echó a andar a su lado, y ambas cruzaron
la plaza sumidas en sus propias reflexiones.
La prensa local anunció aquella mañana
el regreso de Victoria Schnaider. Daniella lo leyó y dejó el periódico sobre la
mesa. Victoria se hallaba de nuevo en la ciudad. ¿Qué había meditado durante
aquel corto viaje? Esperó todo el día. Victoria no llamó a su puerta. Ruth la
visitó al anochecer. Indudablemente, conocía la noticia, pero no la mencionó.
Lo prefirió así. Aquel asunto era suyo, absolutamente suyo. No tenía que dar
cuenta de sus actos a nadie, excepto a Dios, y éste sabía cómo sentía y lo poco
que esperaba de sus sentimientos.
Estaba preparada para recibir la
noticia de la boda de Victoria con Dan Gillies. No pensaba reprochar ni
desfallecer. Admitía lo que fuera como un mandato del destino.
Transcurrieron los días. Iba al
trabajo y de éste a su casa. Ruth la invitaba a pasear, o bien a tomar algo en
una cafetería. Rechazaba. ¿Para qué atormentarse más? Temía encontrar a Victoria
en plena calle con Dan o sola, y sería como una daga candente clavada en pleno
pecho.
Pero aquel atardecer la casa se le
caía encima, y decidió salir sola a dar un paseo. Necesitaba tomar el aire,
respirar a pleno pulmón. Atravesó la avenida y se internó en una calle poco
concurrida. Un nutrido grupo de personas se apiñaban ante el Gran Teatro. Se
detuvo acuciada por la curiosidad.
—¿Qué hay ahí? —preguntó a una mujer.
—Una velada de gran gala —la informó—.
Y esperamos que salgan, porque como todos visten de etiqueta y se adornan con
joyas... Una no está habituada a ver estas cosas. ¿No es usted de aquí?
—Lo soy. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque nadie ignora hoy en Penzance
que hay esta velada.
—No vivo pendiente de acontecimientos
teatrales—. E iba a seguir su camino, pero la mujer la tocó en el brazo.
—Mire, ya salen —indicó, excitada.
En efecto, hombres y mujeres vestidos
de etiqueta salían del teatro y se dirigían a sus coches, aparcados a lo largo
de la acera.
Daniella temió ver lo que no quería e
intentó dar la vuelta, pero la mujer exclamó:
—Mire, mire. ¿Ve usted esa pareja?
Pues es la pareja de actualidad. Todo el mundo espera los acontecimientos con
verdadera ansiedad.
Daniella tenía un velo en los ojos. La
pareja en cuestión eran Victoria y Dan. Ella vestía un traje de noche, que se
pegaba a su cuerpo como segunda piel, y solo la adornaba una delgada
gargantilla estaba un poco más delgada y
sus facciones parecían talladas en piedra. Él Dan, vestía de etiqueta y se veía más atractivo de
lo normal, lucia muy erguido… y triunfante…
Le temblaban las piernas y apenas si
oyó a la mujer informar, excitada:
—Dicen que se casan. Están prometidos
desde hace muchos años. Pero ella tiene un amante...
¡Un amante! [Qué fácilmente echaba la
gente la lengua a volar! Aquella supuesta amante era ella, y jamás relaciones
más puras existieron entre dos personas.
Fue apartándose poco a poco. No quería
que ella la viera. Desde un rincón los vio subir al hermoso automóvil negro, de
línea aerodinámica. Y pensó, al emprender el regreso a su casa, que ella
siempre sería la otra. Aquella mujer de puertas adentro que jamás tendría
derecho a pasear públicamente del brazo de Victoria Schnaider.
Una lágrima silenciosa se desprendió
de sus ojos. La limpió de un manotazo y susurró con velada energía, como si se
diera una razón a sí misma, una razón que jamás la convencería, aunque
subconscientemente creyera lo contrario.
—Ante todo, su felicidad.
—¿Qué hay?
Sir Lewis restregase las manos
satisfecho y se derrumbó en una butaca, frente a su esposa.
—Todo va bien. Hace cuatro días que
regresó de Londres y no fue a verla y, en cambio, se deja ver con Dan
constantemente.
—Eso es alentador.
—Pero no podrá saber nunca que tú has
traído aquí a la joven.
—¿Quién puede decírselo?
Sir Lewis refunfuñó:
—¿No has pensado en ella?
—¡Oh, no! Ella no le dirá nada.
—Es lo que me descompone —se agitó el
caballero, molesto—, que tanto tú como yo confiemos en el silencio de una
aventurera.
—Lewis...
—¿No lo es? ¿No la considera así toda
la ciudad?
—Menos tú y yo.
—¡Oh!
—Lewis, querido mío, seamos honrados
al menos ante nosotros mismos. Para el mundo será una aventurera, para ti y
para mí no lo es.
—Bueno, bueno —rezongó sir Lewis, de
mala gana—. Pero...
—Tú la has visitado en su casa, A
estas horas ella sabe ya quién es el médico de su tía.
—Por supuesto.
—Yo la hice venir aquí. Quise verla de
cerca. Le hice una proposición. No la aceptó. Pero pude apreciar la pureza de
su mirada.
—No querrás que Victoria olvide su
promesa de años para mantener una relación clandestina con ella.
—Desde luego que no, Lewis querido.
Pero tampoco hundiré a una mujer que merece toda mi admiración.
—¡Magda!
—No quito ni media palabra, Lewis, y
bien lo siento, porque hubiera preferido despreciarla. Pero si soy honrada para
mí misma, ¿por qué no he de serlo para juzgar al prójimo?
—¿Y qué podemos hacer?
—Nada. Ya te lo dije. Esperar los
acontecimientos. Si Victoria nos anuncia que piensa casarse en fecha fija, me
sentiré felicísima, pero si no lo anuncia...
—¿Qué?
—No lo sé. No podré nunca oponerme a
sus sentimientos. Y Victoria, Lewis, es una mujer honrada.
En aquel instante se oyeron los pasos
de Victoria. Marido y mujer se miraron indecisos.
Victoria entró y saludó con una
sonrisa afable.
—Empieza la primavera —dijo,
sentándose en una butaca—. Detesto el invierno.
Era una expresión trivial, a la que
lord y lady Schnaider no hicieron objeciones.
Victoria añadió:
—¿No vais a la finca este año?
Respondió lady Magda:
—¿Quién piensa en eso todavía? ¿Los Gillies
no van? —Observó que el rostro de Victoria se contraía, pero la voz fue normal
al decir:
—No lo he preguntado.
Con pereza, se puso en pie. Dio unas
vueltas por la estancia y se aproximó al balcón. Estaba de espaldas a ellos.
Empezaba a oscurecer.
Lady Magda hizo una seña a su marido,
y éste, dócil, se puso en pie y salió del salón, momento que aprovechó la dama
para dirigirse a su hija en estos términos:
—Esta mañana encontré a Dan en la salida
de misa. Parecía muy feliz.
Victoria se volvió y quedó erguida
ante su madre. Su rostro parecía tallado en piedra.
—¿Pensáis casaros pronto? —preguntó la
dama, con volubilidad.
—No lo he pensado aún.
Lady Magda soltó una risita
superficial, como si no diera importancia a nada.
—Pues es hora, ¿no, querida? Su hija
no reía. Parecía más seria que nunca.
—¿Hora para qué? —preguntó,
indiferente. La dama se sintió nerviosa. Pero se abstuvo de demostrarlo.
—Para que os caséis.
—¡Ah!
—¿No lo es?
—¿Y se sabe eso acaso? —Se inclinó
hacia su madre y le besó la mano—. Voy a salir. Aún no he ido al club.
—Creí que ibas a sentarte a mi lado.
—Excúsame, mamá.
—Es que...
—¿Sí?
—¡Oh, nada, nada! Vete, pues.
—Tal vez coma en el club con unos
amigos—. Salió. Lady Magda apretó los labios. Sir Lewis entró rezongando:
—Y luego dices que tienes tacto.
—No he tenido mucho —admitió—. Pero
tampoco estuve tan falta de él.
—Va a verla, Magda. Estoy seguro.
—Síguela.
—Nunca.
CAPÍTULO 10
No iba a verla, pero caminaba a lo
largo de la calle con el pensamiento ausente. ¡Daniella! Quince días sin verla.
¡Quince horribles días! Era... era demasiado. Iba a casarse con Dan. Al menos
eso había decidido a solas consigo misma en aquel viaje a Londres. Era su deber
y ella conocía muy bien la responsabilidad de ese deber. No podía volver a ver
a Daniella. Era preciso renunciar a ella desde aquel instante.
Atravesó la calle y con asombro se vio
ante la casa de Daniella. ¿Y si subía? Podía verla por última vez y decirle...
Sí, subiría y le diría... que iba a casarse. Que aún no se lo había dicho a Dan
ni a sus padres, pero que pensaba decírselo uno de aquellos días...
Traspasó el portal con paso firme.
Subió las escaleras de dos en dos despreciando el elevador. Cuando se vio ante
la puerta del piso de Daniella, quedó con el brazo en alto ante el timbre.
En aquel instante fue egoísta. No
pensó en el daño que iba a hacerle. Pensó sólo en sí misma, en la necesidad que
tenía de verla por última vez.
¡Por última vez! ¡Dios santo! ¿Tendría
voluntad para renunciar a la ternura de aquella suave muchachita?
¿Sería lo bastante fuerte para casarse
con Dan y consagrarse a él toda su vida? Al menos ese era su deber. Y lo
cumpliría. ¡Tenía que cumplirlo!
Dejó caer el dedo y el timbre sonó
débilmente. Enseguida oyó los pasos inconfundibles. Las sienes le palpitaban.
Nunca sentía aquella sensación de ahogo, de plenitud, cuando oía los pasos de
Dan. Pero Daniella...
La puerta se abrió y el rostro
juvenil, de belleza incomparable, apareció ante ella.
—¡Victoria! —susurraron los labios
casi sin abrirse. Ella la miraba cegadora, como si en aquel instante su única
razón de vivir fuera mirarla.
—¡Victoria! —repitió ella, con tenue
acento.
—¿Puedo pasar?
Y la voz era bronca, extraña, de
acento indefinible.
—Pasa, claro. A mí nunca debes
preguntarme eso.
Pasó. Giró la vista de un lado a otro,
con ansiedad. Cada rincón, cada objeto, tenía para ella un sabor diferente,
agradable, único.
—Ponte cómoda, Victoria —pidió ella,
bajo—. ¿Qué quieres tomar?
—No comí...
—¡Oh! ¿Qué te preparo?
Las dos estaban indecisas, como cortadas,
como si se temieran, como si la misma voz fuera un lazo de unión irresistible.
Ella se dejó caer en una butaca, echó
la cabeza hacia atrás, entrecerró los ojos y dijo, muy bajo:
—Prepárame algo. Lo que sea...
Daniella lo envolvió en una larga
mirada y después se dirigió a la pequeña cocina. Bajo el peso perezoso de los
párpados, ella la miraba. La veía ir diligente de un lado a otro, enfundada en
aquel modelo sencillo y juvenil que la hacía más exquisita. Vio cómo preparaba
la mesa ante ella, la cubría con un albo mantel, ponía los cubiertos, los vasos
y la jarra de agua. Todo de lo más vulgar, y no obstante, tenía un sabor de
intimidad, de paz, de plenitud, que no hubiera cambiado por el suntuoso
servicio de su casa.
—Ya está, Victoria.
—¿Y tú?
—Ya lo hice. Te miraré. Te hablaré de
nuestras cosas.
—Es lo que me descompone —exclamó
desabrida, a tiempo de sentarse ante la pequeña mesa—, esa tu exquisitez. Ya te
lo digo muchas veces: cuanto mejor me trates, tanto más desearé estar a tu
lado, y necesito odiar este piso.
—Nunca pretendas odiarme, Victoria
—dijo, reprobadora—. Si te alejas de mí, ha de ser consciente de que lo haces y
el porqué de hacerlo.
—¿No puedes darme un motivo? ¿Un sólo
motivo para que te aborrezca?
—¿Lo quieres así?
—No, no —se agitó—. No podría soportar
tu odio ni tu frialdad.
—Come, Victoria, y no pienses en
nada—. Comía, sí, pero entretanto hablaba. Daniella, sentada frente a ella, con
los codos apoyados en la mesa y la barbilla descansando en las palmas, la
escuchaba y la miraba.
—Uno llega a detestar la suntuosidad
de su casa. Las ceremonias, las fiestas... todo lo que de placentero ofrece el
dinero.
—Cállate y come, Victoria.
—Y deseo esta paz, esta quietud, esta
sencillez... —añadió, sin hacer caso—. Es lo que más ata a la vida. Una vida
que uno debiera elegir a su gusto y, no obstante, ha de tomar la que le impone
el deber.
Fumaba un cigarrillo. Daniella había
recogido la mesa y se hallaba sentada ante ella.
—Te he traído un regalo de Londres.
¿No me preguntas por qué no he venido antes a traértelo?
—No habrás podido.
—No quise venir, Daniella. Reconócelo,
al menos.
—Ya lo estoy reconociendo.
—¿Y no te humilla?
—Nada de lo que tú me hagas me
humilla, Victoria.
—Quisiera que me odiases.
Daniella sonrió. Entonces, Victoria se
puso en pie y aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance. La miró desde
su altura, y de súbito se sentó a su lado y tomó las dos manos femeninas entre
las suyas. Al tiempo de llevarlas a la boca, susurró reconcentradamente, como
si la lucha a que se sometía tocara a su fin:
—No voy a poder prescindir de ti,
pequeña. Y te haré mucho daño.
—Ven siempre que quieras.
—Pero voy a pertenecer a alguien más—.
Daniella rescató sus manos y las oprimió una contra otra.
—Lo sé.
—¿Y me admitirás de igual modo en tu
vida?
—Creo... —Se agitó, se puso en pie y
se alejó de él —¡Oh, Victoria! ¿Por qué me haces esas preguntas? Si es que has
decidido casarte... Si lo has decidido...
—Creí que ya lo tenía decidido —apuntó
de modo indefinible—, pero ya no lo sé. Después de verte otra vez, tendré que
verte todos los días y probar la caricia de tus manos, y oír tu voz, y respirar
esta paz... Y sentir la verdad que hay en mi vida como un pecado. ¿Lo ves? Uno
peca a diario y no se percata de ello. Y de pronto, aquello que el mundo
considera un pecado es como una dolorosa virtud. Eso nos ocurre a ti y a mí...
Se alejaban una de la otra como si
tuvieran miedo del contacto que podía surgir, y que sería para ellas como una
chispa, Victoria se apoyó en la puerta del saloncito y encendió un cigarrillo.
Ella, con la espalda pegada a la pared, se reconcentraba en sí misma, y en su
semblante se retrataba el dolor que la renuncia suponía.
—Daniella...
—Vete, Victoria. Al menos esta noche,
vete.
—Si te pidiera...
—¡Sí! —casi gritó—. Pero no me lo
pidas. Todo el encanto, toda la ternura, toda la intimidad, dejaría de existir,
y después... nos miraríamos con horror. Lo comprendes, ¿verdad, Victoria?
Ella no respondió. La contempló un instante
con expresión dolida y giró en redondo.
—¡Victoria, no me odies!
Sin volverse, dijo:
—Ojalá pudiera odiarte, Daniella. ¡Oh,
sí! Ojalá pudiera odiarte.
Y salió sin volver la cabeza.
Creyó que no volvería, pero volvió al
día siguiente y al otro, y todos los días, más que antes, como si aquel piso y
aquella mujer tuvieran imán para ella. Y lo tenían. Cuanto más pretendía
renunciar a ella, más se aproximaba. Y era un suplicio acudir a aquel piso y
dejar de quedarse en él cada día.
Pero una noche, antes de salir, no
pudo contenerse y la apretó contra sí. La oprimió como una loca y del mismo
modo la besó en plena boca, con ardor y desesperación. Creyó que no podría
apartarse de ella jamás, pero Daniella, aunque temblando, conservó un poco de
sentido común y se alejó de ella jadeante.
—Nunca debiste hacerlo —dijo,
ahogándose.
Ell la miró con ansiedad. Ella tenía
los brazos caídos a lo largo del cuerpo y una gran ansiedad en la quieta
expresión de sus ojos.
—Vete, Victoria.
—Un día me dijiste que si yo te lo
pedía...
—Pero no me lo pedirás, Victoria
—replicó con las manos retorcidas una contra otra—. No me lo pidas. Por el amor
de Dios, no.
Era lo que más admiraba de ella.
Aquella devoción en la misma súplica, aquel mirar ansioso de sus ojos, aquel suave
acento de voz. Y la fuerza de espíritu que avasallaba y a la vez vivificaba
todo cuanto rozaba.
La miraba sin decir palabra, y fue en
aquel instante cuando comprendió que tenía que ser suya. Y comprendió,
asimismo, que a Daniella no se podía llegar por la puerta falsa, y no porque el
orgullo de ella lo impidiera, sino porque ella jamás humillaría a la mujer que
amaba entre todas. ¿Dan? Tendría que devolverle su palabra. Tendría que hacer
algo, pero con quien deseaba compartir su vida para siempre debía de ser Daniella.
—Tendremos que casarnos —dijo de
pronto. Bueno, casarnos no, no creo que las leyes de aquí lo permitirían…pero
deseo estar junto a ti…vivir mi vida a tu lado.
—¡Victoria!
—Vas a decirme que tengo un deber
—añadió, reconcentradamente—. Lo tengo, es cierto, pero no es menos cierto que
no soy una princesa heredera que va a arruinar la nación por faltar a su
palabra.
Echó la cabeza hacia atrás y miró a lo
alto con fijeza, como si penetrara en sí misma y no se atreviera a verse.
—Soy una mujer como cualquier otra y
paso por esta vida como pasamos todos. En un viaje transitorio, demasiado
corto. Esas pocas horas que disponemos he de disfrutarlas como una mujer común
que soy.
Daniella le escuchaba sin parpadear.
Estaba sentada en un sillón frente a ella, y la miraba fijamente.
—Victoria, no te precipites —dijo de
pronto, con voz ahogada—. Tal vez busques en mí esas horas de felicidad y no
las halles. Sería la más desgraciada de las mujeres si no fueras feliz a mi
lado. Y tengo miedo de que no lo seas.
Ella echó el busto hacia adelante y
dijo bajo:
—No concibo la felicidad si no es a tu
lado. ¿Comprendes, Daniella? Sólo a tu lado.
—Tendrás que enfrentarte con todos:
con tus padres, con tu hermana, con ese mundo que tanto te halaga... El horizonte
de tu vida se limitará a mi propia vida, y es ésta demasiado insignificante...
No trató de convencerla. Aquella noche
salió de la casa cabizbaja. Reflexionaba. Tenía razón ella. Partiría con todos.
Pero, ¿no esperaba la compensación a su soledad en el amor de ella? ¿Sería éste
lo bastante sólido para llenar todos los rincones de su vida?
Necesitaba probarse a sí misma. Se
sentía aniquilada. Dejó que los días transcurrieran. Dan la visitaba ella
visitaba a Daniella. No volvió a hablar de compromiso, pero en su mente la batalla
tenía lugar. Una lucha espiritual que se hacía más insoportable cada día.
Dan la sentía alejada. Los padres la
observaban en silencio. Se daban cuenta de que Victoria volvía al piso de la
Ribera. Y aquella tarde su madre decidió hablarle con franqueza y, cosa
extraña, ella la escuchó:
—Bajas de peso y estás pálida, Victoria.
Alzó los ojos. Se hallaban en la
terraza, ella hundida en una hamaca y con el cigarrillo consumiéndose solo,
prendido entre los labios.
—Voy a sentarme a tu lado, Victoria.
—Sí, mamá.
—Tu padre no ha regresado aún. Y Jully
se ha ido al campo de golf con las amigas.
Tomó asiento junto a su hija y la miró
de frente, con valentía.
—Has vuelto a la casa de la Ribera
—dijo de súbito.
Victoria no se asombró de que su madre
conociera aquel pasaje de su vida. Muy al contrario, diríase que esperaba una
intromisión materna en aquel sentido.
—Debiste doblegar tus deseos, Victoria.
Y no por respeto a tu palabra empeñada; sino porque aquél no es tu mundo. Recuerdo
que de pequeña eras muy testaruda. En cierta ocasión, siendo una joven de
quince años, deseaste con frenesí una escopeta. Tu padre se negó a comprártela,
y tú lloraste, luchaste como una loca para alcanzar tu deseo. Durante dos años
ansiaste aquel objeto, y al fin lo conseguiste. Con la escopeta al hombro y el
morral colgado del brazo, saliste en dirección al bosque y durante dos días no
regresaste a casa. Recorriste el bosque de punta a punta. Al tercer día dejaste
la escopeta colgada en la sala de armas, y jamás has vuelto a mirarla.
—Un deseo de adolescente... —adujo,
indiferente.
—Sí, un deseo de adolescente que
revela el corazón de una mujer.
De pronto, Victoria lanzó una
sarcástica sonrisa, nunca había imaginado que su madre tuviera conocimientos de
los sentimientos que ella sentía por Daniella y eso la lleno de una felicidad
que lo hacía más fuerte, y dijo desconcertante:
—Creí que tú también la considerabas
mi amante. Por tanto, es un descubrimiento que me agrada.
—Yo no soy Penzance en general, soy tu
madre; y sé que Daniella Bennett o es tu compañera o no será nunca nada para
ti.
La miró de modo raro. Se puso en pie
con brusquedad, y de pronto se alejó. Al rato regresó y volvió a sentarse junto
a lady Magda que lo miraba expectante.
CAPÍTULO 11
—Mamá ¿conoces a Daniella Bennett?
Lady Magda no esperaba aquella
pregunta. Es más, pensó que su hija deseaba soslayar aquel asunto. Parpadeante,
se volvió hacia ella. Victoria la miraba a su vez apremiante, exigente. La dama
comprendió que, o bien respondía sinceramente, o de lo contrario, desde aquel
instante, perdía la confianza que su hija tenía depositada en ella.
—Sí, mamá —repitió, esta vez con más
decisión—. ¿Conoces a Daniella Bennett?
—Pues... sí.
—¿Cuándo, cómo y por qué?
—Hija mío, haces unas preguntas...
—Las que el caso requiere en este
instante.
—La conocí en una cafetería. Yo...
estaba en el club, en la terraza. La cafetería se halla tras la balaustrada. Tu
padre me dijo que era ella...
—¿No sigues, mamá?
—Pues... ¿No podrías dejar de mirarme
como si fueras un juez?
—Desde luego. Perdona.
—¿Debo continuar?
—Eso espero de ti.
—Reconocí en ella a una modelo de Carsino...
—Y al día siguiente acudiste a un
desfile.
—¿Quién... quién te lo dijo?
—Lo deduzco.
—Así fue...
Y a renglón seguido, con voz queda,
refirió todo lo ocurrido, sin omitir la proposición que le hiciera a la joven.
Tras sus palabras hubo un silencio. Un silencio que se prolongó varios minutos,
suponiendo esto un siglo para la madre indecisa. Lo interrumpió Victoria con
estas escuetas frases:
—Y comprendiste que no era una
aventurera que me estaba pervirtiendo.
La dama asintió en silencio.
—¿Y bien, mamá?
—¿Y bien qué, hija mía?
—Quiero que te hagas cargo de algo muy
importante. Primero es Dan el que se humilla hasta descender a visitar a la
mujer que todos creen me tapa con mis amante. Daniella nada me dijo. Luego eres
tú. Daniella podía habérmelo dicho. Pudo, desde un principio, haberme puesto
contra vosotros. Jamás os nombró. ¿Cómo debo interpretar eso?
—Yo creo, Victoria, que no debes
interpretarlo de ningún modo. No voy a hablarte de tu deber... Pero sí te diré
que mires bien lo que haces. Ya te dije lo que ocurrió con la escopeta cuando
tenías quince años. Una mujer no es una escopeta, pero es, al fin y al cabo, un
objeto personal. ¿Te das cuenta? Tampoco voy a oponerme a tus decisiones. ¿De
qué me serviría? Pero como madre tengo el deber de aconsejarte, suponiendo,
claro está, que te interese escuchar mis consejos.
—Me interesa.
—Pues bien... Suponte que cancelas tu
boda, que alcanzas lo que considerabas inalcanzable, que por encima de la
opinión de todos vives tu vida. Suponte, asimisma, que el deslumbramiento
desaparece. Que viene el sosiego, que la vida toma de nuevo ese cauce normal
que, pasado algún tiempo, toma para todos.
—Todo está supuesto.
—¿Y después? ¿No temes al hastío?
Piensa que Daniella no es una mujer de tu mundo. Que llegará un momento en que
tengas que presentarla en sociedad. La sociedad a la cual tú perteneces puede
rechazarla no solo por no pertenecer a otro mundo distinto, sino al mero hecho
que ambas son mujeres, si no abiertamente, sí con diplomacia, que es a veces
más dolorosa y humillante que una repulsa pública. Si ya no la amas te sentirás
asqueada. Y si la amas te sentirás tan humillada que te será difícil
soportarlo.
—Te olvidas, mamá, de que si la tomo
como mi compañera será para amarla el resto de mi vida. Lo que quiero saber es
si tú... vas a humillarla.
La dama parpadeó. Pensó en sí misma. Y
súbitamente, dijo:
—Prefiero que cumplas con tu deber,
pero si no lo haces... nunca humillaría a la persona que elijas amar, fuera quien
fuera.
Victoria se puso en pie, besó los
finos dedos de la dama y dijo únicamente: —Gracias, mamá.
—¿Qué... qué vas a hacer?
—Aún no lo sé. Tu lógica es
razonadora, pero mi amor también lo es.
La encontró en plena calle. Era la primera vez
que ocurría. Ella caminaba a pie. Iba de la oficina al club. Cualquiera en su
lugar, se hubiera sentido indecisa. Victoria, no. Ella regresaba a casa después
de la jornada de trabajo. Al verla, quiso torcer la calle. Quería evitarle una
violencia, sin suponer que para Victoria no lo era.
Ambas sabían que eran el centro de las
miradas de las personas (muchas a aquella hora crepuscular) que se hallaban en
las terrazas de la cafetería y del club. Victoria atravesó el camino. Ella
parpadeó. Victoria dijo:
—No esperaba encontrarte, pequeña—. En
vez de responder a eso, Daniella sonrió sofocada, tratando de seguir su camino.
—No te detengas, Victoria. Nos miran—.
Ella sonrió quedamente.
—Vamos, no seas tonta. ¿Acaso dos
amigas no pueden charlar sin problemas? Te acompaño a casa.
—¡No!
—Si serás tonta.
Estaba roja como la grana. Más
violenta que si la hubieran abofeteado en plena cara.
—Te lo suplico, Victoria. No debes
detenerte—. Por toda respuesta, la asió del brazo y caminó a la par.
—Victoria...
—Sí, pequeña, dime...
—¿Sabes lo que ocurrirá?
—¿Y qué importa? Todos los días ocurre
igual. Algún día ha de variar.
Caminaban a lo largo de la calle,
cogidas del brazo como una pareja de enamorados. Era bastante más alta que ella
y la dominaba con la mirada.
—Dentro de dos horas iré a verte —dijo
Victoria cuando divisaban el portal de la casa de ella—. Prepárame algo para
comer. Lo haré contigo.
—¿No se hace demasiado largo este
juego, Victoria?
—No es juego, querida mía.
—Estoy pensando, Victoria...
—¿Sí?
—Parece que te burlas de mí.
—Me gusta tu indecisión.
—Estoy muy nerviosa. Vas a verte
repudiada por tu familia y no quiero.
Se detuvieron frente al portal. La
portera, desde su escondrijo, las miraba con curiosidad. La señoritao ya no se
ocultaba para ver a su amante. Eso, en opinión de la portera, ocurría siempre
cuando la amante iba a dejar a su amiga.
—Daniella, no me has dicho que
conociste a mi madre —dijo Victoria, teniendo muy poco en cuenta la curiosidad
de la portera y callejera filosofía.
—¡Oh! —Y se la quedó mirando
parpadeante.
—Lo sé todo, ¿sabes? Pero no te
inquietes. Mi madre no te odia. Nadie que te conozca puede odiarte.
—Estoy pensando, Victoria...
—Sí, ya me lo has dicho. ¿Qué es lo
que piensas?
—Que tal vez si huyera de aquí...
—Y como Horacio te diré: «La negra
preocupación monta a la grupa del jinete...»
—Lo prefiero así a vivir en esta
incertidumbre. Además...
—¿Además?
—No debo ser un obstáculo en tu vida.
Creo que me iré, Victoria.
Ella no se alteró. Le levantó la
barbilla con un dedo y la portera pensó que esta sociedad ya no tenía vergüenza.
La supuesta desvergonzada decía en
aquel instante:
—Y yo te hubiera seguido al fin del
mundo. Me parece, Daniella pequeña, que no habrá rincón en la tierra lo
suficientemente oculto para esconderte de mí.
—Y así siempre.
—¿Cómo así?
—En esta incertidumbre.
—Algo habrá que termine con esta
lucha. No sé lo que será, ni cuándo ocurrirá, pero presiento que ocurrirá y
pronto.
Y era cierto. Cuando aquella noche
llegó a casa, su hermana le salió al paso en el vestíbulo.
—Te ha llamado Dan por teléfono.
Parecía muy alterado. Dijo que tan pronto llegaras te comunicarás con él.
—¿Dónde está papá?
—Ha salido.
—¿Y mamá?
—Salieron juntos. Comerán fuera.
Después irán al teatro. Yo te estoy esperando para comer.
—Hazlo sola. Llamaré a Dan y luego
comeré en alguna parte.
Giró en redondo y Jully se dirigió
saltando hacia el comedor.
¿Cuántos días hacía que no veía a Dan?
Casi una semana. Reconocía que su proceder era abominable, pero, por mucho que
se esforzaba, no podía remediarlo. Ya no le cabía duda alguna. Amaba a Daniella.
Y no la amaba para satisfacer sus apetitos carnales, como el mundo parecía
creer. La amaba firme y apasionadamente para hacerla reina de su hogar y madre
de sus hijos. En caso que pudieran tenerlos. Y valla que intentarían tenerlos.
Al principio no fue así. Creyó hallar
en ella una aventura. Ella nunca fue una aventurera, ni una aprovechada, ni
siquiera una viciosa sexual. Después de su pequeña experiencia en la
universidad cuan Dan la había sorprendido no se había sentido de esa manera,
como se sentía con el simple hecho de tener a Daniella a su lado. Aquella joven
de ojos melancólicos le atrajo desde un principio, y como nunca pensó faltar a
su palabra con Dan, creyó de buena fe que sería interesante tener una pequeña
aventura antes de casarse. En seguida comprendió que no era Daniella mujer que
se prestara a la aventura. Primero empezó a admirarla, luego a desearla, y más
tarde a amarla.
—Buenas noches.
Sumido como estaba en sus reflexiones,
no oyó los pasos de Dan. Lo miró. Comprendió al instante que Dan estaba furioso
y no era su educación capaz de contener su furor. Decidió tomar las cosas con
calma.
—Hola.
Él cerró la puerta con seco golpe y
avanzó hacia ella. Eran de la misma estatura. Se midieron con la mirada.
Victoria pensó que jamás había sentido por Dan aquella ansia de compañía que
toda mujer siente por el hombre que ama.
—Si no te llamo, no pensabas
verme—dijo él, fríamente.
—En efecto.
—¿Y consideras ese un proceder normal
en una mujer enamorada?
Victoria no esperaba aquellas
palabras. Con naturalidad, dijo:
—Es que yo no soy una mujer enamorada,
Dan.
—Vas a casarte conmigo...
—¡Oh!
—¿Acaso piensas faltar a tu palabra?
—Supongo, Dan —cortó, áspera—, que no
me habrás llamado para decirme eso.
—Por supuesto que no. Te he llamado
para decirte que no me parece digno de ti que te encuentres con tu amante en
plena calle y la acompañes a casa. También quiero decirte, Victoria, que no doy
demasiada importancia a tus relaciones con la modelo. Después de todo, no seria
la primera vez que yo lo permitiría y lo dejara pasar.
Victoria no se alteró, en absoluto. No
se preguntó si él, Dan, hablaba así por despecho o porque era un hombre sin
escrúpulos. ¿Para qué hacerse preguntas de aquella índole, si de cualquier
forma que fuese no iba a casarse con él?
—Te diré en primer lugar, si ello te
consuela, que Daniella Bennett no es mi amante. Y añadiré que si hay una persona
en este mundo a quien admire fervientemente, esa es la modelo. Supongo, Dan,
que habré saciado ya tu curiosidad.
—Te olvidas de que no sé interpretar
fielmente tus expresiones —dijo, dominándose.
—¡Oh, no! Eres demasiado inteligente,
querido.
Dan estaba a punto de estallar, y
estalló. No en un océano de cólera incontenible, ni en un torrente de palabras
insultantes. Quitó el anillo del dedo de Victoria y lo guardó con violencia en
su chaqueta. Victoria, que seguía sus movimientos, tomó sus manos con
tranquilidad y talló el dedo donde había permanecido el brillante hacía mucho
tiempo.
—Huelgan explicaciones, ¿verdad, Dan?—.
La miró rencoroso.
—Eres una maldita depravada
—apostrofó—. Pero no creas que tienes todos los triunfos en tu poder. Mi padre
y yo conocemos muchas formas de arruinaros y no cejaré hasta conseguirlo.
Victoria se limitó a sonreír. No
estaba enfurecida. Su padre tal vez lo estuviera, pero ella conocía a las
personas. Tanto Dan como sir Walter Gillies nunca le merecieron confianza.
—Esperaré por ti y por tu padre en mi
despacho, querido—dijo, sonriente—. Pero adviértele de que sea prudente. No soy
mujer de paciencia en asuntos de negocios.
Giró en redondo.
—Victoria...
Se volvió.
—No serás feliz.
—No voy a venir a llorar a tus brazos
si es así, Dan. Lo comprendes, ¿verdad?
—¿Nunca pierdes la calma? —preguntó él,
perdiendo la suya.
—Muy pocas veces. Y es curioso: cuanto
más la pierden los que se enfrentan conmigo, más serena me encuentro.
—Algún día la perderás, Victoria,
porque no cejaré hasta no ver por tierra humillada y pisoteada a la mujer que
amas. No te será fácil introducirla en nuestro mundo ¿Crees que nuestras
amistades permitirán esa relación tan aberrante? ¡Oh, no! La modelo vulgar que
sació tus apetitos carnales jamás llegará a ser una gran dama.
—Querido Dan —rió tranquilamente—. Daniella
Bennett no llegará jamás a ser una gran dama, porque lo es ya. ¿Sabes por qué
la elegí a ella? Porque hallé en su persona todas las virtudes recopiladas.
Todas esas virtudes de las cuales carecen tantos mujeres y hombres como tú.
—Me estás ofendiendo, Victoria. Además
me estás ofendiendo.
—Abstente de rozar la moral sin mácula
de la mujer que ha robado mi corazón. Y salió.
Dan se derrumbó en una butaca y ocultó
la cara entre las manos.
CAPÍTULO 12
No fue a cenar con ella como le
prometió. Se dirigió al club, a la salida de casa de Dan, y cenó con unos
amigos. Tampoco la advirtió por teléfono de que no la esperara. Iría al día
siguiente, pero no solo, con sus padres...
Se retiró temprano. Durmió
profundamente. Sin temor a nada, sin remordimiento alguno de conciencia. Si Dan
fuera un hombre honorable, jamás se hubiera atrevido a dejarlo. Pero Dan no
reunía condición alguna y ella tenía que defender su felicidad.
Se levantó temprano y se dirigió a su
oficina. Todo funcionaba como siempre. Pero la vida para ella no tenía el mismo
colorido. Era todo muy distinto. Saludó aquí y allá y se introdujo en el
departamento particular. Dictó algunas cartas, puso documentos en orden y a las
once marcó un número. En seguida contestó una voz suave, tierna.
—Dígame.
—Daniella...
—¡Victoria!
—¿Me esperaste hasta muy tarde?
—Sí...
—Perdóname, pequeñita. No pude ir.
Ocurrieron cosas... ¿Me oyes, Daniella?
—Sí.
—No vayas a la casa de modas. Está
tarde, temprano, iré a buscarte... No iré sola, Daniella.
—¿Quién... te acompañará?
—Mis padres.
—¡Victoria!
—Quiero comprometerme contigo y vivir
mi vida a tu lado…y cuando haya una ley que lo permita me casaré contigo,
querida mía.. Necesito tenerte cerca constantemente para que mi vida tenga un
aliciente, Daniella...
—¿Qué?
—¿Me oyes?
—Sí.
—No dices nada.
—Es... que no puedo.
—Hasta la tarde, pequeña.
—Hasta la tarde, Victoria. ¿Lo... has
pensado bien?
—¡Hace tanto tiempo que vengo
pensándolo, que ya estoy cansada de pensar! Sí, cariño. Lo he pensado y lo he
decidido. Te dejo. Siento los pasos de mi padre que viene hecho una tromba.
Colgó. Se abrió la puerta y sir Lewis,
sofocado, nervioso, hizo su aparición.
—Victoria —estalló—. ¿Sabes lo que has
hecho?
Su hija no se alteró lo más mínimo. Se
puso en pie y dijo:
—¿A qué te refieres, papá?
—Vas a faltar a tu palabra, y Walter
me amenaza...
—¡Oh, ya comprendo! Toma asiento,
papá. Te voy a servir una copa de coñac. Creo que la necesitas —y con ironía—:
No debes tomar esos berrinches, no merece la pena.
—¿Que no la merece? ¿Sabes lo que
dices? Nuestros negocios...
—Sí, sí. Antes de responderte a eso,
me gustaría saber qué es lo que te disgusta. El que yo falte a mi palabra o tus
negocios.
Sir Lewis limpió con un albo pañuelo
el sudor que perlaba su frente. Rezongando, exclamó:
—Al fin y al cabo, ¿qué me importa tu
compromiso? Lo que me importa es lo que esto trae consigo.
—Toma asiento, sir Lewis. En este
instante vamos a hablar de negocios tú y yo. Sabes que hará cosa de un mes he
tenido una reunión con un grupo de nuevos accionistas.
—No me has dicho que eran accionistas.
—¡Oh! ¡Perdona mi negligencia! Lo
eran, por supuesto. Hemos firmado un contrato muy ventajoso. Como director de
la compañía y con poderes que me dieron para obrar con plena libertad, decidí,
por mi cuenta y riesgo, firmar el contrato mencionado, por medio del cual
disponemos de un capital en efectivo tres veces mayor del que mencionó sir
Walter esta tarde. ¿No es eso lo que te preocupa?
—Me asombras, muchacho.
—Si no estuviéramos preparados —añadió
Victoria, tranquilamente—, nuestra compañía hubiera sufrido un rudo golpe al
retirar sir Walter su capital. Pero lo estamos, papá. Lo he previsto todo.
Espero que esta tarde me acompañes a casa de Daniella Bennett.
Sir Lewis tartamudeó:
—¿Vas... a unirte a ella?
—Sí. Supongo que nada tendrás que objetar.
—Yo... Bueno... tal vez tu madre...
—Mi madre está de acuerdo. Claro que,
aunque no lo estuvierais, lo hubiera hecho igual.
—Vete a vivir con ella si así lo
deseas, pero no me pidas, ni a tu m adre ni a mi, que te acompáñenos a su casa.
—¡Papá!
—Lo siento, hija —se aturdió el
caballero, bajo la fría mirada de Victoria—. Me has salvado de la ruina, pero
me has dejado en ridículo.
—O sea, para ti es antes tu buen
nombre, tu palabra empeñada, que la felicidad de tu hija.
—¿Sabemos acaso si vas a encontrar la
felicidad con esa joven? ¿Ni siquiera existe una ley donde puedan llevar a cabo
su unió? Cuando me hayas demostrado tu felicidad... la recibiré como a una
hija.
—¿Es... tu última palabra?
—La única. Y ahora ponme al corriente
del nuevo contrato. Esta tarde se reunirá el consejo y sir Walter Gillies
retirará su capital.
—Presidiré esa reunión —dijo,
secamente.
Al mediodía trató de abordar a su
madre. Se encontró con la misma barrera. No era una mujer que suplicara.
Decidió obrar por su cuenta.
Estaba muy bonita. Una tímida sonrisa
le recibió. Ella no dijo nada. Silenciosa, lenta, hábil, la tomó en sus brazos
y empezó a besarla. No había barrera para su amor. Los besos tenían un sabor
diferente y el contacto las electrizaba. Fue un momento sublime para ambos.
Cuando tras aquellos minutos de apasionante inconsciencia se separaron, Ella le
puso una sortija en el dedo y ella no le preguntó por sus padres, lo que
demostró a Victoria una vez más la delicadeza de aquella espiritual criatura.
—Quiero tener una relación contigo
—dijo ella sin soltarla, haremos un tipo de celebración uno de estos días, sin
testigos ni amigos.
Tampoco le preguntó por qué. Dijo tan
sólo: —Bueno, Victoria; si no te arrepientes...
—¡Nunca!
—Te adoraré siempre, Victoria. Pero
tengo miedo.
—A mi lado no debes tenerlo.
La apretó contra su pecho. Inclinó la
cabeza sobre la de ella y le habló bajo:
—Siempre creí que al casarme podría
vivir con mis padres… No es así. Viviremos solas. Por ahora, aquí. Más adelante
no sé...
—Donde estés tú; vida mía, yo seré
feliz.
—Eso es lo único importante.
Pero ella supo que una nube enturbiaba
la felicidad de aquel instante. Comprendió que se debía a la actitud de sus
padres. ¿Por qué le dijo por teléfono que le acompañarían y ahora ocurría todo
lo contrario? No preguntó. Amaba a Victoria. Sólo a elal, y emplearía el resto
de su vida en hacerla feliz. Pasó los brazos por el cuello de la alta morena y
por un instante sus ojos contemplaron la sortija de brillantes.
—La honraré toda la vida, Victoria. Tú
lo sabes, ¿verdad?
—Sí, pequeña, lo sé. Yo sé cómo eres.
Cuando el mundo te conozca como yo, te adorará.
—Sólo deseo que me ames tú. Mi vida se
centra en ti y en tu amor. ¿Qué importa lo demás, Victoria?
Ella no se daba cuenta, pero importaba.
¡Oh, sí, importaba mucho! Por ella, no. Estaba segura de su amor, de poder
prescindir del fasto de la sociedad a la cual pertenecía. Pero ella, si sus
padres la rechazaban (y claro, lo estaban demostrando), se vería obligada a
sufrir vejaciones sin fin. Si sus padres acudían a su lado, si la recibían en
sus brazos, las amenazas de Dan le causarían risa. Pero si sus padres se unían
a Dan y al correr los días Daniella, convertida en su compañera, era humillada
con saña, ella no podría remediarlo porque no siempre estaría a su lado.
La cerró contra sí y la cubrió de
besos. Un ansia loca de protección la invadió. Besaba los ojos entrecerrados de
Daniella, su garganta, sus labios, y allí se eternizó como si la razón de su
existencia dependiera de aquellos besos.
Fueron días los que transcurrieron de
dolorosa violencia. Sir Walter retiró su capital, pero seguía jugando en el
club con su padre, lo cual indicó a Victoria que sus padres no estaban
dispuestos a perdonar. Buscaba el refugio en los brazos de Daniella y preparaba
sus cosas de modo rápido, para terminar cuanto antes, y poder vivir con ella el resto de su
existencia. Sufría pero no por ella. Era feliz teniendo a Daniella. Sufría por su
pequeña rubia, porque sabía a la dura prueba a la cual iba a ser sometida.
Haría una pequeña ceremonia al día
siguiente. Ruth sería una especie de madrina, un amigo el padrino. La ceremonia
tendría lugar a las diez de la mañana en un pequeño jardín de un apartado
barrio de la ciudad. Seguidamente emprendería viaje hacia Londres. Después… se
instalarían en el piso de Daniella y, más adelante ella compraría un hotelito
en las afueras.
Se hallaban todos sentados a la mesa,
aquella noche, cuando Victoria dijo:
—Mi ceremonia será mañana.
Nadie respondió. Sólo lady Magda
pestañeó varias veces seguidas.
—Siempre creí que podría vivir aquí
con la persona que amo. Y, por supuesto, nunca esperé unirme a ella sin mi
familia.
Tampoco obtuvo respuesta.
—No lo siento por mí —añadió,
roncamente—. Pero Daniella merece la consideración de todos y, si vosotros la
despreciáis desde este instante, va a ser desgraciada.
Esperó una razón. Nadie levantó la
cabeza ni dijo una palabra. Se puso en pie y los miró desde su altura.
—No sé cuándo volveré a veros. Saldré
de casa mañana muy temprano.
Nadie respondió. Victoria giró en
redondo y salió sin volver la cabeza. Cuando se cerró la puerta tras ella, lady
Magda estalló:
—Es inútil, Lewis. No lo puedo
resistir.
—Calma, Magda.
—Es mi hija, y, como ella, creo en que
Daniella Bennett, merece todo nuestro respeto y admiración.
—Calma, Magda.
—Si tú no vas —exclamó exasperada—, yo
sí. Yo iré y seré la madrina, y levantaré bien la cabeza y la besaré. ¿Te
enteras, Lewis?
—Te he dicho...
—Ya lo sabes.
Y salió del salón comedor, recogiendo
el vuelo de su traje de noche.
Eran las nueve de la mañana cuando
Ruth acudió a abrir la puerta del piso de su amiga.
—Será Victoria —dijo Daniella,
saliendo de la alcoba.
Vestía de negro, sencilla, bonita, más
melancólicos sus ojos cuanto más emocionada se hallaba. Y se hallaba mucho. La
falta de los padres de Victoria era una puñalada clavada en pleno corazón, pero
Victoria no lo sabría jamás.
Tres figuras se recortaron en la
puerta, y tanto Ruth como Daniella quedaron suspensas, sin saber qué decir.
—Buenos días, querida —saludó lady
Magda con encantadora sencillez, como si la conociera de toda la vida—. ¿Victoria
no ha venido aún? Esta es mi otra hija —añadió, sin esperar respuesta— y éste
es mi esposo. Los conoces, ¿verdad?
Ya estaban los tres ante Daniella, una
Daniella emocionada y temblorosa, que de pronto se echó a llorar como una
criatura.
—Calma, calma —rogó sir Lewis, besando
la frente de la joven—. Que perdonen tus amigos, querida, pero Magda y yo hemos
decidido ser los padrinos.
Entró Victoria en aquel instante, y al
presenciar el cuadro, una amplia sonrisa cubrió su rostro.
—Papá —dijo, con lengua torpe—. Mamá—.
Los dos se volvieron.
—Hola, muchacha —saludó el caballero,
como si su presencia allí fuera lo más natural—. Nos hemos adelantado. Le
estábamos diciendo a Daniella que seremos los padrinos. La servidumbre prepara
un pequeño banquete para todos nosotros, incluyendo a tus amigos. Espero que en
lo sucesivo Daniella se encuentre bien entre nosotros.
—¡Papá...!
—No me digas nada, hija. He sido un
tonto —se volvió hacia Daniella, que se hallaba junto a lady Magda—. Daniella,
hijita —dijo—. ¿No tienes algo de beber por ahí? Tengo la garganta seca.
—Ya lo sabes.
—No es... posible.
—Lo es, Dan. Ni tú, ni yo, ni nadie
podrá nada contra lady Magda si se propone elevar a Daniella Bennett, y se lo
está proponiendo.
—Tú me dijiste...
—Sí, sí, te dije —se impacientó sir
Walter— lo que creí observar en la actitud de Lewis, pero me equivoqué. Quieren
demasiado a su hija para humillarla. Fueron los padrinos. Llevaron a Daniella a
su casa, y al regreso del viaje de novios, se instalarán en la residencia de
los Schnaider. Si quieres las cosas más claras...
—Necesito salir de viaje, papá...
—Te comprendo. Saldremos hoy mismo.
Pero quiero que sepas que si has perdido a Victoria, sólo tú has tenido culpa.
—No me hables de eso, lo prefiero.
En un hotel de Londres, Daniella Bennett
se perdía en los brazos de su amada y decía muy bajo:
—Ya no hay nubes en nuestra relación, Victoria,
amor mío—. La mujer de cabellos nego no la oía.
—¡Victoria!
—Sí, ternura. Pero no hables ahora.
Ámame. Tanto tiempo deseando este instante...
Un instante que Daniella vivió con
intensidad, y que cuando meses después era una dama admirada en Penzance,
siguió viviendo.
Victoria Schnaider nunca se arrepintió
de haberla hecho su mujer. Y lady Magda y sir Lewis estaban profundamente
orgullosos de tenerla a su lado.
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...Tierna, de lo que ya no hay!
ResponderEliminarme encanto simplemente me encanto :)
ResponderEliminarWauuuuuuu me facino que buena historia besos
ResponderEliminarllore con el final que tubieron ame esta historia,llore porque por fin estan juntas gracias simplemente gracias Adaptaciones!!!
ResponderEliminarbesos desde la argentina
Lourdes Avalos