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El jardín de la oca - Amina - 3 - Final

 
3


Lucía y su hija Marta habían decidido compartir el piso familiar entre ellas, llegando a un pacto de convivencia sin responsabilidades de madre ni obediencia de hija, como dos compañeras de piso, compartiendo normas y cargas. Como el piso era grande, decidieron buscar a alguien más que colaborara en los gastos. Y es ahí donde entra Sara, la mujer que necesitaba comenzar de nuevo. La recibieron con confianza y alegría porque la referencia de Marian, de la cual confiaban, fue suficiente para ellas.

Lucia va a cumplir cuarenta y seis años y es viuda con dos hijos, Luis de veintisiete y Marta de veinticinco años. Hace diez años que murió su marido de un infarto, mientras conducía el taxi y desde entonces, su único objetivo ha sido sacar a sus hijos adelante. Le quedó una pequeña pensión de viudedad y unos ahorros que sirvieron para que los hijos estudiaran una carrera. Hasta hace dos años estuvo trabajando de recepcionista en una clínica dental pero ahora, no encuentra trabajo y se tiene que apañar con el dinero de la pensión.
Al acabar la carrera de biología, su hijo Luís trabajó como becario en unos laboratorios durante un par de años y estuvo aportando su sueldo de mileurista en casa, pero llegó la crisis y fue despedido. Después de un tiempo buscando trabajo sin éxito, tuvo la oportunidad de irse a Australia y no se lo pensó dos veces. Sentía que era una carga para su madre y le ofrecían la oportunidad de ejercer la profesión para la que se había preparado.
Sara se instaló en la habitación vacía del hijo y, desde el primer día, supo que había encontrado un hogar. Para Sara, llegar a esa casa fue como levantar las persianas de un cuarto en tinieblas para que entrara la luz. Era la oportunidad de olvidar su pasado, de olvidar a Pepa. Aquella partida ya no tenía opción de otra jugada, se torció el camino, se acabó el juego. Tal vez, el haber caído en la calavera no significaba el fin sino el principio. Era el momento de un nuevo comienzo.
Desde un principio hubo empatía entre ellas. Con Marta hizo buenas migas y se contagió de su espíritu reivindicativo y revolucionario. Siempre que podía, se iba con ella a todo tipo de manifestaciones y protestas contra las políticas autoritarias y antisociales del gobierno de turno. Marta había estudiado periodismo pero no había conseguido ejercer el oficio, se buscaba la vida repartiendo prensa gratuita, propaganda o haciendo encuestas de consumo, trabajos todos precarios y mal pagados.
Lucía tiene la misma edad que Pepa pero son tan distintas, tanto, como el día a la noche. Lucía es solar, terrenal, sufrida y curtida por la vida. Su carácter dulce y afectivo fue el antídoto que necesitaba Sara para su emponzoñado corazón. Día a día, Lucía fue desinfectando la herida de Sara y se fue convirtiendo en el color dominante en su paisaje interior.
Cuando Sara regresaba de sus visitas a domicilio, le encantaba entrar en la casa y oír la música, percibir el olor a tomillo y a cocina, a ropa recién planchada, olores que cicatrizaban las heridas cotidianas y le evocaban una niñez olvidada. Intentaba llegar pronto para ayudar en la cocina y poner la mesa para comer en cuanto llegara Marta. Después de comer, la hija se iba a clases de alemán y Lucía y Sara se quedaban disfrutando de la sobremesa, charlando durante horas ante un café. Poco a poco se fueron contando sus historias y conociéndose cada vez más. Sara le habló de su amor cada vez más lejano que aún le dolía en el alma. Lucía le contó que su marido fue un buen hombre pero que no estuvo enamorada de él. Se casaron muy jóvenes porque ella se quedó embarazada y perdieron todos los años de juventud en criar a los hijos. Recordaba que la última vez que salió a divertirse fue por el ochenta y seis, ya embarazada de Luís, para ir a un concierto de Serrat, su cantante y poeta favorito. Después, cuando los hijos ya estaban criados y creía que les iba bien en la vida, murió el marido y todo se derrumbó como se derrumban los castillos de naipes. Ahora, tras diez años de lucha solitaria para sacar adelante a su familia, los hijos se habían hecho mayores y empieza a notar el vértigo del tiempo y el miedo a envejecer sola. Notaba como su cuerpo se iba ajando poco a poco y las arrugas comenzaban a surcar su rostro. Sin embargo, a Sara le parecía que le sentaba bien el otoño, que su madura belleza  conservaba aún todo su atractivo. Sintió reconocer en Lucía el mismo estado de ánimo que arrastraba ella desde hacía tanto tiempo, idéntica fragilidad y mismos deseos de amar y de que alguien las ame a su vez.
Tras unos meses de convivencia, Sara recobró la sonrisa. Lucía le había devuelto la ilusión y la esperanza cuando ya no creía en el amor. Sin embargo, tenía miedo, miedo a fracasar de nuevo, a volver a sufrir, a precipitarse cuando aún estaba saliendo de su anterior fracaso. Además, a Lucía le gustaban los hombres y nunca se había fijado en las mujeres en ese sentido.
Una noche que Marta y Sara volvían caminando de una manifestación contra el robo de algún derecho social, de la que tuvieron que salir corriendo para no recibir el maltrato de los antidisturbios, Marta le dijo que su madre era otra desde que ella vivía en casa, que antes no ponía música ni sonreía tanto como lo hacía ahora, y que se alegraba que Sara estuviera con ellas porque hacía feliz a su madre.

Llevaba un tiempo sin pensar en Pepa. La herida estaba ahí, aún la notaba, pero ya no le dolía como antes; ya no sentía añoranza de su vida anterior, ni echaba de menos su compañía, ni su vida de ejecutiva, regando flores de plástico y pendiente del teléfono. Habían pasado trece meses, tres semanas y tres días y era el momento de pasar página, de empezar una nueva partida e intentar alcanzar de nuevo el amor, el paraíso terrenal. Pero no sabía si conseguiría amar con la misma intensidad o si el sufrimiento pasado habría erosionado sus sentimientos.
Hacía algo más de un mes, Sara fue a una exposición con las amigas y, mientras hablaban entre ellas, Mamen le anunció un enemigo a las tres. La vio de lejos, estaba guapísima, elegante y acompañada por una mujer más joven que ella. No pudo negar que aún sentía algo por ella. La situación le recordó a otra vivida junto a Pepa hacía tiempo y que había olvidado por completo. Fue al principio de la relación, cuando asistieron a la presentación de un libro. Una mujer se les acercó y, sin quitar la mirada del rostro de Pepa, le preguntó si no le iba a presentar a su acompañante, que si era ella la mujer por la que la había dejado. La situación fue violenta, Pepa no la contestó, agarró a Sara por el brazo y se fueron en dirección a un camarero que portaba una bandeja llena de copas de vino. Sara no preguntó ni sopesó la importancia del asunto aunque fue en ese momento, cuando se enteró que Pepa tenía pareja cuando se conocieron. Al final de la velada, mientras Pepa se despedía de unos amigos, Sara se dirigió al guardarropa para recoger los abrigos. Aquella mujer se le acercó por detrás y le dijo que no se sintiera tan segura, que la dejaría tirada como a las demás. O una de dos, o esa mujer manejaba información sobre Pepa que Sara desconocía, o fue una visionaria.
Cuando Sara volvió a la realidad, se regañó por no haber tenido en cuenta en su día las palabras de aquella mujer. Sintió que aquella situación era como un déjà vu invertido, como si el episodio se repitiera pero esta vez visto desde un espejo, donde ella ya no era ella, sino la otra, la despechada. Pero Sara no era la otra mujer, no iba acercarse a preguntarle por su acompañante ni quería saber nada más, ya había sufrido bastante y no deseaba hurgar de nuevo en esa fresca cicatriz queloide que aún punzaba en su corazón. Había tanto que olvidar y nada que decirse.
En un momento dado, hubo un cruce de miradas entre ellas, cruce que duró más tiempo del que debiera. Pepa hizo un gesto con la mano acercándola a su oreja a modo de teléfono, dándole a entender que quería llamarla, pero Sara le contestó con un movimiento de cabeza dejando claro que no quería hablar con ella, mientras le respondía mentalmente: «Me gusta todo de ti, pero tú no».
Pidió a las amigas cambiar de sitio y al salir de la galería de arte, mientras caminaban por la calle, Marian la agarró de la cintura para decirle que había hecho lo correcto y, aprovechando la ocasión, también le dijo que no dejara pasar la oportunidad y se animara a jugar de nuevo, que moviera ficha por Lucía. Había hablado con ella y tenía claro que sentía algo por Sara.

Se lo había dicho Marian y también Marta, Lucía sentía algo por ella. Saber que la persona de la que se estaba enamorando también lo estaba de ella, provocó en Sara el deseo de jugar de nuevo. El placer de coincidir y el orgullo de gustar pudieron con el temor a reincidir. En la vida, se dijo, hay que aprovechar los intervalos que hay entre putada y putada porque es donde, de vez en cuando la vida, toma contigo café.
Le saca siete años de vida, siete años de experiencia, siete años de sabiduría, y es madre, y se le nota a veces, cuando le habla en forma aleccionadora pero dulce, como lo hace una madre con su hija. Y a Sara le gusta, le hace sentirse protegida, querida por ella. Solo le faltaban sus besos por la noche.

Aquel día, mientras preparaban la comida, Lucía sufría la nostalgia del hijo ausente, un dolor que no podía disimular. Luís le había contado que estaba saliendo con una chica australiana y que habían decidido irse a vivir juntos. Para Lucía la noticia tenía doble filo, por un lado se alegraba mucho que su hijo estuviera acompañado pero, por otro lado, le daba miedo que una novia de las antípodas le hiciera echar raíces para siempre en aquel país lejano. Se le saltaban las lágrimas cuando pensaba que había perdido a su hijo en vida, que tendría que conformarse con verle a través del Skype y acostumbrarse a la ausencia de sus besos. Y todo por culpa de políticos corruptos, banqueros usureros y empresarios especuladores, que han negado el futuro a los jóvenes de este país y su hijo Luís, como muchos otros, no tuvo más remedio que irse fuera, alejarse de sus seres queridos para poder tener un futuro de vida en un país remoto que le daba la oportunidad de ser alguien. «Entre esos tipos y yo hay algo personal».
Sara quiso animarla y, como existe siempre una razón escondida en cada gesto, aprovechó la ocasión para invitarla a salir a divertirse esa noche. Había conseguido dos entradas para el concierto que había esa noche de Serrat en un teatro de la ciudad. Quiso que fuese una sorpresa y no le dijo nada hasta que lo descubriera ella al llegar al lugar.
Se le llenaron los ojos de lágrimas por la emoción cuando se enteró que iba a escuchar en directo, y en plan íntimo, a su cantante favorito. No dejó de mirar a Sara con los ojos totalmente abiertos por la incredulidad y el nerviosismo hasta que empezó el concierto. Lucía estuvo callada durante todo el recital, con los ojos vidriosos, sintiendo la emoción de cada canción. Al final, en los bises, el cantautor por fin cantó “Lucía” y Sara sintió cómo una mano temblorosa se entrelazaba con la suya para no soltarla hasta el final.
Durante el camino de regreso, Lucía no habló, los sentimientos de esa noche por el concierto y por lo que estaba sintiendo por Sara la tenían trastocada. Cuando llegaron a la casa, se despidió de Sara acariciando su cara y dándole de nuevo las gracias por aquella noche inolvidable. Sara quiso ser prudente, no había que precipitar las cosas, había que ir poco a poco, a pasito lento, enhebrando de nuevo los sentimientos. Tenía que darle tiempo a Lucía para que reconstruyera sus esquemas.
A la mañana siguiente, cuando se disponía a salir para ir a trabajar con Camilla, su fiel escudera, Sara recibió la llamada del hijo de la anciana a la que iba a visitar esa misma mañana, comunicándole la muerte de su madre. La noticia entristeció a Sara de tal manera que tuvo que sentarse para intentar recuperar el ánimo. Pobre Doña Carmen, anciana bondadosa y resignada que al final no consiguió morir con dignidad, sino en los pasillos de urgencia, esperando una cama en planta que nunca existió.
Cuando Lucía la vio sentada en la cocina, con las manos tapando su cara, se sentó a su lado y acariciando su hombro, su pelo, le preguntó si se encontraba bien. Sara la miró fijamente con sus ojos llorosos y le dijo: «Si el ayer no se olvidase tan aprisa, si el cansancio y la derrota no supiesen tan amargo, si no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina, si no se llegase huérfano y las piernas respondiesen; quizás llegar a viejo sería más llevadero, más confortable, más duradero; quizás llegar a viejo sería más razonable, más apacible, más transitable. Un final con beso». Lucía reconoció la canción a la que pertenecía esa letra y supo lo que pasaba. Con un gesto cariñoso apartó un mechón de los ojos de Sara y besó sus labios. Y en ese instante, fue cuando Sara supo que volvería a ser feliz.
Me imagino que, desde hace rato, más de una se habrá preguntado cuánto dio de sí esa tarde plomiza de abril para que narre tantos sentimientos de su amiga. Para ellas, y para todas las demás, he de confesar que he utilizado la burda excusa de la amiga para contaros mi vida. Diré en mi defensa que, narrar esta historia en tercera persona, parapetada ante mis emociones, me ha dado una perspectiva que no hubiera conseguido en primera persona. Puede que a veces, en el resentimiento de mis palabras se me hayan escapado detalles importantes, pero lo escrito es lo que he sentido y siento. Rastrear lo que fui, con la memoria infiel, buscando en un tiempo que ya no existe, no es fácil cuando los recuerdos son amargos. Esos recuerdos, hijos del pasado, que aún no están limpios de nostalgias, suelen contarte mentiras, amañan la historia a nuestro acomodo porque, a pesar de todo, hay que sobrevivir.
Esa tarde plomiza de abril, en aquella cafetería, existió, pero fue conmigo misma con quien mantuve la charla ante un café, para poner en orden mis sentimientos y no sentir tan de cerca la lluvia de esa tarde vacía. Después de esa lluvia vino el sol, un sol radiante que iluminó de nuevo mis días.
Y para finalizar os escribo, en este último párrafo de esta última página, mis últimas palabras. Bastará decir que la vida me ha dado otra oportunidad, que he conseguido vencer al desamor y vuelvo a amar después de amar, con más intensidad, si cabe, porque no existen dudas que me perturben. Aun sabiendo que el amor no tiene garantía eterna, tiré mis dados sobre el tablero para jugar una nueva partida de la vida y esta vez, fue todo mucho más fácil. Avancé con pasos precisos por las casillas del destino, superando sin dificultad todas las trabas y peligros del camino y al final, como exige el espiral juego, saqué el número exacto para cruzar la puerta hacia el paraíso terrenal. Y desde entonces, habito en el Jardín de la Oca, donde su dama me ha hecho un hueco en su lecho para anidar en sus brazos.

--- FIN ---
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La Teta Feliz Historias y Relatos ® Amina - Derechos Reservados
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5 comentarios:

  1. Oyeeeeeeeeeeeeee, que bonita historia, Ya decia yo que la "amiga" conocia muy afondo el problema, para lograr detallarlo con tal belleza. Una vez más acepto que me ha gustado, ó mejor, me ha encantado! :)

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  2. Bellísimo relato, desde todo punto de vista. Más allá de la hermosa historia que conmueve hasta las lágrimas, es un placer leerla. Literariamente exquisita. Felicitaciones!

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  3. Una historia que me enseña una leccion de vida por mas desastrosa que sea la vida siempre nos trae una luz, felicitaciones por tan grandiosa historia

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  4. Que hermoso relato, Amina!!
    Sólo desearte más, muchísima más felicidad de la que has encontrado.
    Un gran abrazo.
    C.

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  5. De vez en cuando la vida ... te besa en la boca !!!! Y, toma contigo café. ..."
    Cuantas palabras pueden unir a dos personas, con parecidas vivencias. Gracias, por escribirlas, y haber tenido la oportunidad: de redescubrir las mías.

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