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No
hace mucho que descubrí este blog y, tras leerme muchas de las estupendas
historias que hay en él publicadas, me he animado a contaros una. Es la
historia de alguien que conozco, de una antigua amiga, que me contó una tarde
plomiza de abril en una cafetería del centro, donde nos encontramos tras mucho
tiempo sin saber la una de la otra.
Este
relato de amor, o mejor dicho, de desamor, que os voy a contar no tiene nada de
novedoso, es uno más de tantos, donde solo pretendo reflejar la fragilidad
humana y su constante lucha por sobrevivir y amar.
Cuando
alguien te cuenta su historia, para esa persona no solo es su versión sino que es
la verdad de los hechos. Por lo tanto, cuando solo se conoce una de las partes
de un hecho, la verdad es la primera víctima y la segunda, la persona que te lo
cuenta. Pero aun así, sea la historia de mi amiga verdad o solo una parte de la
verdad, o tenga medias verdades, os la narro como cierta y en vuestro juicio
estará creerla o no. Lo que sí debéis tener en cuenta es que, nunca es triste
la verdad, lo que no tiene es remedio.
Mi
amiga Sara es una mujer que se acerca a los cuarenta, hecho que lleva fatal, sabe
que le costará pronunciar el cambio de década y más que deprimir, le entristece
ver que, a estas alturas, su vida es tan incierta como a los veinte años, sin
nada conseguido, con todo por resolver. Se siente hundida y con pocos
alicientes para seguir tirando. Su vida laboral zozobra por este “Mar de la Crisis” y su vida sentimental
es un pecio que yace, desde hace tiempo, en las abisales profundidades de su
corazón. Ella cree que ha tenido mala suerte en el amor y tiene la teoría de
que sus relaciones han sido como partidas del Juego de la Oca, que siempre
pendieron de un azar caprichoso que nunca le permitió ganar, llegar a la meta,
al paraíso terrenal del Jardín de la Oca, y solo le dio opción a aprender a
perder por no saber jugar sus dados. Según ella,
sus aventuras y desventuras sentimentales han transcurrido por un tablero de
recorrido espiral, un laberinto con un único sendero surcado de pruebas, donde
la ventura de la vida le hizo avanzar y retroceder, la premió y la castigó;
yendo de oca a oca, de puente a puente, de dado a dado y del laberinto al
treinta; cayendo en el pozo, en la cárcel, en la posada y en la calavera, donde
cayó la última vez, situándola de nuevo en la casilla de salida. Cuando lo
recuerda, siente un dolor sordo que se extiende bajo su piel hasta llegar a las
manos, y que intenta calmar frotándoselas y pensando en otra cosa.
Hace
algo menos de año y medio, Sara cayó en la calavera cuando su pareja la dejó y
poco después, perdió el trabajo. Fue una caída en barrena que le ha costado
estabilizar y que a estas alturas, aún sigue intentando remontar el vuelo de
nuevo. Ella sabe de su fragilidad ante la vida pero también sabe de la
necesidad de seguir viviendo y de seguir conviviendo y por ello, dentro de su flaqueza, se inculca las fuerzas
necesarias para proseguir con su vida. Y lo intenta con algo de dignidad y un
poco de autoestima porque, ante todo, y después de todo, no quiere dar ni
sentir pena por ello. Sabe que su historia no es la única, que todos pasamos
por malos momentos, y no quiere regodearse en sus miserias ya que esa actitud
le hunde más. Intenta ser positiva ante la vida, pasar página y centrarse,
aunque le cuesta una barbaridad. Y le cuesta una barbaridad porque piensa que
su situación anímica y su edad no son buenas compañeras para una nueva andanza.
Sin embargo, no todo en su vida es oscuridad. Desde hace poco, hay una pequeña
luz de esperanza en su horizonte. Pero quiere ser prudente y estar segura de
que no se trata de un clavo ardiente al que asirse. Por eso va con pies de
plomo.
Pero,
vayamos por partes. Creo que será mejor que primero os ponga en antecedentes
para que entendáis por qué Sara se encuentra en este punto de su vida.
Describir
cómo es Sara no es fácil, no porque ella sea complicada, sino porque se me dan
fatal las descripciones. Físicamente es guapa, no es que sea un canon de
belleza pero en su conjunto, es una mujer atractiva. Es alta, delgada, con los
ojos color azabache como su pelo rizado, donde empiezan a despuntar las canas
del tiempo, mas su aspecto aniñado siempre le ha hecho aparentar menos edad de
la que tiene. Es de carácter sereno y tiene un humor fino y sutil, es buena
conversadora y le gusta filosofar. En fin, no sé qué más añadir para que os
hagáis una idea de cómo es ella. Me atrevería a decir que os gustaría por su
forma de ser.
Sara
es fisioterapeuta y es el único oficio que conoce. Tras acabar los estudios montó,
con toda la ilusión del mundo y junto a un compañero de facultad, una clínica
en un barrio caro de la ciudad. Pero, como de ilusión no se vive y los
pacientes no acababan por llegar, aquella clínica se volvió insostenible y
tuvieron que traspasar el negocio. Después, y hasta que la echaron, trabajó
durante años en una residencia de ancianos, lo que le permitió tener la vida
solucionada. O eso creía.
A
Sara le gusta su trabajo y se siente orgullosa de ejercerlo. Siempre que puede
hace honores a su profesión diciendo que la fisioterapia es una noble labor
para la sociedad. Rehabilitar a los ancianos y enfermos mediante masajes
terapéuticos para que consigan mayor movilidad y mejorar su calidad de vida le
hace sentirse orgullosa. Además, para ella, su trabajo tiene mucho de
psicología porque el contacto físico con los pacientes, motivando e
implicándose en la recuperación, les ayuda física y moralmente. Y eso lo sabe
ella de sobra cuando trata a sus viejecitos.
Lo
que no cuenta es que ella también necesita altas dosis de psicología para que
su trabajo no le afecte demasiado. Tratar con ancianos despojados de sus
hogares, conlleva reconocer la pérdida de dignidad que sufren y la tristeza
vital que padecen y eso, le parte el corazón a Sara. Ella dice que los
ancianos, junto con los niños, son los seres más desprotegidos de la humanidad
y, si existen unos derechos universales para los niños, por qué no existen unos
derechos universales para los ancianos. Pero desgraciadamente no es así, no es
país para viejos. En esta sociedad, que paradójicamente envejece a un ritmo
acelerado, ser viejo no es un valor, sino un defecto. Aun sabiendo que el
envejecimiento es un hecho ineludible, se persigue la eterna juventud,
ocultando canas y borrando arrugas como si se tratara de un pacto con el diablo,
mientras que a los viejos, se les aparta después de habernos servido bien. Y
Sara ha visto cómo se les aparta, cómo las familias optan como primera opción
la que debería ser la última e ingresan a sus mayores en una residencia para
que se marchiten en su apresurado camino hacia la muerte. Por eso, Sara piensa
que, cuando le toque a ella, elegirá el suicidio como salida, le parece mucho
más digno, mucho menos doloroso.
La
mayoría de los ancianos que atiende sufre algún tipo de demencia: alzhéimer,
senilidad… o tienen pérdida de movilidad y algunos de ellos, simplemente son
viejos. Ella los trata con todo el respeto que merecen y siempre tiene una
sonrisa para ellos, les muestra cariño y les presta atención, cosa que agradecen
los ancianos porque a esas edades se valora como nunca el afecto. El problema
que tiene Sara es que siempre se ha involucrado demasiado en su trabajo y eso
ha afectado a sus sentimientos. Siempre ha tratado a los pacientes como si
fuesen de su familia y a todos ellos les ha otorgado un huequecito en su
corazón. Mientras les masajea sus doloridos cuerpos, Sara les da conversación y
ellos se prestan gustosamente porque no suelen tener quien les escuche y muchas
veces, se animan a contarle sus historias, sus vidas. Es curioso que no
recuerden lo que han comido ese día y, sin embargo, sí recuerden con una claridad
meridiana lo acontecido en una guerra ocurrida hace más de siete décadas.
Sara
se siente la mujer más huérfana del mundo porque ha visto morir a muchos de
ellos, lo que ha hecho que su corazón se haya ido necrosando poquito a poco de
pena. Estos sentimientos no se los cuenta a los demás, se los queda para ella
porque sabe que es un tema doloroso que a nadie le apetece oír.
Durante
los primeros años en la residencia, el trabajo le afectaba tanto que, para
contrarrestar, salía casi todas las noches de juerga, necesitaba desconectar y
divertirse lo máximo posible. Era joven y sabía que tenía que aprovechar el
momento. Luego, la vida ya no le ofrecería la oportunidad.
Hasta
casi los veintisiete años, Sara fue bastante inestable emocionalmente, sus
relaciones amorosas no duraban más allá de dos o tres meses. Para calmar ese
elemento tan esencial en nuestras vidas que es el sexo, y más a esas edades,
Sara solía nutrirse de las rupturas. Escarceos con mujeres despechadas que solo
buscaban desquitarse de sus ex, sin compromiso alguno, era su prioridad. No le
importaba que fuesen heterosexuales, bisexuales o lesbianas, lo que le interesaba
era la falta de compromiso porque a ella, le aterraba el compromiso, le
producía aún más inestabilidad emocional de la que ya tenía. Por aquellos
tiempos jugó muchas, muchas partidas, fue de oca en oca y del laberinto al
treinta…, sin importarle el juego, sin importarle el premio, volviendo a
empezar con fuerzas renovadas si caía en la calavera. Aquella etapa le dio
experiencia pero no satisfacción. Lo mejor de esa época fueron las amigas que
aún conserva, Mamen, Cris, Silvia… y sobre todo, Marian, su mejor y fiel amiga,
con la que ha compartido penas y alegrías.
Gracias
al dinero que sus padres le enviaban, Sara compartió piso durante la época
universitaria con Marian y otras chicas y, al finalizar los estudios, se fueron
a vivir las dos juntas a un pequeño apartamento. Fueron inseparables durante un
tiempo, hasta que Marian encontró pareja y se fue a vivir con ella. Pero nunca
han perdido el contacto, a lo largo de todos estos años, cada una ha sabido de
la vida de la otra y ahora, más que nunca, hablan casi a diario y es el mayor
apoyo que tiene Sara.
Aquellos
años de convivencia con Marian, las juergas, las confidencias y el apoyo mutuo,
hicieron que se forjara la amistad que aún perdura. Y es sólo eso, una gran y
sincera amistad porque Marian es hetero.
Cuando se conocieron, Sara se enamoró de ella pero pronto supo que no tenía
nada que hacer y aceptó el papel de amiga. En realidad, ella sabe que fue lo
mejor, sus enamoramientos por aquellos tiempos no solían durar mucho por el
miedo al compromiso y, si hubiera habido algo entre ellas, tal vez se hubiese
frustrado la amistad que tienen ahora porque, haciendo memoria, no conserva
como amiga a ninguna de sus amantes. Con los años, Sara ha sabido quererla en
su justa medida, siente un profundo cariño hacia ella y le gusta que al final
haya sido así. El peso específico de la amistad es tan grande como el del amor.
Después
de la marcha de su amiga, Sara siguió viviendo unos años más en aquel pequeño
piso, el alquiler no era muy alto y su sueldo se lo permitía. Siguió con el
mismo ritmo de vida, trabajando de día y quemando las noches, donde se movía al
azar entre amantes y amores. Durante aquellos años de convivencia con Marian,
su compañía fue suficiente para no plantearse buscar pareja pero, tras su
ausencia, poco a poco, la losa de la soledad empezó a mostrar su peso. Su miedo
al compromiso se tornó en necesidad. Creía tener derecho al amor como cualquier
hijo de vecino, sabía que no había amado cuanto quería amar y quiso encontrar
un alma gemela con quien compartir su vida.
Durante
esa época, Sara tuvo unas cuantas relaciones que podrían destacarse, relaciones
que intentó que fraguaran sin éxito, tal vez porque no era lo que ella buscaba,
tal vez porque no era lo que ellas buscaban. Todas fueron partidas inacabadas
por falta de ilusión. Nunca alcanzó ese profundo sentimiento que nos convence a
nosotros y a los demás.
A
los treinta y tres años, más o menos, y después de varios fracasos
sentimentales que le hicieron plantearse la posibilidad de amoldarse a la
soledad, Sara conoció a Pepa, la famosa Pepa Valdés, conocida en todo el país
por ser presentadora de televisión. Tal vez esté metiendo la pata al decir su
nombre, lo digo porque ella aún no ha “salido del armario” ante la sociedad y
esta revelación puede traerle problemas. Pero, qué más da, me importa un pepino
si le jode que lo diga, ella jodió a mi amiga.
Por
ella, Sara decidió jugar la partida más larga de su vida, la que duró cinco
años. Cinco años de los que ahora se arrepiente pero, cinco años que no podrá
borrar de su memoria porque, aunque lo intentara, los ojos de Pepa no los podrá
olvidar jamás. Esos ojos azules que parecen producto de la esencia de Arrakis,
la perseguirán toda la vida.
Se
conocieron en una exposición de pintura donde su amiga Marian exponía unos
cuadros junto a otros pintores. Pepa se acercó a ella porque la había visto en
la residencia de ancianos donde estaba ingresada su madre. Entablaron
conversación y, con el pretexto de la madre, estuvieron hablando largo rato. A
partir de ahí, cuando Pepa iba a la residencia, buscaba a Sara para conversar
con ella. Empezó a visitar a su madre con más asiduidad y cambió su hora de asistencia
para coincidir con Sara a la salida.
Desde
un principio hubo conexión entre ellas y fueron muchas las tardes en aquella
cafetería cercana a la residencia donde, ante un café y una cerveza, Pepa y
Sara conversaron animadamente, intentando mostrar su humor y su franqueza. Cita
a cita, contemplar aquel rostro frente a ella, tan bello y luminoso, y oír su
voz, tan cautivadora y dulce, arrastraron a Sara hacia un enamoramiento
desconocido para ella.
En
aquellas conversaciones ninguna de ellas confesó tener pareja, Sara porque no
la tenía y Pepa, nunca lo sabremos. O sí.
Al
final de cada encuentro, ya entrada la noche, tomaban un taxi para volver a
casa, primero a la de Sara, donde se despedían con un beso en la mejilla, para
luego continuar con una sola pasajera con destino a otro lugar de la ciudad.
Una
tarde que Pepa la esperaba a la salida del trabajo, tras saludarse sus miradas
se encontraron y sus bocas se unieron un instante en un rápido beso. «Menos mal, ya empezaba a creer que no
acabarías por decidirte» dijo Pepa con una sonrisa y un brillo inusual en
su mirada. Aquella noche, el taxi solo hizo una parada.
Pepa
es bella, de facciones perfectas y simétricas, con una ondulada melena rubia y,
como ya he comentado antes, unos espectaculares ojos azules, a veces color
cielo de invierno, a veces color zafiro, según el momento y la luz del día. A
Pepa le gusta vestir bien, siempre va a la moda y, como no es muy alta, tiene
debilidad por los zapatos de tacón. Es una mujer
vitalista y con mucho carisma, y también ambiciosa, todo hay que decirlo. Tiene
siete años más que Sara, cosa que le atrajo a mí amiga porque, no sé si lo he
dicho antes, a Sara siempre le han gustado las mujeres mayores que ella, las
encuentra mucho más interesantes que las jóvenes.
Sara
se enamoró de Pepa hasta la médula y, aunque ahora lo niegue y reniegue,
todavía sigue sintiendo algo por ella. Desde el principio, Sara creyó encontrar
con Pepa ese amor al que durante tanto tiempo había aspirado en vano. Sabía que
por primera vez en su vida amaba.
Los
primeros tres años de relación fueron un sueño para ella, una época de
felicidad absoluta, sabía que tenía en su vida todo cuanto deseaba. Pepa le
contagiaba su vitalidad y se sentían imanadas. Por ella, y para ella, Sara
cambió sus hábitos de vida adaptándose a los de su novia, dejó la bebida, el
tabaco y las demás drogas para dedicarse a tener una vida sana, yendo al
gimnasio, haciendo footing y practicando senderismo juntas. Llevaban una vida
casi metódica.
A
Pepa no le hacían mucha gracia las amigas de Sara, sobre todo, no le gustaba la
complicidad que existía entre Sara y Marian por lo que, poco a poco y con
tesón, consiguió que se fuese distanciando de ellas. No lo consiguió del todo,
Sara no perdió el contacto con ellas y siguió viendo a sus amigas casi todos
los jueves por la noche, en el bar de siempre.
Por
aquel tiempo, Pepa trabajaba en la redacción de noticias de un canal de la
televisión pública, donde comenzó como becaria hasta llegar a redactora jefe. Excepto
los sábados y domingos, que tenía libres, el resto de la semana tenía un
horario de trabajo que le ocupaba todo el día. La mayoría de esos fines de
semana, la pareja huía del mundanal ruido para respirar naturaleza. Se alojaban
en hotelitos con encanto, situados en bosques
otoñales, sierras invernales y valles primaverales. Y en verano, no faltaba un
exótico viaje a algún país asiático.
Los
viajes, la convivencia, las cenas, los baños, las miradas, las confidencias…
crearon un vínculo de amor cada vez más fuerte entre ellas. Sara cada vez
estaba más enganchada emocionalmente y su dependencia era cada vez mayor.
Por
las noches, en la cama, la fisioterapeuta ejercía su labor con entrega para que
su amada se relajase, liberara las tensiones acumuladas durante el día y diera
paso a las sensaciones placenteras. Era un masaje de relajación más que
terapéutico y hacía disfrutar a Pepa del momento más gustoso del día,
estimulando sus puntos sensibles, sus zonas erógenas, que conocía a la
perfección, desde la cabeza hasta los pies, recorriendo toda su piel y
acompañando de besos la estela de sus manos.
En
los momentos de amor, la entrega era mutua y para Sara, su amada parecía
alcanzar la cima de su belleza. Tumbadas después de amarse, Sara contemplaba su
lánguido cuerpo desnudo y se estremecía por su hermosura. El placer de mirarla,
estudiar sus rasgos, sus gestos, sus movimientos. Cada día la amaba más, como
si en cada noche ese amor se nutriera del de la noche anterior adquiriendo más
peso, más sentimiento. Amaba a Pepa en todas sus dimensiones con sentimientos
desbordados, sentía por ella una especie de adoración. No podía mirarla sin
amarla y desear besarla.
Por
entonces, Sara era demasiado feliz para sopesar su amor con respecto al de ella,
tal vez le faltaba la lucidez mental de un amor antiguo para poder comparar.
Pero, si analizáramos la relación, diríamos que esta fue desigual. La sensación
que tiene ahora mi amiga es que Pepa no llegó a entregarse del todo. El amor no
era en ella tan espontáneo como en Sara.
Cuando
todo iba a la perfección y Sara creía haber alcanzado el paraíso terrenal, Pepa
tiraba del freno de mano e intentaba alejarse de tanto apego. Se comportaba de
manera fría, distante, metida en su mundo laboral donde Sara no tenía cabida,
intentando enfriar la unión, buscando la soledad del electrón en la última capa
de un átomo, haciéndole inestable.
Sara
jugaba sus dados sobre el laberíntico trayecto de la relación, intentando
superar los obstáculos, cayendo en todas las casillas que le hacían retroceder
o estancarse, quedándose siempre ante la puerta por no conseguir sacar el
número exacto que la encumbrara finalmente en el centro geométrico de la
espiral, en el jardín de la Oca, para dejar de dudar, lo que le hacía
retroceder en el laberinto tantas casillas como puntos sobrantes, acercándose
peligrosamente a la calavera.
Sabía
que el mundo de Pepa, tan sofisticado y elitista, no era el suyo, mucho más
mundano y callejero. A veces, Sara no encajaba en su vida, con sus amigos, sus
preocupaciones, pero se esforzaba en entender y adaptarse. Aun así, los miedos
e inseguridades se fueron instalando en su vida. La amaba con pasión pero al
mismo tiempo temía no ser amada. Le asaltaba la idea de la fragilidad de la
relación, de que su vida dependía de los sentimientos de Pepa hacia ella.
Estos
vaivenes en la relación eran cíclicos y, después de un tiempo de desasosiego,
llegaban tiempos de amor y alegría para la pareja, normalmente duraderos, hasta
que Pepa volvía a tirar del freno de mano.
A
partir del cuarto año la relación pasó a ser más sosegada, menos pasional pero
más íntima. Habían creado ataduras y Sara fue perdiendo sus inseguridades con
la falsa certeza de que los vínculos forjados entre ellas serían perpetuos.
Seguía mortalmente enamorada de Pepa y se sentía correspondida. Había aprendido
a respetar su tiempo y su espacio pero nunca llegó a acostumbrarse a sus momentos
de desapego.
Las
salidas de los fines de semana se fueron distanciando en el tiempo. Pepa había
ascendido a directora de informativos y era la presentadora de las noticias de
la noche en la cadena donde trabajaba, por lo que tenía menos tiempo libre. Aun
así, intentaban buscar un hueco entre los trabajos para hacer alguna
escapadita, procurando encontrar lugares más discretos que antes ya que la cara
de Pepa era conocida por todo aquel que viese las noticias.
En
el último año de la relación, la salud de la madre de Pepa empeoró y durante
aquel duro invierno que duró su agonía, Pepa estuvo a su lado hasta el final y
Sara la acompañó. Fue una experiencia muy dura para Pepa y también para Sara
que, aun estando más acostumbrada a estos trances, sintió mucho la pérdida
porque, además de ser la madre de su novia, era una de sus pacientes, y ya
conocemos su implicación con ellos.
Aquel
viernes, al salir del trabajo, Sara volvió caminando a su casa sintiéndose
aliviada de que acabara la semana. El fallecimiento, hacía unos días, de una de
las ancianitas que ella trataba le había afectado y necesitaba que el fin de
semana se llevara las penas. De camino al hogar paró a comprar algo para cenar.
No solían cocinar en casa porque a Pepa le molestaba el olor a comida, por lo
que solían salir a cenar fuera casi todas las noches. Pero aquella tarde, a
Sara le apetecía cenar en casa en compañía de su amada. Durante el recorrido
había conseguido borrar los apesadumbrados pensamientos que tenía al salir del
trabajo y había adquirido una actitud positiva, tanto, que pensó en proponerle
a Pepa hacer una escapada ese fin de semana a la sierra. Sabía que les vendría
bien a las dos, que le vendría bien a la relación porque estaban algo
distanciadas últimamente. Desde hacía un tiempo, llevaba notando un alejamiento
y una frialdad de Pepa hacia ella que duraba ya demasiado, que incluso parecía
preferir estar sola que con ella, lo que hizo que Sara empezara a sentir de
nuevo esa angustia parecida al vértigo. Sara se consolaba achacando esa
frialdad de Pepa al estrés producido por el trabajo y a la muerte de su madre.
También era consciente de que, después de varios años de relación, la costumbre
había ido sustituyendo al amor.
Cuando
llegó a la casa, ella la esperaba sentada en el sillón del salón, casi en
penumbra para ocultar el semblante serio de su cara. Sara se alegró de verla y
al intentar besarla, Pepa la rehuyó apartando su rostro y le pidió que se
sentara. Y en ese momento, que debió ser un instante aunque Sara no sabría
ponderar al pararse el tiempo para ella, de manera fría y calculada, Pepa la
echó de su vida. Le dijo que ya no la quería sabiendo que era una premisa
difícil de rebatir, un gancho directo a la mandíbula que noqueó a Sara.
Aturdida, y con un zumbido en los oídos provocado por su mente como arma de
defensa, Sara no consiguió escuchar con claridad la amortiguada voz de Pepa que
intentaba argumentar su decisión. Haciendo memoria, le brotan frases borrosas e
inconclusas que dijo Pepa en aquel momento, algo como que no podían seguir
juntas porque necesitaba algo más, algo que no sabía explicar y que Sara ya no
le aportaba.
Sara
se quedó petrificada, sin respuesta ante esa rotunda afirmación. Solo un
sentimiento agudo e intenso le hizo pasar a la acción de forma espontánea, sin
el control de la voluntad, e inconscientemente le pidió que no la dejara,
mientras unas lágrimas recorrían su rostro, sabiendo de antemano que era inútil
su súplica. Pepa no le contestó, se levantó y, mientras se ponía el abrigo, le
dijo que se marchaba ese fin de semana fuera y que le dejaba la casa hasta el
domingo para que recogiera sus cosas con tranquilidad.
No
recuerda en absoluto lo que hizo después de oír la puerta cerrarse tras su
marcha. Acababa de caer en la calavera y su vida se había apagado de golpe,
como se funden las bombillas, sintiéndose en la más absoluta oscuridad. Todo su
ser se rebelaba ante el pensamiento de abandono. En aquel salón en el que aún
resonaba el eco de las palabras que la habían trastornado, tuvo la escalofriante
sensación de que todo era cierto, de que se había producido la separación y
había empezado la soledad.
Se
quedó sentada e inmóvil en el sillón durante horas, con la mirada fija en la
puerta por la que había desaparecido Pepa. Luego, deambuló sin rumbo por la
casa como una sonámbula, chocando contra el marco de las puertas al salir de
una habitación para entrar en otra, sintiendo el silencio del abandono. Aquella
casa era la misma que minutos antes de las palabras de Pepa, sin embargo, en
ese momento le parecía distinta, ajena y desconocida por completo. Todo esto,
más que pensarlo, lo sentía. Le empezó a faltar el aire al respirar y reconoció
los síntomas de un ataque de ansiedad. Intentó controlar la respiración y se
tomó un ansiolítico. No podía parar de llorar. Descolgó el teléfono y llamó a
Marian.
Durante
horas lloró amargamente entre los brazos de su amiga, que intentó calmar sin
éxito su desconsuelo. Le preparó una tisana y le dio otro tranquilizante que
arrastró a Sara a un profundo sueño sin sueños. Marian se quedó esa noche con
ella y organizó todo para el día siguiente, llamó a Mamen para que consiguiera
unas cajas y ella misma iría por la mañana a por su furgoneta para la mudanza.
Al
día siguiente, Sara, con los movimientos erráticos de un autómata, fue abriendo
armarios y cajones para que sus manos semovientes deshilaran en suyo y suyo lo
que fue de ellas. Y al final, deseando ser en ese instante la mujer de Lot, no
opuso resistencia a la tentación de mirar atrás antes de cerrar la puerta y
abandonar para siempre la que fue su casa.
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Me suena tanto esta historia.....
ResponderEliminarMe ha gustado, lo acepto :)
ResponderEliminarHola ,estaba leyendo otra historia tuya y siento como le falta el desenlace , "Volver" termina hay .como el relato es viejo no vas a leer mi comentario , por eso lo hago acá
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