En
algún lugar de Colorado.
¡Es
tiempo de actuar!
Las mariposas se
arremolinaron en el estómago de Inna Nichols mientras descendía de la limousine,
siempre pendiente de su falda larga. Lo último que quería era aterrizar
ignominiosamente en el suelo al momento mismo de llegar. Aferrándose a su bolso
de mano, cerró la puerta. Dio un paso al costado y observó cómo el coche
arrancaba con fuerza, preguntándose si no debería correr tras él, saltar
adentro y volverse al aeropuerto.
No iba a pasar por
ello otra vez; además, no tenía doscientos dólares.
No, se trataba de
algo que quería hacer. Con un demonio; lo haría. Pagaba sus impuestos, era una buena persona,
mantenía al día sus cuentas, conservaba un techo sobre su cabeza… y tendría
relaciones sexuales con un desconocido.
Pero no
necesariamente en ese orden.
Después de asegurarse
de que su media máscara todavía le cubriera la cara, enderezó su columna
vertebral y se pasó las palmas húmedas sobre el ajustado vestido de noche. De
pie ante el espejo del hotel donde se había alojado al aterrizar en Denver la
noche anterior, había considerado cuidadosamente su decisión de ponerse ese
vestido de Vera Wang tan pegado al cuerpo. En ese instante, habiendo dejado el
dudoso santuario de su coche alquilado, deseó haberse puesto el vestido
pantalón de seda que había elegido primero. Por lo menos, escondía más defectos
que el vestido.
Un Rolls Royce se
detuvo en el camino e Inna observó a la mujer que salió del coche. Una brillante
media máscara dorada ocultaba su cara, pero no su pelo rojo ni el perfecto
vestido negro de Versace. Era obvio que
la recién llegada no llevaba nada debajo.
Sí, había escogido
bien, aunque un poco modestamente, en contraste. Además, ¿quién llevaría puesto
un vestido pantalón, aunque fuera un Dior original, cuando iba a una fiesta
para seducir a un total desconocido?
El Rolls se alejó y
un Audi plateado tomó su lugar mientras ella reprimía una risa nerviosa. Para
eso era que todos ellos estaban allí. Sexo. Y a montones.
Acomodó más
apretadamente su delicado chal alrededor de sus hombros y aspiró profundamente.
Restregándose una mano sobre el estómago, recogió su falda y subió los
escalones que conducían a la puerta principal.
La casa parecía un
castillo inglés, aunque hacía gala de una multitud de ventanas iluminadas con
vista a la calle curvada. La decoración externa era discreta, y una abundancia
de rosas lozanas, gardenias y pensamientos añadían un toque de color a la
severa piedra gris de la casa. Iluminada por el parpadeo de las antorchas
estilo tiki, se veía cálida y acogedora.
Mientras se acercaba
a la entrada, un hombre de pie junto a la puerta se volvió hacia ella. Vestido
con un formal smoking —Armani, si no se equivocaba—, su mirada era impersonal.
—¿Su invitación,
Madame?
—Oh, sí. —Azorada,
ella giró y aflojó su chal para desnudar el hombro, mostrando un pequeño conejo
blanco pintado en su piel. —Estoy invitada por el anfitrión, Dirk Pren...
—Sin apellidos—
interrumpió él. —Aquí el anonimato es clave. Queremos que los invitados se
sientan bienvenidos, así que sólo usaremos nombres de pila y usted puede
llamarme Nigel. —Su expresión cambió de fría a acogedora. —Usted debe ser la
señorita Inna. El señor Dirk me dijo que la esperara.
Ella subió su chal de
vuelta a su lugar.
—Es un placer
conocerte, Nigel.
Él sonrió como si sus
palabras lo divirtieran.
—Su equipaje llegó
hace varias horas y fue trasladado a su cuarto. Si me lo permite, la escoltaré
allí ahora, así puede descansar de su viaje.
Inna refrenó una
sonrisa mientras él le tendía su brazo. Parecía ser un poco más joven que sus
propios cuarenta y un años, pero sus modales hablaban de una época hacía mucho
tiempo muerta.
—Gracias, lo
apreciaría mucho.
Haciendo deslizar la
mano femenina en la parte interior de su brazo, Nigel la condujo a la casa.
Aunque conocía a Dirk desde hacía casi veinticinco años, nunca había ido a su
casa solariega. Construida a finales de 1800, Prentice House era la
creación de un barón obsesionado por los ferrocarriles, el primer Prentice en
labrarse un nombre por sí mismo. Muchos años atrás, después de varios cocteles, Dirk se había reído de lo ostentoso de la
casa y las tierras circundantes. En ese momento, al verla, ella podía entender
a qué se refería.
El piso era de mármol
italiano, con incrustaciones de bronce simulando los carriles de un
ferrocarril, motores y ganado. Reprimió una sonrisa ante la visión de un toro
particularmente bien dotado. El cielo raso se alzaba dos pisos en lo alto, con
dos arcos macizos de rica caoba intercalados con una araña de luces de un
tamaño que nunca había visto fuera de un teatro de ópera. La luz que se
reflejaba en los numerosos cristales la deslumbró.
El despliegue colosal
de las escaleras hacía juego con el tamaño abrumador de la casa misma.
Alfombrada con un color rojo vino, su anchura era de por lo menos quince pies y
ascendía a una altura vertiginosa. Permitió que sus dedos acariciaran el pulido
pasamano de caoba a medida que subía, con la mirada fija en las tres ventanas
de vitreaux, de altura imponente, más arriba.
Los cristales
enjoyados atrapaban el sol que se desvanecía, derramando sombras de colores a
través del descansillo, como joyas lanzadas descuidadamente alrededor. El
cristal central delineaba a una mujer de cabello de oro de proporciones
asombrosas. Vestida con atavío angélico que incluía un halo, su expresión
extasiada, sus senos desnudos y sus manos extendidas negaban sus aspiraciones
divinas. Los cristales que enmarcaban a la criatura lasciva estaban llenos de querubines
pequeños y gordos armados con arpas, mini-arcos y flechas. Mientras se
acercaba, notó que muchas de las criaturitas hacían gala de unos penes
impresionantes.
Inna no pudo impedir
la risa que burbujeó de su garganta.
—Una pieza
interesante, ¿verdad?— comentó Nigel mientras la conducía a la izquierda, donde
había más escalones. —El dueño original la encargó. Dicen los rumores que su
esposa se rehusó a usar las escaleras principales, prefiriendo en lugar de eso
la entrada de los sirvientes.
—Puedo comprender por
qué.
—El señor Dirk le dio
instrucciones a los empleados de cuidar especialmente de usted —Nigel la
dirigió a un vestíbulo largo lleno de puertas.
— ¿De veras? Dirk y
yo hemos sido amigos durante muchos años. Lo adoro. —Mientras pasaban por una
puerta abierta, Inna vislumbró un suntuoso juego de dormitorio mientras iba
siendo preparado para un invitado.
Nigel le dio un
golpecillo amigable sobre los dedos antes de soltarla para abrir una de las dos
puertas al final del pabellón.
—Éste será su cuarto
durante su estancia aquí— dio un paso atrás para permitirle entrar.
Los pies de Inna se
hundieron en la gruesa alfombra color crema mientras entraba al cuarto, con un
suspiro de placer en sus labios. A su izquierda, una gran chimenea llena de
leños y yesca esperaba el toque de una llama para llevarlo a la vida. Un
confortable sofá cubierto con un montón de lujuriosos almohadones aparecía
directamente ante ella; un pequeño escritorio estaba situado delante de una
ventana grande, y a su lado una gran mecedora sin brazos. Directamente opuesto
al portal, había un conjunto de puertaventanas que llevaba a un balcón con
vista a los jardines.
A la derecha estaba
la cama. Una de cuatro postes color crema, de tamaño king-size, cubierta
con una colcha marfil y lila y una cantidad innumerable de almohadas.
Se veía divina.
—Esto es precioso.
—Estoy encantado de
que encuentre la habitación de su agrado. El cuarto de baño está en la puerta
de allí. —Él gesticuló hacia la puerta abierta en el extremo derecho más allá
de la cama. —Los nombres de sus asistentas son Molly y Rachel y puede llamarlas
marcando el 9 en el teléfono en cualquier momento del día o la noche.
Inna dejó correr sus
dedos sobre la colcha, entregándose al lujo de sentir la seda cruda.
—Gracias por tu ayuda,
Nigel.
—De nada, señorita Inna.
Espero que esta visita cumpla con todas sus expectativas.
Ella levantó la
mirada a su cara, pero la expresión del hombre era tan amigable como antes. Le
dirigió una leve reverencia antes de dejar el cuarto, cerrando la puerta tras
de sí.
La mujer lanzó su
bolso sobre la cama, luego caminó hacia el cuarto de baño. Encendiendo la luz,
suspiró de placer al ver el cuarto inmaculado. Gruesas alfombras de color
melocotón cubrían el mármol pulido mientras los límpidos espejos cubrían una
pared. Una tina maciza ocupaba una esquina, con una ducha completa a su lado.
La cómoda estaba metida en otra esquina junto con un bidé.
En el vanitory habían
aceites esenciales de vainilla ardiendo en traslúcidos hornillos con asas de
latón, junto con una selección de cremas costosas, lociones y champús. Una pila de toallas color melocotón esperaba
que las disfrutara en un taburete acolchado al alcance de la tina.
Si había algo que
amara especialmente, era un cuarto de baño espacioso. Cuando había comprado su
casa varios años antes, había tenido pocos requisitos: varias chimeneas, una
cocina grande y un cuarto de baño espacioso. Había tenido la suerte de
encontrar dos de tres, pero luego había remodelado un dormitorio entero para
convertirlo en su lujoso cuarto de baño.
Inna usó rápidamente
las instalaciones antes de moverse hacia el vanitory. Quitándose la máscara de lentejuelas, clavó
los ojos en su cara familiar.
La oscuridad de sus
ojos verdes le regresaron la imagen de su cara en forma de corazón. Su nariz
era común, pero sus labios eran llenos y rosados. Gracias a la humectación, su
piel era buena, y su figura decente gracias a su amor por el footing.
Su pelo largo y rubio
estaba arreglado en una torsión simple con algunos mechones sueltos. Su pelo
siempre había sido una bendición y una maldición al mismo tiempo. Eran dorados
como las espigas de trigo en los campos y cuando había humedad, se ponían
rebelde. Como había perdido el pelo varios años atrás, odiaba llevarlo muy
corto y algo en su interior siempre gritaba en el momento en que su estilista
giraba en su dirección con unas tijeras en la mano.
Sonrió abiertamente
al pensarlo. Algunos decían que era bonita; varios hombres incluso se habían
atrevido a llamarla hermosa. Se volvió hacia un lado para comprobar la línea de
su vestido dejando correr la mano sobre el costado. Sí, no demasiado vergonzoso
para una dama que simplemente sumergía el dedo del pie en sus cuarenta.
En resumen, sería un
cadáver con muy buena apariencia en su funeral.
Tomó un aliento
profundo y enderezó su columna vertebral. No iba a pensar en eso ahora, porque
era un momento para disfrutar y, demonios, iba a gozarlo incluso mientras se
preguntaba si se había extralimitado.
Deslizó la máscara de
regreso a su lugar, enderezándola con la ayuda de su reflejo. En ese instante,
se sentía bien, tenía una buena apariencia y eso era todo lo que necesitaba…
por el momento, al menos. Dirk la había invitado a su casa para relajarse,
conocer personas y, si lo deseaba, involucrarse en placeres físicos de común
acuerdo con un hombre de su elección. Una mirada a su reloj pulsera le dijo que
era hora de empezar la cacería.
Se detuvo el tiempo
suficiente como para retocar su lápiz de labios antes de apagar la luz y salir
del dormitorio, teniendo cuidado de cerrar la puerta tras de sí.
Cuando Dirk había
prolongado la invitación a la fiesta para abarcar el fin de semana, ella se
había escandalizado. En todos los años que lo había conocido, nunca habría
soñado que él presidiera veladas que incluían un fin de semana entero de
indulgencias hedonistas: sexo, comida estupenda, vinos finos, y estimulante
compañía. Sabía que él se codeaba con gente mucho más sofisticada que ella,
pero nunca habría imaginado algo así, seguramente no con su amigo jugando al
anfitrión. No se trataba de que fuese puritana, ni mucho menos. Pero… ¿Dirk
favoreciendo un fin de semana de encuentros sexuales ilícitos en una casa llena
de invitados? Reprimió una risa ahogada mientras paseaba a lo largo de la
escalera central.
El pabellón de
entrada estaba abarrotado de personas, cada uno luciendo una máscara que cubría
al menos la mitad de sus caras. Los hombres estaban casi uniformemente vestidos
con smokings, mientras que las
mujeres llevaban cada color del arco iris. Muchos de los vestidos podrían
haberse visto en cualquier fiesta de Nueva York, mientras que otros eran
categóricamente inexistentes. Apartó la vista de una mujer que parecía estar
cubierta con una pañoleta y nada más.
Una suave campanilla
llamó su atención, y sus camaradas en el sexo empezaron a atravesar el portal y
desaparecieron de vista. Mientras alcanzaba el final de las escaleras, Nigel
apareció a su lado.
—Señorita, por favor
acompáñeme al salón de baile. —Él gesticuló hacia las puertas abiertas. —El
señor Dirk dará la bienvenida a sus invitados y usted puede disfrutar de los
refrescos.
Ella le dirigió una
sonrisa de agradecimiento y entró en el cuarto, siendo una de las últimas en
llegar.
En lo alto, las
arañas de luces estaban encendidas tenuemente, emitiendo un resplandor callado
y áureo sobre los invitados. Unido a la luz suave de una variedad de
candelabros y el perfume de exótico del incienso, el efecto final era de un
aura de complacencia.
A lo largo de la
pared lejana, contra las ventanas, había una gran mesa llena de un conjunto
imponente de alimentos para comer de pie y, en medio, una fuente fluyendo de
champaña. Los camareros y las meseras, vestidos con togas, circulaban en el
cuarto con bandejas de vino y canapés por si los participantes no desearan
servirse de la impresionante comida. Inna vio una montaña de cócteles de
camarón.
Al otro lado del
cuarto había un estrado con dos sillas adornadas meticulosamente con yardas de
seda roja y terciopelo negro. Dirk permanecía sentado en una de las sillas como
un rey examinando a sus súbditos. Lo reconoció no porque no llevaba puesta una
máscara, sino por su abundante pelo. Demasiado pálido para ser rubio, él lo
dejaba largo, hasta varias pulgadas por debajo de sus hombros. Normalmente lo
usaba recortado o atado hacia atrás, pero esa noche estaba suelto, pálido como
luz de la luna contra el negro de su smoking.
Mientras la campana
sonaba una última vez, él se levantó, haciendo callar eficazmente al grupo sólo
con su presencia. Vestido de pies a cabeza de color negro, parecía un ángel
caído, y ella le sonrió a la imagen que se formó en su mente.
Un camarero pasó,
cargando una bandeja de champaña, y Inna tuvo que apartar a la fuerza la mirada
de su taparrabos bien lleno. Sonriendo al dar las gracias, aceptó un vaso antes
de dar un paso hacia atrás y recostarse contra la pared para escuchar a su
amigo.
—Deseo darles la
bienvenida a todos a mi casa esta noche— dijo Dirk, dirigiéndose a los
aproximadamente cuarenta asistentes que lo rodeaban formando un semicírculo alrededor
de la plataforma. —Muchos de ustedes han estado aquí antes, mientras que para
otros, ésta es su primera vez. Aquí en Edén, las reglas normales de la sociedad
no tienen aplicación, con excepción de una. No, significa no. Si algo
los pone incómodos, díganlo claramente y todo el mundo en esta casa obedecerá
sus deseos. En este fin de semana, la única regla inflexible es disfrutar y
cumplir sus fantasías más salvajes. —Algunas mujeres gorjearon nerviosas,
mientras algunos hombres tiraron fuertemente de sus corbatas.
La mirada de Inna
recorrió al gentío y sonrió. Sí, iban a ser unos días interesantes. De pronto
la piel se le puso de gallina y los finos pelillos de su nuca se erizaron.
Alguien
me observa.
Escudriñó lentamente
el cuarto, buscando la fuente de su incomodidad. De pie tras toda esa multitud,
no podía ver a nadie prestándole la más leve atención, hasta que miró hacia
arriba.
A su izquierda, un
balcón se extendía cubriendo la anchura del cuarto, y una mujer permanecía de
pie, con la mirada fija en ella.
Su pelo era negro
como el ala de un cuervo, largo y suelto, cayendo hasta debajo de sus hombros.
Se veía muy alta, con sus largas piernas encajonadas en unas botas de cuero
negras, altas hasta la rodilla, y unos ceñidos pantalones negros. Una chaqueta
de terciopelo color Borgoña cubría sus hombros imposiblemente anchos, mientras
los volantes fruncidos de su blusa blanca asomaban a través de la parte
delantera, abierta. Una simple máscara negra cubría la mayor parte de su cara,
pero no su boca. Sin sonreír, se veía firme y dominante.
Ella apartó la
mirada, deseando controlar de nuevo la respiración. Era una estúpida. No podía
ser ella, porque ella no existía. Nunca lo había hecho.
Desde que podía
recordar, había tenido sueños acerca de una mujer, alta y de pelo negro como el
azabache, que era su amante. Los sueños habían comenzado cuando era apenas una
adolescente, y habían empezado siendo muy inocentes. Cada tres o cuatro meses,
soñaba con caminar bajo una luna llena, con su mano en las de ella, con besos
robados que le hacían retorcer los dedos de los pies, bajo la luz fría y azul.
Se reían, hablaban y yacían en los campos clavando los ojos en las estrellas.
A medida que crecía,
los sueños iban cambiando y aumentando en frecuencia. Eran casi siempre de
naturaleza sensual, dejándola húmeda y excitada cuando despertaba. En la
mayoría de las ocasiones, había estado tan estimulada que un simple contacto de
su mano la había llevado a la satisfacción que deseaba ardientemente. Siempre
había salido con hombres, le gustaban los hombres. Curiosamente, cuando sus
sueños empezaron. Creyó que sus gustos habían cambiado. Pero, no. Cuando veía a
otra mujer no sentía nada en lo absoluto. Eso la confundía.
Miró hacia arriba
otra vez, y sus miradas se encontraron. La alta morena inclinó la cabeza,
provocando un temblor de anticipación en su cuerpo mientras la saludaba
haciendo un gesto con su vaso y esbozando una gran sonrisa.
Ella raramente había
sostenido una relación a largo plazo. Todos los hombres con los que había
estado solo le reivindican sus sueños y porque, tan loco como pudiera parecer,
siempre había tenido la extraña sensación de que habría estado engañando a su
amante del sueño. De todos modos, ninguna mujer real se había mostrado nunca a
la altura de su visitante nocturna.
No sabía en qué
momento había decidido permanecer leal a una invención de su imaginación sobre
activa. La mujer del balcón probablemente no daría la talla tampoco, pero podía
divertirse averiguándolo.
Un camarero vestido
con un taparrabos blanco la distrajo al ofrecerle una apetitosa selección de
mini-quichés. Aunque no quería nada,
eligió un quiché de hongos y agradeció con la cabeza mientras el camarero se
retiraba. Después de morder su manjar, tomó un pausado trago de champaña antes
de regresar su mirada al balcón.
Ella se había ido.
Renuncias: Esta historia no es mía, como todas sabemos.
Solo hago algunas modificaciones y así ampliar nuestra biblioteca de lecturas.
Original: Dominique Adair - El último beso
Agradecimientos: A la teta feliz por su espacio. A todas ustedes por sus comentarios.
Parece que no los veo, pero si lo hagoOriginal: Dominique Adair - El último beso
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autor.

INTERESANTE espero que siga mas parese que me va ha enganchar
ResponderEliminarpues me uno, sí, parece muy interesante, me ha gustado mucho, te seguire.
ResponderEliminarMakeys.
Muy entretenida ya esperando el siguiente capitulo
ResponderEliminarMuy interesante historia la seguire a ver que pasa...
ResponderEliminarMe encanta como va la historia solo espero que tenga final.
ResponderEliminarMuy buen comienzo ;)
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