Todo comenzó ayer por la tarde cuando, estando
en la agencia, recibí la llamada de Carmen.
—
Mamá ha
muerto esta tarde. Mañana será el entierro y tienes que venir.
—
Lo siento
pero no voy a ir, Carmen, sabes que no quiero volver. No voy a ir.
—
Es
necesario que vengas, tenemos que hablar de muchas cosas, sobre todo de la
herencia, debemos ponernos de acuerdo.
—
Paso de la
herencia, renuncio a ella, no la quiero, no puedo aceptar algo de alguien que
no me quiso.
—
María, todo
eso ya se acabó y no puedes renunciar, tienes que venir.
—
¿Seguro
que no hay más remedio?, podríamos hacer todo ese rollo de la herencia en algún
notario de por aquí, como hicimos cuando papá.
—
No puede
ser, aquello fue distinto porque lo hicimos meses después de la muerte de papá
y fue todo un lío, ahora tienes que venir porque todo está aquí. Además, pienso
que es bueno para ti, para mí y para todos. Por favor, necesito que vengas.
En ese momento, luché para que mis palabras no
fueran las que pronuncié.
—
…. Está
bien, aunque me repatea tener que ir. Pediré unos días libres en el trabajo y
mañana saldré para allá.
Y aquí me encuentro ahora, sentada en este
autobús que acaba de ponerse en marcha con destino a mi pasado, sin ganas ni fuerzas
para ello, la verdad. Voy con los auriculares puestos oyendo música para
intentar no pensar. Me alegra que no esté ocupado el asiento de al lado porque
necesito dormir un poco, esta noche no he pegado ojo, he dado tantas vueltas en
la cama que he acabado sentada en el borde, con las manos en la frente
intentando calmar mis pensamientos que surgían a borbotones. Anoche, la llamada
de Carmen abrió todos los baúles del desván de los recuerdos a la vez. Te pasas
toda una vida intentando olvidar y de un plumazo, zas, aparecen todos los
fantasmas del pasado en primera fila. De todas formas, no quiero pensar en
ellos y espero que me dejen dormir, lo necesito.
Llevo un buen rato intentando no pensar pero
no lo consigo, mi cabeza es un puro pandemonio. No logro dominar los recuerdos
agolpados desde anoche en mi mente, inquietos y a flor de piel, todos saben que
ha llegado la hora de salir a escena, a ocupar el lugar y el tiempo que les
corresponde, quieren dejar de vivir en el caos, quieren cerrar el círculo. Yo
también creo que, por mi bien, ha llegado el momento de calmar y poner orden en
mi anárquica memoria. Un psicólogo diría que “hablarse a sí mismo” es la clave para controlar el pensamiento y es
justo lo que yo necesito ahora, controlar mi pensamiento, aunque es más fácil
de decir que de hacer. Lo que está claro es que, si quiero acabar con esta
locura mental, he de tratar de ordenar un poco este caos con algún método, como
acostumbro. No sé si podré desenmarañar todos los recuerdos que guardo en mi
cabeza pero al menos, intentaré evocar cronológicamente los más importantes
para que indiquen a los demás el lugar que les corresponde. El viaje es largo y
la música que voy oyendo me invita a ello.
Empezar por el principio sin saber exactamente
cuál de todos mis recuerdos es el primero, es difícil. Tal vez, para salir de
este laberinto mental, lo mejor sea utilizar como hilo de Ariadna el principio
inmediato, el hecho que ha provocado que esté en esta situación.
Mamá ha muerto y, aunque suene duro, no me
conmueve. Siento pena por ella, sí, pero no siento pena por mí.
Ha muerto mi madre, la que nunca supo ser
madre, Doña Carmen, una mujer sin carácter ni personalidad, que se pasó la vida
escondida de la vida y se consumió con la pena de no haber sabido ser buena
esposa. Nunca nos quiso a Carmen y a mí, fuimos las hijas fallidas que le impidieron
tener un hijo varón. Papá pasó de ella hace muchos años, cuando supo que no le iba
a dar el heredero deseado.
Y qué decir de mi padre, aún conteniendo mis
sentimientos no podría decir otra cosa, que fue un hijo de puta, con todas las
letras. Fue un hombre más odiado que amado, listo y maquiavélico, con un afán
de poder que no le impidió utilizar los medios más ruines para conseguir su
fin.
Papá consiguió su fortuna y su status social
gracias a lo que vulgarmente llamamos “un
braguetazo”. Se casó con mamá, una chica bien, hija única de un general, a
la que nunca quiso.
Cuando se casaron se instalaron en el pueblo
de mamá, en la casa que perteneció a su familia, terratenientes que poseían más
de la mitad de las tierras del municipio, cuya administración pasó a manos de papá.
Años después, tras la muerte de sus suegros, se hizo dueño de toda la herencia
de mamá.
Gracias a este matrimonio, papá se introdujo
en un círculo de amistades franquistas que le hicieron subir rápidamente en el
mundo de la política. Desde las primeras elecciones democráticas salió elegido
alcalde del pueblo y estuvo ejerciendo su tiránico mandato hasta su muerte,
gobernando de manera despótica y dictatorial. Todos temían a Don Antonio y
ninguno se atrevía a llevarle la contraria, se quitó de en medio a todo aquel
que pretendiera hacerle sombra. Era un auténtico cacique que conseguía los
votos a base de amenazas que hacían temer a los habitantes por sus trabajos,
por sus casas o por el futuro de sus hijos. En casa no era distinto, su
familia, todas mujeres, no tenía ni voz ni voto y se hacía lo que él dictara.
Nací el veinte de noviembre del setenta y
cinco, el mismo día que murió el dictador, y me pusieron de nombre María por mi
abuela paterna. Cuentan que papá lloró aquel día pero que sus lágrimas no
fueron de alegría por haber tenido a una hija, sino de amargura por la muerte
de su caudillo y por no poder tener un hijo. Mamá tuvo problemas en el parto
que le impidieron tener más hijos. A partir de entonces, él se dedicó a tener
amantes y ella a sus rezos.
A Carmen y a mí nos crió Josefina, la señora a
la que eternamente querré y la única que nos dio el poco cariño que recibimos
en aquel hogar, un cariño sincero a pesar de haber tenido que dejar a sus hijos
con su madre para criar a otros ajenos.
La convivencia con papá y mamá no fue fácil
para ninguna de nosotras. Cuando papá estaba en casa, teníamos orden de estar
en nuestras habitaciones sin hacer ruido para no molestarle y con mamá, tres
cuantos de lo mismo, nunca nos quiso y siempre le molestó nuestra presencia, no
soportaba el ruido que hacíamos las niñas y nos mandaba a nuestros cuartos o le
pedía a Josefina que nos sacara de paseo. Ella sólo estaba pendiente de los
trajes de su marido y de dar órdenes al servicio sobre la limpieza o la comida
que había que preparar.
Mamá sentía un especial desprecio hacia mí que
no ejercía hacia Carmen, se podía pasar semanas sin hablarme y, cuando lo
hacía, se dirigía a mí en un tono de indiferencia. Nunca lo dijo pero ella, me
culpó toda la vida de haberle impedido tener más hijos y es algo que nunca
entenderé. Tuve la desgracia de nacer con ese pecado original y ningún
sacramento existente pudo borrarlo y otorgarme el perdón de mi madre. Es una de
esas circunstancias de la vida que te marca por injusta, ¿qué culpa tuve yo de
su desgracia?, ¿dónde está mi intencionalidad en este hecho para que se me
culpe por ello?. Es el absurdo de la vida.
No recuerdo un beso de mamá. No, busco en mi
memoria y no encuentro el detalle de un beso de mi madre.
Lo mejor de mi infancia fue el colegio, me
encantaba ir al colegio. Tuve de maestra a la señorita Ángela, a la que guardo
un grato cariño, una mujer muy cursi pero también muy comprensiva, que me dio
la libertad para opinar y el respeto a ser escuchada, valores que no existían
en casa. Fui una buena estudiante y aprendí mucho con ella, aún recuerdo casi
todo lo que me enseñó. Después, a la salida de clase, sobre todo los días
largos de primavera que me hacían sentir libre, tenía la tarde por delante para
jugar.
Lo peor fueron los encierros en mi cuarto,
duros para una niña inquieta como yo. Horas y hora de aislamiento, sin poder
jugar ni hacer ruido. A menudo me llevaba a Rocky conmigo a la habitación para
que me hiciera compañía. Rocky fue el mejor perro que tuve, siempre que
podíamos estábamos juntos, fuimos cómplices de muchas travesuras y nuestro
cariño fue mutuo.
A parte de estudiar, que se me daba bien, dediqué
mucho tiempo de mi confinamiento a leer y a dar rienda suelta a la imaginación.
En el despacho de papá había una pequeña biblioteca que perteneció al bisabuelo
y que yo hice mía porque en casa, nadie más leía. A mamá solo la recuerdo con el
misal entre sus manos y a papá jamás le vi con un libro, decía que lo que había
que aprender no estaba en los libros sino en la calle. No había mucho que leer,
a parte de un montón de tratados y manuales sobre agricultura y ganadería,
había algunos clásicos, sobre todo de
literatura española. Con once o doce años leí a Cervantes, Quevedo,
Bécquer…lectura tal vez difícil para esa edad pero que con el tiempo, me ha
servido para entender la vida. Nunca he dejado de leer porque, al contrario de
lo que pensaba mi padre, en los libros está la sabiduría necesaria para
entender la vida.
A veces, cuando el aburrimiento podía conmigo,
iba a la habitación de Carmen para hablar con ella. Carmen es dos años mayor
que yo y, aunque tuvimos nuestras diferencias, nos llevábamos bien. Desde
pequeñas supimos que era mejor ser aliadas que enemigas. Con el tiempo aprendimos
que, no faltando a los eventos obligatorios de casa como la cena, ir a misa,
estar cuando había visita o acudir a algún acto político de papá que requería
nuestra presencia, el resto del tiempo podíamos hacer lo que nos diera la gana,
incluso escaparnos sin que se enteraran, como no hacíamos ruido, no subían a
nuestras habitaciones. Era así de simple y así de triste.
La única que intentaba poner orden en nosotras
era la pobre Josefina, que sufría porque no la obedecíamos y siempre temía que
nos pasara algo. Recuerdo perfectamente su voz aguda cuando intentaba evitar
mis escapadas.
—
Josefina,
estoy harta de estar encerrada en mi cuarto, me voy a dar una vuelta en bici.
Me llevo a Rocky.
—
A dónde iras
a las cuatro de la tarde con el calor que hace. Anda, ten cuidado y no te
alejes mucho, como se entere tu padre estamos apañadas.
No seguí el mundo de muñecas de mi hermana y
desde pequeña preferí practicar el deporte. Me gustaba jugar a baloncesto, a tenis,
montar en bici, nadar en verano…, de todo un poco, lo que me daba libertad para
salir de casa con frecuencia, con la excusa de un entrenamiento o algún partido.
Y, más o menos así, sin querer recordar más en
detalle, pasaron mis primeros años de vida. Dicen que la infancia es la etapa
más importante de la vida, la que marca tu felicidad. Mi infancia pasó entre la
escuela y mi casa, llena de claroscuros de libertad y cariño.
Después de que los demás recuerdos de mi
infancia familiar se han ido retirando de escena y, según el orden que he establecido
en este auto-dialogo, ha llegado el momento de dejar paso a mis recuerdos más queridos,
a los que han estado presentes toda mi vida, a los recuerdos de Irene. He pensado
tanto y tantas veces en ella que su recuerdo fluye con facilidad. Además, va a
ser imposible mantener el orden con ella, su recuerdo aparecerá a lo largo de
este recorrido cuando ella quiera, como ha hecho siempre.
Irene me gustó desde que tuve uso de razón.
Era la mejor amiga de Carmen desde pequeña y venía a casa con frecuencia para
estudiar juntas. Papá la aceptaba porque era la hija del médico del pueblo, si
hubiese sido la hija del panadero no hubiera pisado la casa, ni permitido que
fuesen amigas.
Irene es de la edad de Carmen y, aunque yo era
la hermana menor de su amiga, nos llevábamos bien y hablábamos de muchas cosas,
a pesar de la diferencia de edad que existía en esos años de infancia.
Muchas veces, cuando sabía que Carmen y ella
estaban estudiando, iba a su habitación a charlar con ellas un rato, hasta que
me echaban porque no las dejaba estudiar. Siempre intentaba contarles alguna tontería
que las hiciera reír, sobre todo a Irene, que se le humedecían los ojos cuando
reía y brillaban para mí.
Tendría yo unos trece años cuando papá nos
obligó a salir juntas a las dos hermanas porque no se fiaba de Carmen, que ya
salía en pandilla con sus amigas y estaba en la edad del tonteo con los chicos.
No tuvimos más remedio que aceptar porque era eso o nada. A mí me cortaba todo
el rollo tener que ir con Carmen y sus amigas de paseo al parque, donde
quedaban o intentaban quedar con los chicos. Pero en el fondo, he de reconocer
que me gustaba ir con ellas, sobre todo porque podía estar con Irene, la chica
de mis sueños secretos. Era tan bonita y su sonrisa era tan dulce que me
quedaba embobada mirándola y creo que ella, algo sospechaba de mis
sentimientos.
Las conversaciones que tenían entre las amigas
eran un auténtico coñazo, que si fulanito me ha mirado, que si menganito me ha
dicho que estoy muy buena…A mí me aburrían soberanamente sus temas así que me alejaba
de ellas, me juntaba con otros chicos en el parque o me iba a pasear, sin
alejarme mucho porque tenía que estar atenta a la llamada de retirada de Carmen.
Una de esas veces que me había alejado de
ellas y andaba deambulando por ahí con un tirachinas que conseguí de mi vecino
a cambio de algún juguete, entretenida tirando a botes o a dianas imaginarias,
nunca a animales, porque una vez maté a un pajarito y me sentí fatal. El caso
es que, de pronto, oí voces que provenían del grupo de las chicas y al
acercarme, vi que unos chicos mayores, con ademanes chulescos, se metían con
ellas. Me escondí tras un árbol cercano y, cuando la situación se estaba
poniendo tensa, les empecé a disparar intentando darles en el culo y en las
piernas. Había recogido bastantes piedras y, como tenía soltura con el
tirachinas, disparé con tanta rapidez y precisión que salieron huyendo de allí
como alma que se la lleva el diablo.
Aquella acción me hizo ganar muchos puntos con
mi hermana y sus amigas y, sobre todo, con Irene que desde entonces me miró con
otros ojos, con otro sentimiento. Las había salvado de las garras de unos feriantes
macarras y eso hizo que dejaran de tratarme como a una mocosa. Ya no les
molestaba mi presencia cuando los chicos se acercaban a ligar o que escuchara las
conversaciones que antes evitaban cuando estaba presente. De todas formas, a mí
me seguían aburriendo mucho y en cuanto podía me largaba, me divertía mucho más
lo que me podía encontrar por ahí.
Poco después de aquello, un día que me
encontraba en mi habitación con la puerta abierta, se asomó Irene a saludarme, era
la primera vez que lo hacía, nunca se había acercado a mi habitación hasta ese
momento. Recuerdo perfectamente esa conversación porque es uno de esos momentos
que tengo grabado en mi corazón.
—
Ayer te
perdiste a Marga totalmente borracha, gritando a los cuatro vientos su amor por
uno que conoció hace tres días. La verdad es que esta chica tiene pocas luces y
no sabe dónde se está metiendo con ese tío tan mayor. En fin, el amor es ciego.
—
Si he de
ser sincera, no me importa habérmelo perdido, para un día que pasa algo “interesante” hay cincuenta que no ocurre
nada. Así que, no me importa habérmelo perdido si también me pierdo los otros
cincuenta.
—
La verdad
es que tu hermana tiene razón cuando dice que eres una seca. Me gustaría saber
qué es lo que te divierte a ti, seguro que no es tan divertido.
—
Anda ven
aquí y déjate de monsergas, que te pareces a mis padres. Ven y ayúdame a elegir
un cuadro para la exposición del colegio, tengo tres y no sé cuál elegir.
—
¿Tú has
pintado estos cuadros? Son geniales, no sabía que fueras una artista. De
verdad, me gustan muchos pero si tengo que elegir, creo que el azul es el más
bonito.
Me miraba con incredulidad, maravillada de
descubrir mi faceta artística, mi sensibilidad escondida. De pronto, me
encontré cerca de su cara, de sus labios, y un impulso me hizo besarla. En un
principio, ella correspondió a mi beso pero luego, me apartó de su lado y se
alejó diciendo que no debíamos de hacer eso, que no estaba bien.
Después de aquel beso, nuestra relación se
enfrió un poco, siguió saludándome con naturalidad pero evitaba cualquier
conversación conmigo, aunque sé que me miraba cuando yo estaba distraída. Estuvimos
distanciadas un tiempo que para mí fue eterno.
Recuerdo que un día, me armé de valor y le
escribí una carta que le entregué en mano una de esas veces que iba a casa a
estudiar con Carmen. En esa carta le pedía perdón por aquel beso, no me
arrepentía de él pero entendía que a ella no le gustara. Le conté que no podía
soportar que no me hablara, que me ignorara, y le pedía que me perdonara y que
volviera a ser amiga mía, como antes de haber metido la pata con aquel deseado
beso.
No sé si fue la carta o qué pero el caso es
que, después de aquel tiempo de silencio, fue
ella la que me cogió de la mano por primera vez en el coche, un día que su
madre nos llevaba al colegio. Íbamos en el asiento de atrás, Carmen, ella y yo,
que intentaba sentarme siempre a su lado, para que su cuerpo tocara el mío. Cuando
entrelazó sus dedos con los míos, recuerdo que mi cuerpo se estremeció como
jamás lo ha vuelto a hacer.
Fue ella la que me pidió que la volviera a
besar como la primera vez, una noche de San Juan, alejadas de las hogueras para
que nadie nos viera. Aquel beso fue el más bonito que recuerdo, el más
autentico de los besos que he dado en mi vida porque en él, iba impreso todo mi
amor oculto hacia ella de tantos años. Aún me persigue ese beso.
Después de aquel beso, vinieron muchos más,
siempre ocultos, siempre cómplices.
Excepto en verano, que Irene se iba con su
familia a la playa todo el mes de agosto y no la volvía a ver hasta el comienzo
del colegio, ausencia que me volvía loca por la eterna espera, nos veíamos a
menudo, cuando iba a casa o en el parque, cuando me tocaba acompañar a Carmen
por imposición paterna pero siempre, había gente delante lo que hacía que
disimuláramos nuestros sentimientos.
Los primeros encuentros fueron cortos y
furtivos, casi siempre en mi habitación, cuando se acercaba a saludarme y, tras
cerrar la puerta, nos besábamos para luego marcharse a estudiar con Carmen.
Irene al principio no lo tuvo muy claro, no
sabía si le atraía o le asustaba nuestra oculta relación, estaba llena de
temores que yo compartía aunque mi inconsciencia no los valoraba como ella. Lo
que yo sentía era incontrolable, me daba todo igual a parte de ella. Irene era
un halo de felicidad en mi vida, ya no me importaba no recibir muestras de
cariño de mis padres, la tenía a ella y era feliz.
Tuve que ir poco a poco con ella y no fue
fácil convencerla para que quedara conmigo en algún lugar a solas. Yo quería estar
con ella, conocerla y saberlo todo de ella, quería estar en su vida y que ella
formara parte de la mía. Me costó que aceptara pero al final lo conseguí. Mintió
a sus padres y les dijo que se había apuntado a jugar a baloncesto y que los
entrenamientos eran los sábados por la tarde así que, teníamos toda la tarde
del sábado para nosotras, hasta las nueve y media, hora de regresar a casa.
Los sábados eran días especiales para mí,
saber que aquella tarde iba a estar con ella hacía que estuviera de buen humor desde
por la mañana temprano.
Quedábamos a las cinco, la hora más feliz para
mí en aquella época, lo digo porque después, con el tiempo, se convirtió en la
hora más triste del día pero eso, ya saldrá más adelante.
Nuestro amor clandestino tenía dos lugares de
encuentro. La mayoría de las veces, sobre todo en invierno, quedábamos en la
casa abandonada de la señora Luisa, que había muerto hacía unos años, de la que
teníamos una llave que conseguimos la primera vez que entramos por una pequeña
ventana.
El otro lugar que frecuentábamos cuando
empezaba el buen tiempo era un pequeño claro del bosque, escondido a la vista
de los demás, bajo la sombra de una preciosa y longeva encina. Como en el árbol
de la ociosidad de Durrell, aquél que con su sombra incapacitaba a la gente
para todo trabajo serio, nos pasábamos las tardes tumbadas, haciendo planes y dejando
correr la imaginación, sobre todo yo, que siempre tuve mucha inventiva.
Espero que aquel corazón con nuestras
iniciales, que tallamos en la vieja encina, siga allí, cicatrizado en su
corteza, perpetuando nuestro amor.
Nos gustaba ir al árbol pero, aun llevándonos
a Rocky para que nos avisara si alguien se acercaba, no lo frecuentábamos mucho
por miedo a ser descubiertas, nos sentíamos más seguras en la casa.
La casa fue el escondite perfecto para
nuestros juegos prohibidos, nadie nos molestó ni nunca supieron de nuestros
encuentros, aquel jardín abandonado emboscaba nuestro escondite. La casa estaba
totalmente amueblada e incluso las camas estaban hechas, con sus sábanas de
hilo ya amarillento y sus colchas estiradas. No quisimos profanar el lecho de
la difunta y nos instalamos en una de las habitaciones que debió pertenecer a
uno de los hijos. Allí construimos nuestro nido de amor, iluminado con velas y
rodeado de latas de coca cola y patatas fritas.
Las horas que pasamos en esa casa son horas
que nunca olvidaré.
Al principio fue todo un juego, un amor pueril
e inocente, donde nos divertíamos contándonos tonterías o preocupaciones, donde
sólo hubo caricias y besos. Con el tiempo y la confianza nos fuimos entregando
más y más la una a la otra, provocando que nuestras caricias nos proporcionaran
un placer no sentido antes.
Irene tenía una prima mayor que ella que le
contaba sus aventuras sexuales con su novio y ella después, me las contaba a
mí. Fue ella la que me habló de la masturbación, de cómo acariciarnos para
excitar nuestros cuerpos y de cómo palpar nuestros sexos para darnos placer. Y
fue entonces, cuando perdimos la inocencia.
En nuestro último año de relación conocimos el
sexo en su plenitud, nos amábamos sin aquellos primeros miedos, sin pudor, con
total entrega, ahondando en cada uno de los recovecos de nuestros cuerpos, eso
sí, con torpeza, algo que supe con los años, lo que no quita que siga
recordándolo como el mejor sexo que haya tenido, porque fue con ella.
Las cuatro horas, entre aquellas cuatro
paredes de esa cuadrada casa, daban para mucho aún sabiendo de su dolorosa
despedida. Después de amarnos, que era lo primero que hacíamos nada más vernos,
nos quedábamos abrazadas, desnudas, besándonos y hablando de lo que queríamos
ser y de nuestro futuro juntas.
Ella quería ser médico como su padre y yo, no
quería ser como mi padre, ni por asomo. Aparte de eso, yo quería estudiar
veterinaria, me encantaban los animales y quería curarles, ser su salvadora. No
hay mayor entrega que la de un animal agradecido.
Teníamos planeado encontrarnos en la universidad
y estar juntas durante la carrera y después, buscarnos la vida lejos del pueblo
para no tener que escondernos más. Las ilusiones de esas edades.
Una de mis armas para mantener vivo nuestro
amor era las historias que le contaba a Irene. Tantas horas de encierro en mi
habitación hicieron crecer mi imaginación y me concedieron la facilidad de inventar
cuentos, la mayoría de ellos basados en los libros que me había leído.
Era ella la que elegía el momento de la
historia, apoyaba su cabeza en mi regazo y con ese gesto me invitaba a que
continuara con el relato, que yo le contaba mientras le acariciaba el pelo.
Como Sherezade en las mil y una noches, le
contaba las historias por capítulos, cada vez uno, y procuraba que terminasen con
un interrogante que dejara a Irene con la intriga, lo que provocaba sus
súplicas para que continuara. Me encantaba ese momento, cuando intentaba seducirme
con su mejor arma, sus besos.
—
Si me
cuentas el siguiente, te daré mil besos a cambio…
Lo que daría yo ahora por uno solo de esos mil
besos.
Inventé muchas historias para ella. Le
encantaban mis historias. Me acuerdo de una basada en Doña Luisa, la
propietaria de la casa de nuestros encuentros, ambientada en una sociedad de penurias
y barro al estilo de Dickens, que me salió redonda. Aquel culebrón duró todo un
invierno y fue una de las historias que más le gustó.
He detenido mi monólogo interior durante un
buen rato porque el autobús ha parado en un área de descanso y he aprovechado
para bajar a hacer pis y de paso, comprar una botellita de agua y algo de comer
en la ruidosa cafetería. Nada más arrancar el autobús, y sin darme tregua, se
ha asomado el recuerdo que contiene el porqué de mi marcha para decirme que es
el siguiente.
Tengo tan presente las escenas que sucedieron,
las palabras que se dijeron, que recuerdo aquel episodio de mi vida como si
hubiera ocurrido ayer, aunque hayan pasado más de veinte años.
Todo comenzó el día anterior a mi marcha, estando
en mi habitación estudiando o haciendo que estudiaba, sonaron dos toques en la
puerta, que se abrió lo suficiente para que Irene asomara su cara.
—
Dónde te
metes, hace días que no nos vemos ¿Te pasa algo?
—
Nada,
solo que el otro día me enteré de que tienes novio y prefiero ahorrarme el
espectáculo.
Entró en la habitación y cerró la puerta, se
acercó y quiso tocarme pero aparté su mano.
—
María, no
seas así conmigo, déjame explicártelo. Sabes que te quiero y que es contigo con
quien quiero estar, pero es todo tan complicado.
No quería ni mirarla, no quería explicaciones
de nada, con el solo hecho de querer darme explicaciones ya estaba afirmando
que era cierto.
Se sentó a mi lado y me cogió de las manos
para intentar explicarme su absurda teoría sobre cómo evitar el “qué dirán”.
—
María, mírame.
Es verdad que tengo novio, desde hace una semana salgo con Gustavo el hijo del
farmacéutico, ya sabes que siempre ha estado colado por mí. Sí, ya sé que sabes
que no me gusta pero salgo con él por varias razones, porque ya tengo casi dieciocho
años y porque todas mis amigas tienen novio menos yo. Ya empezaba a ser el
comentario del pueblo, de mis amigas, de las amigas de mi madre y, sobre todo,
de mi madre, que no paraba de echarme en cara que tu hermana Carmen ya tenía novio
y que yo a mi edad aún seguía en el país de “Nunca Jamás”.
—
Hace una
semana, o sea, que el sábado pasado ya estabas con él y no me dijiste nada. Muy
bonito.
—
No tuve el
valor de decírtelo, sé que no me ibas a entender, y no quise estropear nuestra
tarde.
No podía disimular mi enfado, me cabreaba que
estuviera con él y no conmigo, me repateaba que el motivo de salir con un tío fuese
poder decírselo a la gente mientras que lo nuestro, había que ocultarlo. Y
sobre todo, me dolía haberme enterado por los demás y no por ella.
—
Por favor
María, no te quedes callada. Mírame, dime algo.
—
Aún
tienes diecisiete años y a esa edad, no es obligatorio tener novio, ni a esa
edad ni a ninguna. Pero tú eliges y tú sabrás lo que haces. Eso sí, no cuentes
conmigo, no quiero ser cómplice de tus patrañas. No es bueno ni para ti, ni
para mí, ni para el infeliz de Gustavo.
—
No me
gusta lo que estoy haciendo pero no tengo más remedio, es lo que esperan de mí.
Entiéndeme, me veo obligada a ello. Quiero que sepas que él no significa nada
para mí, que es a ti a quien quiero y sólo a ti, María.
Por
favor, queda conmigo mañana por la tarde en el mirador del monte, así podremos
hablar tranquilamente en el árbol.
—
A
escondidas, claro, incluso habrá que ocultarse más que antes, como ya tienes
novio oficial para enseñar, no sería correcto que te vieran ahora conmigo.
—
María,
aunque no estuviera con él, no podríamos mostrarnos a los demás, lo que hacemos
no está bien, recuerda que es “lo
prohibido”.
—
Para
nosotras lo que hacemos sí está bien y es lo que queremos, que es “lo prohibido” lo dicen los demás.
—
Sabes que
no es tan fácil como dices.
Me
tengo que ir porque tu hermana me está esperando, estamos estudiando para el
examen de mañana.
Por
favor, queda conmigo mañana a las cinco. No faltes, recuerda que te estaré
esperando.
Después de aquella conversación, mi enfado era
mayúsculo, no quería que pasara lo que estaba pasando, no soportaba que
estuviera con él, que le besara, que hicieran planes juntos, aunque fuera todo mentira.
En ese momento la odié con toda mi alma, me dolía el chantaje emocional que me
estaba haciendo para que tragara con lo intragable, “perdóname pero no tengo mas remedio, te jodo porque te quiero”. Y
una, qué podía hacer ante eso si sólo tenía dos opciones, aceptar o aceptar, no
había otra.
La tarde de la cita subí al mirador en
bicicleta, había llovido mucho la noche anterior y el campo tenía ese fresco
olor que da la lluvia. Entre que mi enfado aún persistía y que el olor a tierra
mojada me provocaba placidez, subí despacio, disfrutando del paisaje y con el
propósito de hacer esperar a Irene.
—
Llegas
veinte minutos tarde, me iba a ir porque pensé que me habías dado plantón.
—
No creas
que no lo pensé, pero aquí estoy, ¿no?
—
Ya es
tarde para ir al árbol, anochecerá dentro de poco. Además, me he quedado helada
esperándote.
Mientras se ponía el abrigo que le ofrecí para
que entrara en calor, ella intentó de nuevo explicarme sus motivos que seguían
sin convencerme pero, el gesto de oler profundamente el cuello de mi abrigo y
luego mirarme a los ojos para transmitirme su amor, me desarmó por completo y no
pude mantener mi actitud de enfado, y me rendí, la abracé y me puse a llorar.
—
Mi amor,
esto sólo es por un tiempo. Ya sabes que me iré el año que viene a estudiar medicina
a la universidad y solo vendré por aquí en vacaciones y por navidades. Te juro
que dejaré a Gustavo. No estoy enamorada de él, estoy enamorada de ti.
—
Sé que te
irás después del verano, pero no contaba con que me quitarías el tiempo que me
queda para estar contigo hasta tu marcha.
—
No es así,
tal vez nos veamos un poco menos pero no quiero dejar de verte. Todo seguirá
como hasta ahora, lo único es que oirás hablar de mí y de mi novio, pero sabrás
que todo es mentira y que durará poco.
Me besó y, como siempre, sus besos me anularon
por completo la voluntad. Aún añoro sus besos, tan cálidos y carnosos que
hacían que mi cuerpo se estremeciera. Tal vez los tenga idealizados porque los
he buscado en otras mujeres sin encontrarlos.
—
Irene, no
entiendo tu necesidad de tener novio sin quererlo y me duele tu decisión pero
la acepto porque no quiero perderte.
—
Sabes que
eso no va a ocurrir. Todo sigue en pie, nuestros planes no han cambiado por esto.
Solo tenemos que esperar a que vayas a la universidad, donde yo te estaré esperando.
Esta vez la besé yo totalmente entregada,
totalmente enamorada, con todo el amor que se puede sentir a los dieciséis
años. Pero ese beso duró un instante, terminó justo en el momento en que un
coche pasó por delante de nosotras, el ruido me hizo abrir los ojos para ver
como mi padre me miraba desde el asiento delantero del coche con ojos de pavor,
al igual que el párroco, que iba en el asiento trasero. Dejé de besar a Irene
y, cuando ella quiso mirar, sujeté su cabeza contra mi hombro para evitar que
le vieran la cara y la reconocieran. Me quedé por unos segundos paralizada, sintiendo
cómo todo mi mundo se venía abajo.
—
Deprisa,
vámonos de aquí. La hemos cagado pero bien. Acaban de pasar mi padre, el cura y
dos más en un coche, camino de la ermita. Me han visto de lleno, no voy a poder
negarlo. No sé cómo voy a salir de esta.
—
Joder María,
qué hemos hecho, somos idiotas al estar tan expuestas. Por dios, mis padres no
pueden enterarse, me matarían. No quiero pensar lo que me puede pasar si tu
padre se lo cuenta a los míos.
—
No te
preocupes, a ti no te han visto, no he dejado que te vieran. Además, mi abrigo
te ha camuflado y no te han podido reconocer. A mí me han visto la cara, a ti
no.
—
No puedes
decírselo a tu padre, no puedes decirle que era yo. ¡Júramelo, María!
—
No diré
nada, sabes que no lo haré. Si se sabe algo es porque tú lo habrás dicho, no
yo. No te pongas esta ropa durante algún tiempo por si se han fijado en tus
pantalones o en tus zapatillas. Ve por casa como si no supieras nada,
compórtate como siempre y no te pasará nada. Y cruza los dedos por mí.
—
Dios mío María,
qué te va a pasar, me moriré si no puedo verte más.
Y así fue, no nos volvimos a ver, aunque ella
no murió por ello.
Volví a casa tarde porque el miedo me impedía
enfrentarme a lo que me esperaba y estuve deambulando con la bici hasta que la
noche y el frío me obligaron a ir al patíbulo. Nada más entrar, papá me recibió
con un bofetón que me volteó la cabeza y las lágrimas saltaron de mis ojos. Lo
primero que me preguntó fue,
—
¿Quién
era la depravada que estaba contigo?
—
Que más
da, no la conoces.
—
Eres lo
peor, eres una enferma. Me das asco.
—
Papá, no
estaba haciendo nada malo, la quiero, ¿qué malo hay en ello?
—
Yo te voy
a decir lo que es bueno y lo que es malo. Sube a tu habitación y haz las
maletas. Mañana por la mañana sales de aquí, te vas interna al colegio de tu
tía Isabel. No quiero volver a saber nada de ti en lo que me resta de vida.
Tendrás pagados los estudios, pero nada más. No quiero que vuelvas a pisar esta
casa, no eres digna de ello.
Se oía de fondo el llanto de Carmen, que intentó
intervenir sin éxito porque papá la apartó de un manotazo diciéndole que no se
metiera si no quería recibir también lo suyo. Yo me aferré a mamá suplicándole ayuda
pero ella, se limitó a levantar los brazos para no tocarme y no abrió la boca
ni hizo nada para impedirlo.
Estando en mi habitación llorando y haciendo
la maleta con Josefina, entró Carmen y le pidió que nos dejara a solas un
momento.
—
¿María,
qué has hecho? ¿Cómo se te ocurre besarte con una chica a la vista de los
demás, de papá?
—
Joder
Carmen, ha sido un fallo, cómo me podía imaginar que papá iba a pasar por allí
en ese momento. La cagué y ahora lo tengo que pagar, y me muero de sólo
pensarlo.
—
¿Con
quién estabas?
—
Que más
da, no la conoces y es mejor que no sepas nada.
Carmen me contó que papá llegó a casa hecho un
basilisco diciendo que me mataría, que la vergüenza que le había hecho pasar no
me la iba a perdonar en la vida. Tuvimos la mala suerte de que, en la noche
anterior durante la tormenta, un rayo quemara parte del tejado de la ermita.
Por eso, mi tirano padre el alcalde y el párroco subían esa tarde por el monte cuando
se cruzaron con nosotras, en el mismo instante en que yo besaba de manera
apasionada a la mujer de mi vida por última vez, en el instante en que mi destino
se cruzó con Pedro Páramo y el padre Rentería para virar el rumbo de mi vida.
Y aquí terminó esta historia inconclusa de un amor
inacabado lo que provocó que, aún no estando ya juntas, la historia continuara
en mi imaginación y en mi corazón. Aunque ya se sabe que segundas partes nunca
fueron buenas.
Irene fue mi primer amor, un amor de infancia
y adolescencia que duró tres años de clandestinidad hasta ser descubierto, desde
el primer beso a los trece años, hasta el último beso a los dieciséis. Después,
vinieron otros amores pero ninguno trastocó mi ser como aquel primero. Mi amor
por Irene aún perdura.
Al día siguiente de aquello, mi vida cambió
radicalmente, dio un giro de ciento ochenta grados hacia la fatalidad y entró en
una pesadilla que duró tres duros y largos años.
No me gustaría recordar los años que pasé en
el internado con detalle, fue una época de mi vida oscura y llena de tormentos que
no deseo rehacerla en el pensamiento. Espero que recordando algo de aquello, lo
menos doloroso, los demás recuerdos de esa época se conformen y vuelvan a su
lugar, del que espero no salgan más.
Durante los años de internado me dediqué a lo
único que me dejaron hacer, estudiar. Mi vida fue una pesadilla cíclica convertida
en rutina. Por la mañana a primera hora, misa, después clases hasta la hora de comer,
después más clases hasta las seis, rezar el rosario más dos horas de estudio
hasta la cena. Después de cenar y cumplir con los rezos nocturnos, me iba a
dormir para volver a empezar. Los fines de semana, en ausencia de las clases,
limpiaba mi habitación y tenía algo de tiempo libre para leer o pasear por el
patio del internado.
En mi celda, donde se apagaban las luces a las
nueve y media, lloré todas y cada una de las noches que conformaron mi condena.
Al principio era un llanto angustiado y doloroso provocado por el desamparo que
sentía y que, poco a poco, conseguía calmar pensando en Irene, hasta convertir aquella
congoja en un llanto suave para no estorbar a la memoria. Cada noche, al igual
que me inventé historias para ella, me contaba un nuevo capítulo de nuestro amor,
lleno de besos y cosas bonitas, hasta que me quedaba dormida. De esa forma,
Irene se fue convirtiendo en fantasía.
No hice amistad con ninguna de mis compañeras
a excepción de Lucía, que me ayudó un poco a superar aquel suplicio. Esta chica
fue la única persona amable que recuerdo del internado, no era interna y tenía
la suerte de volver a su casa después de las clases. Gracias a ello, me proporcionaba
libros de su madre, casi todos novelas de amor, que me servían para evadirme. Los
libros fueron mis mejores aliados, me dieron fuerzas para aguantar y me
enseñaron que no había que conformarse con una vida impuesta y desperdiciada,
que había que luchar para vivir o morir en el intento, como Madame Bovary y no
como mi madre, Doña Carmen.
Algunos fines de semana, cuando la tía Isabel iba
a casa de los abuelos, me llevaba con ella. El abuelo no me hablaba pero
permitía que entrara en su casa y que estuviera con la abuela.
Aquellos días con la abuela me daban la vida.
Era una mujer bondadosa que se ocupaba de que estuviera bien y de que no me
faltara de nada. Yo evitaba cruzarme con el abuelo y me quedaba con ella en la
cocina aprendiendo a cocinar y escuchando sus historias. Allí fue donde
descubrí que, además del nombre, había heredado de ella la imaginación.
La abuela hizo de mensajera entre Carmen y yo,
y cuando la tía no estaba presente, me entregaba la carta que le había dejado
para mi y yo le daba la mía.
Por aquellas cartas me enteraba de la
situación en casa y de Irene, que casi siempre me mandaba recuerdos. Yo no
preguntaba por ella porque nadie debía saber lo nuestro y no quería levantar
sospechas pero, lo primero que hacía cuando recibía una carta era buscar su
nombre para saber de ella. Sé que Irene y Carmen siguieron siendo muy buenas amigas,
aunque se distanciaron un poco cuando se fueron a estudiar a distintas
universidades lo que provocó que, con el tiempo, las cartas de Carmen dejaran
de hablar de ella.
En el último año del internado, cuando ya por
fin se acercaba el final y solo faltaban por tachar en el calendario los
últimos días de mi condena, había aprobado el curso y solo me quedaba superar
la selectividad, estaba asustada porque no sabía qué iba a ser de mí a partir
de ese momento. Tuve la falsa esperanza de que papá me fuera a perdonar.
Recuerdo que lo hablé con la abuela.
—
Abuela, me
falta poco para terminar el suplicio del internado y me gustaría seguir
estudiando en la universidad. Te pido que hables con papá, tú eres la única que
puede convencerle.
—
Tu padre
no da opción, dice que solo dará dinero si te metes a monja o te casas.
—
Se ha
vuelto loco abuela, de ninguna manera me voy a casar con el que él me dicte ni
tampoco quiero ser monja, son todas unas arpías y la tía Isabel, no se salva.
No, no quiero lo que me ofrece mi padre y además, soy mayor de edad y no puede
obligarme. Prefiero ser yo la que decida mi vida, aunque no pueda seguir
estudiando.
En ese momento, la abuela María me contó la
historia del tío Luís, que tuvo que irse de casa porque el abuelo le echó al enterarse
de que era homosexual, lo mismo que me había pasado a mí. Hasta ese día, nunca
había sabido el motivo de la desaparición del hermano de papá, fue un tema tabú
en la familia que no se podía mencionar. Me dijo que vivía en Málaga y que ella
seguía teniendo contacto con él a escondidas del abuelo, se llamaban por
teléfono de vez en cuando y se veían cuando el tío venía a la capital. Recuerdo
que me dijo,
—
Ve con
él, es el único que puede ayudarte.
El último día que estuve con la abuela, me
despedí de ella y le entregué una carta para Carmen, donde le explicaba la
situación y que no sabía si podría seguir en contacto con ella. Aquel día besé
a la abuela por última vez.
Mis sentimientos en ese momento eran
contradictorios, por un lado estaba contenta por librarme del yugo paterno pero
por otro lado, me dolía no poder seguir estudiando e ir a la universidad para
encontrarme con Irene, que era mi sueño labrado durante todos esos años. Con
estos ánimos, partí hacia la vida con un billete de autobús, una mochilla casi
vacía y el poco dinero que me dio la abuela.
Y en este punto, he de dar por cerrado el
primer volumen del archivo de mi memoria porque, a partir de ese momento,
fueron mis aciertos y mis errores los que guiaron mi destino.
Recuerdo muy bien mi llegada a Málaga, a la
casa de mi tío desconocido. El tío Luís me estaba esperando, había hablado con
la abuela y sabía de mi llegada. Me presentó a su pareja, Albert, y me enseñó
la habitación que había preparado para mí. Aquella habitación ha sido la más
bonita y luminosa que he tenido. Le agradecí lo que estaba haciendo por mí y le
dije que me iría pronto, en cuanto encontrara un trabajo y tuviera algo de
dinero para buscarme la vida. Recuerdo su respuesta.
—
No tienes
que irte si no quieres. No tengas prisa, la casa es grande y podemos vivir
todos juntos muy bien.
Hacía más de veinte años que el tío Luís se
alejó de la familia, fue cuando, al volver del servicio militar, le contó a su
padre su condición sexual y el abuelo, le echó de casa y le desheredó.
Estuvo viviendo unos años en Barcelona,
después se buscó la vida como maître en la Costa Azul y desde hacía diez años,
vivía en la Costa del Sol donde era propietario de un bar gay. Llevaba tiempo
con el negocio y le funcionaba muy bien, era uno de los bares de ambiente más
concurrido, lo que le permitía vivir sin dificultades. Tenía una casa muy
bonita, con jardín y piscina, donde hacía unas fiestas muy divertidas.
Albert y él llevaban juntos muchos años y se
les veía felices. Los dos me ayudaron mucho y me ensañaron a ver la vida que
había tenido oculta durante tantos años. Lo primero que hicieron fue cambiar mi
estilo monjil de vestir, Albert me llevó de tiendas y me asesoró a la hora de
comprar la ropa o los zapatos. Era divertido y le encantaba ir de compras.
A través del tío Luís, que tenía muchos
contactos, conseguí trabajo en una inmobiliaria, lo que me permitió tener
dinero por primera vez. También me apunté a una academia para aprender más
inglés del que sabía de mis años de estudiante porque tenía planeado irme a
Londres. Ya que no pude seguir estudiando, tenía la intención de irme a
Inglaterra a aprender el idioma perfectamente, pensaba que me vendría bien para
ganarme la vida.
El hecho de que Albert fuese inglés me ayudó
mucho y frecuentemente conversábamos en su idioma, lo que me dio bastante
soltura a la hora de hablarlo.
Estuve un año largo viviendo con ellos y fue mi
liberación. En ese tiempo de sol y sal, comprendí que la vida me ofrecía la
oportunidad de conocer otros mundos más luminosos al vivido hasta entonces.
En esa época fue cuando conocí a Martín, la
persona más importante de mi vida a partir de ese momento, el que estuvo a mi
lado cuando lo necesité, el que me acompañó en mi aventurada y desventurada
vida.
Le conocí a través del tío Luís, trabajaba de
camarero en el bar y a veces, pasaba por la casa para hablar con él. Era
simpático, vitalista, optimista, divertido y desde el principio hubo conexión
entre nosotros. Nos hicimos amigos y empecé a salir con él de marcha, a conocer
gente y a vivir la noche. Muchas tardes, antes de que él entrara a trabajar,
paseábamos por la orilla del mar, decía que esos paseos le venían bien para sus piernas doloridas de tantas
horas de pie en la barra del bar. Durante esos paseos nos contamos nuestras vidas
y nuestros planes y allí fue, donde nació nuestra profunda y gran amistad.
Martín era unos años mayor que yo y no tuvo
una infancia mejor que la mía, sus padres murieron cuando él era un niño y fue
criado por su abuela. Desde pequeño supo que era gay, lo que le trajo problemas
en el colegio y en el pueblo. Cuando murió su abuela se largó de allí y desde
los diecisiete años se buscó la vida.
Me encantaba hacer planes con él, era tan
vitalista y lo veía todo tan fácil, que decidimos irnos a recorrer mundo y
buscarnos la vida allá donde nos recibieran. Yo le conté mis planes sobre
Londres y le gustó la idea, era el lugar idóneo para empezar. Desde ese momento
comenzamos a tramar nuestro plan, urdido en los largos paseos por la playa.
Fue en ese tiempo cuando tuve mi primera
relación visible con una mujer, quince años mayor que yo y amiga de Martín. Después
de Irene, no había tenido otra relación y llevaba tanto tiempo sin besar, que
lo necesitaba. Se llamaba Marlene y Martín, me avisó de que tuviera cuidado con
ella porque tenía un problema con el alcohol y era un poco inestable. Estuve
con ella un par meses y aprendí bastante sobre las artes amatorias entre
mujeres. Al final, tuve que dejarla por los motivos que me advirtió Martín.
No voy a negar que siguiera pensando en Irene.
Desde que no recibía las cartas de Carmen, no tenía noticias de ella así que,
mi imaginación se encargó de mantenerla viva en mi pensamiento. Me planteé la
posibilidad de ir en su búsqueda pero sabía que no era lo correcto, sabía que
lo correcto era olvidar y seguir adelante. Habían pasado más de tres años y ella
tendría su vida, estaría estudiando su carrera y yo, no tenía el valor necesario
para ir a su encuentro, me daba miedo aparecer ante ella y descubrir que ya se había
olvidado de mí.
He estado un rato sin recordar porque el
autobús ha hecho otra parada, esta vez, más corta. Me ha venido bien este
descanso, he podido estirar un poco las piernas y he respirado el aire puro y
limpio, con olor a campo y lluvia, que había en ese lugar, y me ha recordado al
pueblo, tal vez porque estoy cada vez más cerca. Durante esta pausa, he notado
que mi cabeza está más calmada y que el ejercicio mental está dando resultados.
Si no recuerdo mal, ahora debería recordar mi
etapa en Londres. Creo que fue a finales del noventa y seis cuando comenzó nuestra
aventura, si no me equivoco. Londres fue para mí la liberación y el
desequilibrio total. Todo era distinto a lo que había conocido hasta ese
momento. Fue un tiempo de locura.
En un principio, nos instalamos en uno de los
barrios marginales de la ciudad, en la casa de un amigo de Martín, que era
nuestro contacto en Londres. Poco a poco fuimos haciendo amigos y al cabo de un
mes nos fuimos a vivir a un piso compartido con otro español y un alemán. La casa
era un asco pero yo conseguí que mi habitación fuera mi pequeño hogar. El
dinero ahorrado duró unos cuantos meses y luego, hubo que buscarse la vida. Cuando
se tiene poco es difícil sobrevivir en una gran ciudad.
Martín no tuvo problema en encontrar trabajo
rápidamente ya que sus años de experiencia en la Costa del Sol habían hecho de
él un buen barman. En cambio yo, durante los tres años que duró mi aventura en
Londres, hice todo tipo de trabajos, cajera, camarera, dependienta, profesora de
español, pegué carteles... y alguno más que ya no recuerdo. La verdad es que
tuve suerte y nunca me faltó el curre que, aunque precario y mal pagado, me
permitió subsistir en aquella cara ciudad.
Durante el tiempo que estuvimos en Londres, el
binomio positivo Martín-María se hizo más fuerte y más sólido. Muchas noches Martín
se venía a mi habitación, se metía en la cama conmigo y conversábamos hasta que
nos entraba el sueño, a veces se iba a su cuarto y otras, se quedaba a dormir
en el mío. Recuerdo la sinceridad que hubo entre nosotros a la hora de
contarnos nuestras vidas, nuestros amores y nuestros temores. Hablábamos de
todo, de lo real y de lo irreal, de lo posible y de lo plausible pero nunca,
hubo un lenguaje de seducción y fantasía entre nosotros, jamás me inventé
historias para él, tal vez porque esa cualidad formaba parte de mi ritual de enamoramiento
que no se despertaba en presencia de Martín, todo hay que decirlo. Martín y yo
nos dimos cariño y fuerzas mutuamente y gracias a ese tándem, sobrevivimos.
Al principio escribía a menudo al tío Luís
contándole cómo me iba. Empecé escribiéndole cartas, después pasé a mandarle
postales que se fueron distanciando en el tiempo y al final, dejé de escribir.
Cambié mi aspecto de forma radical, me corté
el pelo y me vestí de negro, me tatué la palabra “free” en una muñeca y me puse un piercing en la ceja. Conseguí tal cambio en mí que ni mi padre me
hubiera reconocido. Quería olvidar y empezar de nuevo y esta ciudad me ofrecía
la oportunidad de hacerlo.
Durante el primer año intenté llevar una vida
más o menos ordenada, encontré trabajo como cajera en un supermercado y
después, estudiaba inglés en una academia. Entre el trabajo y las clases, los
días no daban para mucho más, pero los viernes, después de una dura semana, esperaba
a Martín a la salida de su trabajo y nos íbamos por ahí a emborracharnos y a divertirnos
por lugares, a veces, poco recomendables.
Fue una época loca, sin responsabilidades ni imposiciones
por parte de nadie, hacíamos lo que nos daba la gana sin tener que dar
explicaciones. La mayoría de nuestras amistades era gente marginal que se
ganaba la vida en la calle, músicos, mimos, pandilleros, mendigos, camellos e
incluso putas y chaperos, vamos, lo mejor de cada casa.
Al año y medio de estar allí, los dos habíamos
perdido el norte y estábamos sumergimos en un mundo de diversión, drogas y alcohol, llevando una vida desenfrenada y
peligrosa. Muchas noches, después de drogarnos con cualquier mierda que
habíamos conseguido, Martín y yo nos metíamos en el primer garito donde había marcha
o algún concierto hasta que nos echaban y, casi siempre, volvíamos a nuestra
guarida totalmente colocados, a veces solos, a veces acompañados. Por aquella
época tuve unas cuantas amantes, todas efímeras, que duraron una sola noche y
de las que no recuerdo sus nombres. Mi objetivo era olvidar, no pensar y vivir
a tope. Como diría Ian Dury “Sex and
Drugs and Rock and Roll”.
Durante ese tiempo, no sé si largo o corto
porque no fui consciente de ello y ahora me es imposible recordar con claridad,
experimenté una parada del pensamiento sin utilizar técnica alguna, sólo con las
drogas, y conseguí olvidar mi pasado, o eso creía. Había amontonado todos mis
recuerdos, los buenos y los malos, en el más lejano de los baúles, bajo siete
candados. No quería recordar.
Irene pasó a un plano inferior de mis
pensamientos, conseguí meterla en el segundo baúl de los recuerdos después de
haber estado durante años en el primero de ellos, en el que no tiene tapa. Aún
así, de vez en cuando, como quien no quería la cosa, aparecía en mis
pensamientos para instalarse allí durante un tiempo, hasta que conseguía
devolverla a su sitio, no sin esfuerzo. Nunca he podido controlar los recuerdos
de Irene porque tienen luz propia y habitan en mi corazón. No podía evitar
acordarme de ella el día de su cumpleaños, o cuando un sábado miraba el reloj y
marcaba las cinco, la hora de vernos, y sobre todo, en esas noches tristes,
cuando me imaginaba en su compañía y le preguntaba si pensaba en mí como yo
pensaba en ella. Llevaba tantos años sin saber de ella.
Después de un tiempo de vida desenfrenada, caí
enferma de neumonía y estuve ingresada en un hospital durante un largo mes. Estuve
bastante grave y en un principio temieron por mi vida. Todo fue por el
descontrol de vida que llevaba, el abuso de drogas y alcohol y la falta de
alimentación provocaron mi enfermedad.
Toda la vida le estaré agradecida a Martín por
su ayuda, fue mi salvador, sin él no hubiera superado aquella enfermedad. Salí
del hospital muy débil y delgada y gracias a él, que me cuidó y me alimentó,
conseguí recuperarme.
Durante mi convalecencia, me pasaba mucho
tiempo sola en la habitación. Martín estaba fuera gran parte del día, trabajaba
en la cafetería de unos grandes almacenes y además, tenía una historia con un
ejecutivo casado del que estaba locamente enamorado. Sabía que esa relación no
tenía futuro pero quería vivirla a tope mientras durara.
Pasarme largas horas encerrada en mi
habitación ha sido mi “modus operandi”
en esta vida, primero en casa, después en el internado y luego en Londres.
Entre que la enfermedad me había debilitado
mucho y tantas horas de soledad habían afectado a mi ánimo, me planteé volver
con el tío Luís. Martín me daba ánimos y me decía que aguantara, que después de
mi recuperación nos iríamos a otro lugar, había que seguir recorriendo el mundo.
Recuerdo el día que conocí a Karla, mi segundo
amor. Yo seguía convaleciente en mi cuarto cuando Johann, el alemán que vivía
en el piso, me invitó a tomar un té con él y unos amigos en su habitación. Me
animé a ir, estaba cansada de estar sola y necesitaba un poco de compañía.
Es curioso que mientras pienso en Karla, ha
empezado a sonar en la radio una canción de Aretha Franklin que, siempre que la
escucho, me recuerda a ella.
Karla era prima de Johann, llevaba un tiempo
viviendo en Londres y se ganaba la vida como cantante de un grupo de soul, los
L-O-V-E, nombre que habían tomado de una la canción de Al Green.
Conectamos rápidamente y en un momento de la
reunión, su mirada se cruzó con la mía y hubo un chispazo. Me invitó a que
fuera a verla al local donde actuaba y le prometí que iría en cuanto me
recuperase.
Después de casi dos meses de recuperación, la
primera noche que salí con Martín, fuimos a verla. Me quedé alucinada de lo
buena que era, tenía una voz sorprendente y se atrevía con canciones de Aretha
o de Gladys Knight por citar algunas, pero con un estilo a lo Janis Joplin. Me
encantó como cantaba y me enamoré de ella al instante. Aquella noche se vino
conmigo a casa y estuvimos juntas casi dos años.
Karla fue el punto de estabilidad que
necesitaba mi vida que hasta ese momento había ido a la deriva. Era alegre y positiva,
siempre encontraba solución a los problemas y hacía que las cosas fueran tan
sencillas que era muy fácil vivir con ella.
Martín y ella se llevaron bien desde el
principio, aunque Martín la llamaba la teutona tetona cuando ella no estaba
presente, siempre hubo buen rollo entre ellos.
Mi amor por Karla fue muy distinto al de
Irene, mucho menos intenso, más pausado, más que amor fue un querer. Me enamoré
de Karla por necesidad, por necesidad de querer y ser querida. Quise quererla y
me dejé querer.
También utilicé mis historias para enamorarla,
aunque esta vez fueron en inglés. Recuerdo que me sentía una traidora cuando le
contaba alguna de las historias que inventé para Irene así que, traté de
inventar otras para ella, basadas en algún cuento de Poe o en cualquier otro
libro que había leído. También se las contaba por capítulos y también me suplicaba
para que le contara más, pero no era lo mismo.
Se que Karla estuvo muy enamorada de mí, sobre
todo al principio, cuando no le importaba que yo no la amara tanto como ella a
mí. Durante el primer año, la relación fue muy pasional y con mucho sexo, hacíamos
el amor sin tapujos, totalmente entregadas la una a la otra, emitiendo susurros
en lenguas extrañas. Me encantaba su cuerpo tan blanco y aterciopelado.
Después de mi recuperación conseguí estar “on benefits” gracias al subsidio por
desempleo que me dio el gobierno británico que, junto con el trabajo de
profesora de español de unos niños, me solucionaron mi existencia por un
tiempo.
Martín y yo seguíamos manteniendo la costumbre
de quedar los viernes por la noche para irnos por ahí, sin tantos excesos como
antes, eso sí, y acabar en el local donde actuara Karla, a la que esperábamos
para volver a casa juntos.
Al tiempo de estar con Karla, un día me pidió
que me fuera con ella a Dublín, el grupo había conseguido una gira de tres
meses por los locales de la ciudad y quería que la acompañara a Irlanda. Le
dije que sí porque necesitaba cambiar de aires. Londres se había convertido
para mí, como su clima, plomizo en color y contenido. Intenté convencer a
Martín para que nos acompañara pero no quiso, seguía con su destructiva relación
con el ejecutivo y no quería dejarla en esos momentos.
La aventura de Dublín duró unos cuatro meses,
más o menos, y durante el tiempo que estuvimos allí, el grupo se instaló en un
piso alquilado y yo me instalé en la habitación de Karla. Al poco de llegar, conseguí
un trabajo gracias a ella, que se enteró que buscaban una camarera en uno de
los locales donde había actuado.
En ese tiempo mi relación con Karla pasó a una
segunda fase y se hizo más profunda, me fui enamorando más de ella, me encontraba
a gusto con ella y me hacía sentir segura y amada. Excepto algún día que ella ensayaba
con el grupo, la mayoría de los días los pasábamos juntas, visitando la ciudad,
paseando o haciendo cualquier otra cosa. Y por las noches, después de volver de
trabajar, nos citábamos en la cama para
amarnos.
Mi felicidad fue completa cuando a los dos
meses de estar allí, Martín apareció para quedarse a vivir con nosotras, había
roto definitivamente con su amante y había decidido poner fin a su aventura en
Londres. Consiguió una habitación en una casa cercana y volvimos a ser los tres.
Martín tardó en recuperarse de aquella ruptura porque el ejecutivo casado le
tocó el corazón.
Los L-O-V-E consiguieron prorrogar un mes más
los conciertos pero al poco, Karla me dijo que tenía que dejarlo todo y volver
a Berlín, había recibido una llamada de su hermana comunicándole que su madre
estaba muy enferma y ya había hablado con el grupo su decisión de dejarles al
finalizar la gira. Me pidió que me fuera con ella, que nos fuéramos los tres. A
Martín y a mí nos pareció estupendo porque nos daba la oportunidad de seguir
con nuestra aventura de la vida. Y así fue como terminó nuestra corta experiencia
en Dublín para tomar rumbo a Berlín.
No fue fácil la vida en Berlín porque, como
quien dice, llegamos con lo puesto. Al llegar, Karla se fue a vivir con su
familia y Martín y yo estuvimos viviendo en una casa ocupa hasta que
encontramos trabajo.
Me costó encontrar curro pero al final
conseguí uno de dependienta en una tienda de recuerdos de la ciudad, donde
vendía lo típico, postales, tazas, camisetas, un trozo del muro, el ampelmann…Trabajaba
pocas horas y me pagaban muy poco. Martín también consiguió trabajo de camarero
en una discoteca que regentaba un español y, con el sueldo de los dos, nos
alquilamos una habitación grande con dos camas. El dinero no daba para más si
también había que pensar en comer.
Durante los seis primeros meses Karla y yo nos
veíamos casi todos los días. Ella empezó a trabajar en la agencia de publicidad
de su padre y quedábamos a la salida del trabajo. Tenía en mente volver a
cantar, buscar un grupo para actuar pero sin vivir de ello, quería compaginarlo
con el trabajo que tenía, pero debía esperar por su madre. Se sentía mal por
pensar que tenía que esperar la muerte de su madre para poder seguir con su
vida. Como Martín trabajaba hasta muy tarde y volvía de madrugada, muchas de
esas noches, Karla se quedaba a dormir conmigo.
El subidón de amor que sentí por Karla en
Dublín fue perdiendo intensidad, yo seguía queriéndola pero mis sentimientos
habían vuelto al principio, a la época de Londres. Estar con ella volvió a ser más
que amor, una necesidad. Ella marcaba el ritmo de la relación y yo me dejaba
llevar.
El trabajo que tuve me dejaba tener mucho
tiempo libre lo que me permitió conocer Berlín. Salía las tardes sin lluvia a
recorrer la ciudad con aquella bicicleta vieja que conseguí tan barata. No
había vuelto a montar en una desde aquél día que cambio mi vida y me gustó
recuperar la sensación de libertad que sentía de pequeña, cuando iba en bici.
La madre de Karla fue empeorando y nuestras
citas se fueron retrasando en el tiempo y, poco a poco, nos fuimos distanciando.
Empecé a serle infiel con el pensamiento.
Llevaba mucho tiempo sin pensar en ella cuando Irene se instaló de nuevo en el
primer baúl, en donde siempre quiso estar y de donde nunca debió salir, para
acompañarme en mis noches de soledad.
Por aquella época Martín venía cada vez menos por
la habitación, se pasaba días y días sin aparecer. De vez en cuando venía a
dejarme el dinero para el alquiler y a coger ropa. Las veces que le veía
hablábamos un poco, pero nunca me contó en qué andaba metido.
Como intentaba evitar estar sola, a menudo me
iba a la casa ocupa donde estuvimos al llegar a Berlín y me reunía con la gente
conocida para pasar la tarde en compañía.
Karla vino a verme justo después de la muerte
de su madre, llevaba casi un mes sin saber de ella. Vino a decirme adiós. Necesitaba
un cambio en su vida, la muerte de su madre la había hecho reflexionar y no quería
seguir con la vida que había llevado hasta ese momento. No quería seguir
conmigo. Me reprochó mi falta de compromiso, que al principio no le importó
pero que con el tiempo le hizo perder la ilusión por mí. Se despidió con
lágrimas en los ojos, diciéndome que me llevaría en su corazón.
Desde el principio supe que la ruptura con
Karla iba a ocurrir tarde o temprano, pero ocurrió en un momento bajo para mí y
me dejó muy tocada anímicamente, con una sensación de soledad y abandono que me
recordaba a otros momentos de mi pasado. Y para colmo, no podía contar con el
consuelo de Martín porque llevaba una vida nocturna que no coincidía con la
mía.
Sin Karla y sin Martín, no tenía sentido
seguir malviviendo en Berlín, tenía veintisiete años y ya era hora de hacer
algo con mi vida.
No sé si el destino quiso ayudarme o si se obró
un milagro pero el caso es que, estando en plena catarsis existencial, al salir
un día de casa, me paró un señor por la calle y me preguntó en español si yo
era María Serrano. En un primer instante me quedé alucinada de que un
desconocido supiera mi nombre pero al momento, el hombre se presentó y me
explicó que era investigador privado y que le había contratado Carmen para que
me encontrara, no sin esfuerzo porque perdió mi pista en Londres. Me dijo que
mi hermana necesitaba verme porque nuestro padre había fallecido. Me entregó
una carta de ella y me dio dinero para que comprara un billete para Madrid.
En esa carta, Carmen me contó lo
imprescindible, que papá había muerto y que era necesario que me reuniera con
ella porque había un montón de papeles que requerían mi firma. Me anotó un
número de teléfono para que le avisara el día de mi llegada e ir a recogerme al
aeropuerto.
Martín acabó perdiéndose del todo por las
noches de Berlín. Intenté localizarle pero no lo conseguí. Esperé varios días a
que volviera, sabía que tarde o temprano aparecería para darme el dinero de la
habitación. Cuando apareció le conté todo lo ocurrido y le dije que daba por
cerrada mi aventura en Berlín y que me iba a Madrid. Recuerdo sus lágrimas, y recuerdo
las mías. Y también recuerdo lo que le dije,
—
Martín,
no sé por dónde andas perdido pero lo que sí sé, es que no quiero perderte. Te
llamaré en cuanto se aclare todo.
Creo que aquí, en este punto, voy a dar por
cerrado el segundo volumen del archivo, justo en el momento en que termina el
primer trayecto de mi viaje. El autobús acaba de llegar a la estación central y
he de cambiar a otro que me llevará al pueblo.
Hace un rato que tengo a los recuerdos pendientes
revoloteando en mi cabeza, queriendo salir a la palestra. No he querido seguir
recordando mientras esperaba la salida de este autobús, el ruido que había en
la estación hacía difícil la concentración. Ahora que estoy sentada y ya ha
comenzado el último tramo de mi viaje de retorno, puedo dar paso al siguiente
recuerdo, el de mi regreso a España.
Recuerdo que mientras volaba hacia Madrid supe
que mi etapa de nómada por el mundo había finalizado, necesitaba asentarme y
vivir sin tantas penurias como hasta ese momento.
Cuando llegué a Madrid Carmen me estaba
esperando en el aeropuerto. Recuerdo aquel momento como uno de los más emotivos
de mi vida, nos besamos, nos abrazamos y lloramos durante un largo rato, sin
poder decirnos nada, hasta que ella rompió el silencio con ese humor suyo que
siempre recordé.
—
Dios mío
que te han hecho, tienes un aspecto horrible y estás en los huesos.
—
Gracias,
yo también te quiero.
Efectivamente mi aspecto era horrible, estaba delgada,
desaliñada y casi harapienta, y llevaba una mochila como único equipaje, donde transportaba
las pertenencias de diez años de existencia.
Nos fuimos a un hotel donde había reservado unas
habitaciones y una vez instaladas, intentó ponerme al día, como pudo, de lo
ocurrido durante todos esos años sin saber de mí, ni yo de ella. Me contó que
se había casado hacía unos años con su novio de siempre y que tenía un niño
precioso. Hablamos de mamá, de la muerte de los abuelos, de Josefina que
también había muerto y de la muerte de papá.
—
Me apena
mucho la muerte de la abuela y también la de Josefina, siempre las he llevado
en el corazón y siento no haber podido estar con ellas todos estos años. Pero,
si he de serte sincera, la muerte de papá no me conmueve.
—
Ha sido
muy duro para nosotros, Papá fue asesinado de un tiro en la cabeza por Roberto,
el mecánico del pueblo. Por lo visto, su mujer y papá eran amantes, y ya sabes
lo que pasa en estas historias.
—
Quién a
hierro mata, a hierro muere. Tenía muchos enemigos y han tardado en acabar con
él.
—
Lo
positivo para ti de todo esto es que, has heredado de los abuelos el piso de Madrid.
Desde que murieron, papá lo tuvo en usufructo pero el abuelo, te lo dejó a ti.
—
Quien lo
iba a decir, desheredó a su hijo para dármelo a mí, cuando los dos habíamos
cometido el mismo pecado. Veo que su conciencia no le dejó en paz.
Me habló de todo el lío de papeles que suponía
el tema de la herencia, de los problemas que habían surgido y de las citas que
teníamos ante el notario. Quiso que me fuera con ella al pueblo pero yo me negué.
Me dio dinero para que me comprara ropa y me instalara en la ciudad hasta que
se solucionara todo.
Al final, antes de despedirnos, me dijo,
—
Sabes, sé
lo que pasó. El día de mi boda, Irene fue mi dama de honor y, después de unas
cuantas copas, me confesó entre lágrimas que era ella la chica que estaba
contigo aquel fatídico día. Me quedé de piedra porque nunca lo había
sospechado. ¡Joder, Teníais que habérmelo contado!
—
Para qué
Carmen, fue mejor así, vuestra amistad no se jodió y ella se libró de un castigo
que hubiera cambiado su vida.
—
Aún así,
deberías de habérmelo contado, siempre estuve de tu lado en esta historia y lo
sabes. Me pareció tan injusto todo lo que te pasó que nunca se lo perdonaré a
papá.
—
Reconoce
que con nuestro padre hubiera sido peligroso para ti ser cómplice y, si se
llega a enterar de quién era ella, Irene lo hubiera pagado. No dije nada porque
no quise que pasara lo mismo que me tocó pasar a mí.
—
A ella no
le pasó nada porque papá nunca lo supo.
Sabes,
aún sigo teniendo contacto con ella y de vez en cuando nos llamamos por
teléfono. Acabó la carrera de medicina hace unos cuantos años y se casó con un
compañero de la facultad. Ahora vive en Barcelona y, por lo que me contó la
última vez, le va muy bien.
—
Me alegro
que le vaya bien. De veras, me alegro por ella.
—
Siempre me
preguntó por ti.
Irene, Irene, el amor más profundo y más
antiguo que he tenido, un amor que durante años no perdió su intensidad porque lo
alimenté con la imaginación, pero el tiempo y la amargura le hicieron perder su
brillo y se volvió borroso, turbio, envuelto de fantasías más que de
realidades.
Una vez solucionados todos los trámites de la
herencia, me encontré con un piso en una de las zonas más caras de la ciudad y
con algo de dinero que también había heredado. Llamé a Martín a Berlín y le
dije,
—
Tío, soy la
propietaria de un enorme piso en el centro de Madrid y una de las habitaciones
tiene tu nombre. Ven conmigo, este es un buen sitio para quedarnos, tener un
perro y echar raíces.
Una semana después, Martín estaba viviendo conmigo
en Madrid. Volvió esquelético, con ojeras y hecho un desastre y esta vez, fui
yo la que ejerció de salvadora.
Antes de tomar decisiones serias, nos fuimos
un mes de vacaciones a Málaga, a tomar el sol y recuperar las fuerzas. Estuvimos
con el tío Luís y con Albert, visitamos a los colegas y comimos y dormimos como
reyes.
Una vez descansados y de vuelta en la capital,
nos pusimos manos a la obra, queríamos dividir el piso en dos, una parte para Martín
y para mí y otra parte para alquilar las habitaciones.
Martín seguía sin recuperarse del todo, las
ojeras no acababan de desaparecer y a menudo, tenía décimas de fiebre o estaba
resfriado. Además, su carácter no era el mismo desde que volvió. Aquello me
tenía preocupada y se lo dije.
—
Martín, llevas
mucho tiempo malo, nunca llegas a recuperarte del todo, y sigues sin engordar.
En serio, deberías ir a un medico. Acuérdate de la puta neumonía que pasé.
Me agarró por los brazos y me llevó a un
sillón donde nos sentamos, me cogió de las manos y me dijo:
—
Maria,
estoy enfermo, tengo SIDA. Me hice unos análisis en Berlín y dieron positivo.
¿Recuerdas que desaparecí por un tiempo? Estaba acojonado y huí, no quise
contártelo. No pude contártelo. Después tú te fuiste y me sentí muy solo. Un
amigo me ayudó y me llevó a una clínica. Llevo en tratamiento unos cinco meses
pero no levanto cabeza.
Al día siguiente fuimos a una de las mejores
clínicas especializadas. Durante días le hicieron todo tipo de análisis y
pruebas y le cambiaron la medicación. Volvimos a casa con el fatídico diagnóstico
de que la enfermedad estaba avanzada y había que esperar a los resultados del
nuevo tratamiento.
El tratamiento empezó a dar resultados, siguió
un control médico exhaustivo y le fueron ajustando las dosis hasta dar con las
correctas. Por las mañanas, se sentaba en la mesa con una caja de zapatos llena
de medicamentos y se tomaba unas cuantas pastillas de cada uno de los botes que
tenía. Decía que si le agitaran un poco, sonaría como una maraca.
Recuerdo que por entonces, tuvimos mucho
tiempo para conversar de nuestros temas de siempre, después de cenar y a veces,
hasta el amanecer. Se que aquello le vino bien.
En los siguientes meses, Martín fue
recuperándose poco a poco y se animó a organizar toda la reforma de la casa, a contratar
albañiles, fontaneros, electricistas y demás gremios que actúan en una obra. Hizo
un trabajo excelente con la casa y la decoró con mucho gusto. Que conste que yo
también aporté mi granito de arena. Dividimos la casa tan bien que sólo la
cocina era compartida con la parte de los huéspedes, que consistía en tres
habitaciones, un baño grande y el derecho a cocina. Nuestra parte era más amplia,
con tres habitaciones, un baño y el salón. En poco tiempo conseguimos alquilar
las habitaciones y con el dinero cubríamos de sobra todos los gastos del piso,
que era caro de mantener.
Al cabo de un tiempo, vi con horror que mi
capital había bajado ostensiblemente y lo que quedaba de la herencia, no daba
para vivir sin trabajar, por lo que no tuve más remedio que salir a buscar un
trabajo. Acudí a varias entrevistas que conseguí a través de anuncios de prensa
pero en todas ellas me pedían experiencia. Como no conseguía que me contratasen,
le eché cara al asunto y me fui a pedir trabajo al detective privado que fue a
buscarme a Berlín. Le gustó mi desparpajo al ir a pedirle trabajo y me
contrató.
Llevo muchos años trabajando con Don Pedro y
me va muy bien. Con el tiempo, me saqué la licencia de detective privado y
ahora compartimos el negocio. Me encanta mi trabajo y podría contar un montón
de historias pero que ahora, no vienen a cuento. Tal vez, algún día, publique
un libro contando mis experiencias en este oficio.
Durante un tiempo, Martín, Rocky II y yo
formamos una familia. Yo trabajaba fuera y Martín, dentro, se encargaba de la
casa, del perro y de los inquilinos. Teníamos la vida resuelta, vivíamos en una
casa estupenda y no nos faltaba el dinero, quién nos lo iba a decir. A veces,
recordábamos nuestros años pasados y no podíamos entender cómo habíamos podio sobrevivir
en aquellas condiciones.
Rocky II no estuvo mucho tiempo con nosotros,
fue atropellado por un coche una tarde de lluvia. Nos entristeció tanto su
pérdida que decidimos no tener más perros.
Desde que Carmen me habló de ella, aquél día
que llegué a Madrid, los recuerdos de Irene se habían vuelto más nítidos, perdieron
ese halo de fantasía que los envolvió durante años y se volvieron más reales y
más tristes. Una noche de melancolía me conté el último capitulo de nuestra
historia, cuyo final fue un adiós para dejarla ir, para liberarla de mi amor
cautivo. Ya no tenía sentido seguir fantaseando y anhelar lo imposible, se
había casado, vivía en Barcelona, tendría hijos y una vida sin mí. Terminar con
aquella quimera hizo que parte del peso emocional que había arrastrado durante
años se convirtiera en tristeza. A pesar de ello, Irene no dejó nunca de
habitar en mi pensamiento, sobre todo por las noches, donde nunca faltó a su
cita.
En todos estos años que llevo en Madrid, he
tenido varias relaciones sentimentales, algunas duraron más que otras pero
todas terminaron por mi culpa, por mi falta de compromiso. Merche, Alicia,
Isabel, Lola…Nunca me entregué como ellas merecieron y entiendo perfectamente
que todas me dejaran.
Yo las quise a mi manera y estuve con ellas
porque tenían algo que me atraía, que me enamoraba, no sé como explicarlo, algo
que afectaba a mis sentidos, como cuando escuchas una canción por primera vez y
te gusta porque su melodía te recuerda a otra, o cuando comes algo que nunca
has probado e intentas comparar su sabor con los ya conocidos. Mi oído, mi
vista, mi olfato, mi gusto o mi tacto encontraron en ellas algo de Irene.
Reflexionando sobre esto, pienso que no engañé
a ninguna de ellas, desde un principio supieron de mi forma de amar, limitada y
disfuncional. A veces creo que estoy vacía, que quemé todas las naves en un
solo amor y ya no supe amar después de amar. Y me maldigo por ello, por no
haber sido capaz de amar a Karla, a Lola y a las demás mujeres que me
entregaron su amor incondicional.
Recuerdo a Lola en especial porque fue la última
a la quise, aunque no tanto como ella a mí. Estuvimos un tiempo juntas pero la
relación terminó hace un año largo.
Fue una mujer muy paciente conmigo y mereció
mucho más de lo que le di, la verdad. Fue una época mala porque Martín empezó a
recaer en su enfermedad y yo estuve más pendiente de él que de ella. Al
principio, al igual que las demás, no le importó mi falta de compromiso, mis
ausencias, mi poco interés por las cosas que ella daba importancia, no sé, lo
de siempre.
Después de un tiempo de relación, al igual que
todas, una tarde me preguntó por mis sentimientos hacia ella, quería saber si
le merecía la pena esperar por mí, y yo le dije que no, que no podía dar más de
lo que le daba y que nunca conseguiría de mí lo que esperaba, que no perdiera
el tiempo conmigo porque no me lo merecía.
Llevo un tiempo sin pareja y la verdad,
tampoco lo anhelo. Ahora me parece frío y egoísta querer estar con alguien, a
quien no le entregaré mi amor, a cambio de compañía. Ocupo mis horas en el
trabajo y cuando llego a casa, estoy tan cansada que casi no le permito al
pensamiento indagar en mi soledad.
Ha quedado para el final la experiencia más
dolorosa de mi vida, que recordaré solo para que encuentre su lugar en la
memoria.
Martín murió hace un año, una hepatitis junto
con varias infecciones se lo llevaron. Los días que precedieron a su muerte fueron
los más duros de mi vida. Estuve con él hasta el final, se fue tranquilo pero
triste porque me dejaba sola.
No ha pasado el tiempo suficiente para que
pueda pensar en su muerte con serenidad. Por ahora, prefiero que ese recuerdo siga
guardado en algún baúl. Solo diré que sigo llorando su ausencia.
No quisiera seguir recordando después de esto
pero, no podría dar por finalizado este viaje por mi memoria sin recordar la
última vez que vi a Carmen. Hará unos tres o cuatro meses, quedamos para comer
y estuvimos hablando de todo un poco, de la delicada salud de mamá, de su hijo,
del pueblo, de mi casa, del trabajo… Y como siempre, al final, cuando ya nos
despedíamos, me habló de ella.
—
Sabes,
Irene ha vuelto al pueblo. Vino a verme hace poco y me contó que se ha separado
de su marido. Se ha instalado con su hija María en la casa de sus padres y
piensa quedarse. Quiere abrir de nuevo la consulta de su padre.
No supe que contestar, el corazón me dio un
vuelco y me quedé paralizada, solo me salió un ridículo,
—
Vaya.
—
Sigue
preguntando por ti.
Irene, Irene, has vuelto al pueblo y preguntas
por mí. Años después de terminar con tu fantasía, has vuelto para convertirla
en realidad pero, qué tendrá de cierta y qué tendrá de engañosa esa realidad, después
de tantos años, ya nada es lo mismo. Tal vez no sepas que yo también pregunté
por ti en mis últimas siete mil quinientas noches. Como escribió el Poeta en
uno de sus versos tristes, “es tan corto
el amor, y es tan largo el olvido”.
Y después de todo, aquí estoy, de vuelta y sin
vuelta de hoja, recorriendo la misma sinuosa carretera que me vio partir, con
la sensación de que mi vida han sido un largo viaje iniciático, que durante
años he errado por caminos desconocidos para volver, veinte años después, como
Ulises a Ítaca, al mismo punto de partida, para dar fin a mi desarraigo.
Salir del pueblo fue mi liberación, no seguir
el camino marcado por mi padre fue seguir el resto de caminos que me ofreció la
vida. Como dijo Mae West en algún momento de su agitada vida, “las chicas buenas van al cielo y las malas a
todas partes”. Y eso es lo que me pasó a mí, que por ser “mala” tuve la oportunidad de ir a todas
partes, aunque tuve que pagar un alto precio.
No he tenido una vida llena de bondades y
felicidad pero he vivido con libertad mis últimos veinte años y no me
arrepiento de nada de lo que he hecho. Creo que no hay que intentar justificar
cada uno de los actos de la vida sino que hay que vivirlos, como Emma Bovary.
Lo que sí me ha enseñado la vida en estos años
es que es dura, descarnada y sin miramientos, y que para cicatrizar sus heridas
hay que endurecer el corazón.
No ha sido fácil recordar hechos pasados que
fueron vividos con otros sentimientos distintos a los actuales. Los recuerdos,
aún los más antiguos, son polimorfos y cuando los rememoras, lo haces desde el
prisma emocional que te acompaña en ese momento. Hace años, hubiera recordado
mi etapa en Londres de una manera mucho más salvaje y menos sentimental a como
la he recordado hoy. De todas formas, este recorrido por la memoria me ha
servido para calmar mi mente, todos los recuerdos se han ido recogiendo en el
orden establecido y he recuperado la serenidad mental que había perdido. Estoy
tranquila y preparada para el regreso.
Está anocheciendo y se acerca el final del
viaje, ya queda poco para llegar y, como si el destino me enviara el mensaje de
que todo está escrito, escucho al locutor de la emisora decir “…Y ahora, una versión aflamencada y
magistralmente interpretada por Estrella Morente, Volver”.
Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno…
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autor.
me ha encantado esta historia, muy triste y hermosa a la vez. PAOLA
ResponderEliminarPreciosa historia, melancolica o sera el momento de mi vida que ve tantos reflejos en ella. Gracias. Carolina- F
ResponderEliminarencantadora historia un poco de todo juventud, locura,la madures. pero lo vivido quien nos lo puede quitar.GRACIAS por el viaje y volver ha vivirlo Fricia
ResponderEliminarWOW QUE HISTORIA
ResponderEliminarOJALA PRONTO SUBAS UN CAPITULO
SALUDOS..LAU MEX.
estupenda historia!!! me ha encantado, y la he leido con el anhelo del reencuentro con Irene.... ojala que se de en un capitulo proximo... y si no lo hay, pues, lo inventare para cerrar el circulo de esta maravillosa historia. De verdad que he "vivido" si se puede decir asi, todo tu relato. Mis sinceras felicitaciones Amina y espero volver a leerte pronto
ResponderEliminarDany
Bs As
Si ojala y haya otro capitulo para saber el reencuentro con Irene... no nos dejen asi porfa
ResponderEliminarHermoso relato, absolutamente fascinante y tan cargado de emociones y verdades, me he identificado de alguna manera con tus palabras, gracias por compartirlo
ResponderEliminara mi tambien me a encantado tu historia y me dejas como a irene con ganas de saber k paso por favor seria un privilegio leerte nuevamente y saber el desenlace de esta historia
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios, me alegra que os haya gustado la historia. Solo comentar que no continúa, que el último capítulo, como bien dice Dany, os lo tenéis que contar con la imaginación. Esta historia la escribí para vosotras y el final, es vuestro.
ResponderEliminarAmina.
tenia mucho tiempo que no lei una historia que me encantara tanto como esta, de verdad que ha sido excelente... muchas gracias por compartirlo y a pesar de que no hubo reencuentro estuvo perfecta la historia ..me llego..
ResponderEliminarsaludos de vzla.
desi
me encanto y con ganas de saber más, ojala puedas escribir el siguiente capitulo..gracias
ResponderEliminarComo dice el canta autor ARJONA en unas de sus melodias Porque es tan cruel el AMor que no te deja olvidar que te prohibe pensar que te ata y desata y luego de a poco te mata te bota y levanta y te vuelve a tirar
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