Esperamos tu historia corta o larga... Enviar a Latetafeliz@gmail.com Por falta de tiempo, no corrijo las historias, solo las público. NO ME HAGO CARGO DE LOS HORRORES DE ORTOGRAFÍA... JJ

Yo te maté - Sara N


Me senté junto a la cristalera y acaricié la taza de café que aun seguía caliente. Apoyé la cabeza contra el vidrio y automáticamente el vapor de agua de mi aliento inundó la ventana haciendo que la vista de la nieve fuera borrosa y mágica.


La habitación estaba en penumbra ocultando lo que había pasado las dos últimas horas, callaba. Cerré los ojos intentando recordar todos los sentimientos que me inundaron en ese periodo de tiempo, pero eran tantos que  al coger aire me sorprendió percibir el olor del desinfectante…, aquel que para mí era  el aroma dulce del perfume que solo una mujer altamente sofisticada llevaría, y sin embargo guardaba botes y botes en mi mochila, sintiéndome así importante, misteriosa, destacada.

Miré la oscuridad y te sentí tumbada en la cama bajo las sábanas, llamándome…, pero no moví ni un músculo, mis retinas se tensaron y en mi interior afloraron la angustia y el miedo. Por primera vez no me sentía bien a tu lado.
 Me di la vuelta y apoyé los brazos y el pecho sobre el cristal, dibujando mi silueta, con la esperanza de que el frío de fuera invadiera mi interior, y que  mi mente se quedase en blanco.
Las sirenas de dos o tres coches de policía empezaron a aproximarse y yo desperté a mi congelado cerebro que negaba el inminente desastre. El ruido neto de los calcetines en la moqueta era para mí la mayor de las sentencias y denotaban mi presencia en ese lugar y en ese momento.
Las sirenas dieron paso a los murmullos, y estos a los pasos firmes que sentenciaban al personaje que segundos después entrarían en aquella habitación. Me levante y contemplé con  postura quieta como se acercaba mi verdugo a través de la pared, cuidaba mi respiración y mi subconsciente pensaba que podía salvarme, me gritaba que saltase por la ventana (no era mucha la altura), pero el resto de mi mente, la que tenía la conciencia despierta, anulaba toda capacidad de mi cuerpo para escapar.
Los ruidos cesaron durante un momento y una frase vino a mi cabeza como una broma macabra y de mal gusto fabricada por y para mí: “la quietud es el preludio de las guerras”
Y en efecto, la guerra empezó con un simple golpe en la puerta y la presentación de la policía que exigía que abriese inmediatamente.
Un susurro llegó hasta mí y creí que tú me estabas hablando…. “33” me dijiste, y me  esforcé por quedar esto en mi mente… quizás era el último recuerdo que podía tener de ti.
Mientras tanto el policía del otro lado de la puerta se dio cuenta de que estaba cerrado con llave, y con un gesto muy varonil, a la par que estúpido, cargó contra la madera y luego cayó al suelo aturdido y maldiciendo. Exterioricé mi impresión con una risa amortiguada en mi mano y el policía siguió empujando la puerta hasta que las bisagras cedieron y ésta se desplomó en mitad de la habitación a pocos centímetros de mi.
 El hombre del otro lado, con gesto cansado y decidido me miró directamente a los ojos, debía de estar sorprendido de que yo estuviera aun allí, avanzó dando zancadas sobre la puerta y me sujeto del brazo abarcando todo mi bíceps, en ese momento ambos supimos que no podría oponer resistencia. Él seguía mirándome fijamente y yo al sentir el zarandeo que me atraía hacia fuera de la habitación bajé la cabeza y pude leer en su chapa J. Stein.
Cuando salimos, los demás policías se apartaron ante mi fragilidad y los curiosos huéspedes del hotel que habían ido a husmear por el ruido y el morbo nos despidieron entre murmullos de asombro, repudio y pena. La puerta principal resplandecía con el parpadeo de las luces rojas de los coches policiales y el aire fresco de la montaña me trasladó a tiempos mejores en los que tú y yo dábamos largos paseos por la orilla del río hasta que anochecía.
Al entrar en uno de los vehículos me percaté de lo cansada que estaba y no tardé mucho en dormirme.
 Me desperté en postura vertical y al mirar hacia el frente y ver mi reflejo en un gran espejo y las demás paredes blancas y lisas me di cuenta de que era una sala de interrogatorios. Yo estaba sentada en una silla en mitad de la habitación, no había nada más, ni siquiera una mesa, y al mirar hacia delante me pareció que los del otro lado del espejo me invitaban a levantarme para poder estudiar mis movimientos  y convertirme en el nuevo juguete.
Diez minutos después yo seguía en la misma posición, dos hombres entraron llevando sus sillas consigo, y detrás de ellos una mujer bastante más baja que lidiaba con una montaña de carpetas en las que estaban escritas mis iniciales.
No los miré hasta que el más alto de los dos puso su asiento delante del mío y se sentó; era más bien calvo, mayor y varias pistas denotaban que era un fumador consagrado, de esos de pipa y puro . La mujer dejó los papeles al lado de la puerta haciendo un gran estruendo, y se fue dejando sobresaltado al segundo de los hombres, que cerró, se sentó al lado de su compañero y empujó hacia si los documentos; el segundo era joven y parecía menos serio, más débil quizás.
El mayor sacó unos apuntes del bolsillo interior de la chaqueta y una pluma del bolsillo del pecho ; miró un momento al espejo buscando permiso o aprobación y empezó a preguntarme sobre mis datos personales, yo corté su exigente discurso espetando al joven que me trajeran un abogado, ambos se miraron y haciendo un gesto con la cabeza se levantaron cogieron las sillas y los papeles y se marcharon; tenía la impresión de que el tiempo se había detenido al entrar en esa habitación y que iba a ser una larga batalla. 
No sabía qué era lo que pensaba en ese momento, y aquella habitación me impedía poner en orden cualquier palabra en la cabeza, pero ellos no creían que estuviera indefensa, al contrario, imaginaban todo tipo de estrategias y cuartadas  malévolas  que  podía albergar.
Casi diez horas después un tipo trajeado entró en el cuarto con una silla de madera diferente a las que habían traído hasta ahora, se sentó a mi lado de cara al espejo y sonrió como si le pareciera gracioso ver el reflejo de dos personas. Sacó de su maletín un termo con café y un paquete de cigarrillos y los puso en el suelo enfrente de ambos. Me ofreció y me dijo que me las sirviera yo misma, luego se presentó como mi abogado (“Lans Jonshon”), pero qué importancia tiene el nombre de una persona que defiende a otra sin siquiera conocer su delito o si es culpable.
Las preguntas de identificación que ya me habían hecho los policías supe contestarlas, pero las siguientes fueron más duras y directas y mi abogado pidió que se nos trasladasen a una sala privada, sin micrófonos ni espejos.
 La nueva sala tenía una mesa de madera anclada al suelo en la que Lans esparció fotografías nuestras, algunas de infancia (que no tenían valor para el interrogatorio), otras de vacaciones  que hicimos como las de la playa de Santa Mónica o cuando fuimos a esquiar a Sierra Nevada, y tres fotos instantáneas  de hacía poco tiempo en las que aparecía la habitación de hotel extrañamente naranja y tu cuerpo en una posición casi antinatural con un montón de triángulos pequeños y amarillos a tu alrededor que marcaban lo que se suponía que eran evidencias.
Me acercó una de las fotos y me preguntó muy serio si lo había hecho, si te había matado…, ni siquiera él daba un voto de confianza por mí. Tomé aire dos segundos, mirando el suelo, y fueron suficientes para que las pocas fuerzas que tenía se transformaran en ira absurda y descontrolada. Me retiré hacia atrás empujando la mesa (era la primera vez que oía la muerte tan cerca), la mayoría de las fotos cayeron al suelo. La sangre se agolpó en mi cerebro y ya ni siquiera podía escuchar el titileo parpadeante de la luz o el tránsito de policías que se saludaban por los pasillos. Me levante con rabia y le di una patada a la madera tirando lo que quedaba aun en la mesa, me abalancé sobre el abogado, que ante  tal espectáculo se limitaba a mantener su vaso de café en alto con parsimonia, y le grite a pocos centímetros de la cara que no lo había hecho, que era inocente.
Todo ese ruido alertó a los guardias que entraron en la sala y me agarraron, como si fuese a agredir a la única oportunidad que  tenía de salir de allí, me esposaron a la silla de pies y manos y advirtieron a mi abogado de que si volvía a tener ese comportamiento me llevarían al calabozo hasta el día del juicio. Y luego dirigiéndose a mí con mirada autoritaria y condescendiente me espetaron que tenía suerte de haber conseguido un abogado, y que igual que había venido podía desaparecer en cualquier momento, y que entonces ya no podría librarme.
Cuando se fueron, Lans se levantó y volvió a colocar todas las imágenes en orden, cogió una en la que salíamos sonriendo, sentadas en el banco en un parque, y me la tiró sabiendo que no podía moverme.
Se acerco y me gritó que estabas muerta, que era una realidad, y que a menos que yo le dijera toda la verdad, me iba a pudrir en la cárcel, y que cargaría con el peso de tu ausencia de la manera correcta o de la incorrecta, solo dependía de mi.
Lans tardó dos días en volver, y mientras tanto dentro de la celda lo único que pude hacer fue dar vueltas e intentar dormir para olvidar donde estaba, ni siquiera tenía ropa limpia ni familia que pudiera traérmela y eso hacía más duro el paso del tiempo. Cada vez que cerraba los ojos pensaba en ti, en lo que harías en mi lugar. Tu solías hacer lo correcto, y se te daba bien porque al mentir fruncías levemente el ceño y te delatabas, lo que había hecho que te acostumbraras a ser honesta siempre, en lo bueno y en lo malo… era una de las cosas que más me atraían de ti, pero sin duda era también el más peligroso de tus hábitos .
El abogado volvió, y esta vez estaba acompañado por una mujer que vestía como una psicóloga, (con una chaqueta de terciopelo granate con coderas de color más oscuro, casi negro, y unas gafas antiguas y descuidadas), y que en efecto era una psicóloga.
Ella me dijo que quería saber más de mí y de nuestra relación, que le contase la historia desde el principio. Yo no estaba segura de querer airear de esa forma mi intimidad, pero decidí que yo iba a elegir la información que debían saber, no estaba allí para contar un cuento.
Tome un tiempo para prepararme, tenía que escoger la parte de la historia por la quería empezar e imaginé el momento más feliz que habíamos pasado, el momento en el nos conocimos, puede que no fuese el más determinante, pero era el que necesitaba revivir en ese momento.
 Le conté que solías sentarte en una mesa al lado de la ventana del Starbucks que hace esquina con la calle de la lavandería. Y una mañana de otoño  meditabas enfrente del  portátil intentando que las cuentas te cuadraran y trabajando en mil cosas al mismo tiempo; con tu flequillo descolocado, cara de sueño y haciendo gestos con los labios como si tararearas una canción inconscientemente, que te ayudaba a concentrarte. Yo pase por delante del local sin detenerme mucho, con una montaña de ropa de ropa para lavar.
Cuando salí de nuevo con la ropa ya limpia volví a mirar y tú seguías allí, pero te habías construido un castillo juntando varias mesas para repartir todos los papeles, y tenías al menos tres chaquetas tiradas desorganizadamente y lo que a lo lejos parecía una bufanda o  pañuelo. Mientras estaba en la lavandería había decidido que cogería un café y me iría a casa, pero cambiaste inesperadamente mis planes. Entré en la tienda y levantaste  la cabeza del ordenador  como movimiento reflejo, por lo que supuse que no me habías visto a pesar de haberme mirado. Me hiciste sonreír con tu inocente desorden y tu aparente locura organizativa, en ese momento no sabía que un personaje como tu podría hacerme tan feliz. Compré mi café y le pregunté a la dependienta que bebías tú, sorprendentemente lo mismo que yo. Lleve las dos tazas a la mesa que tenías abarrotada a tu lado y te saqué de tu trance colocando suavemente el flequillo en su lugar con una caricia. Nuestros ojos de encontraron y ambas quedamos mudas de la impresión.
 Te mordiste el labio inferior para humedecértelo y ya no pude contralarme y te besé, ni siquiera habíamos hablado y todo estaba ya dicho. Alargaste la mano hasta la cicatriz de mi barbilla y la acariciaste, yo me sonrojé y en un murmullo dije que había traído café, pero contestaste que no hacía falta que intentase impresionarte o ser detallista, que con lo mal que conjuntaba la ropa, la única que me quedaba limpia y a la que llamaba “hora de ir a la lavandería”, era imprescindible que tuviese a alguien a mi lado con buen gusto. Ambas nos reímos. Ese había sido el comienzo.
La señora psicóloga me escuchaba con atención y cuando puse punto y final a la confidencia comenzó a rellenar su libreta con anotaciones hasta que Lans la interrumpió y dio por finalizada la sesión.
No estaba contenta con el abogado, daba la impresión de que quería escribir mis memorias y hacer un “best seller” de ellas, me sentía impotente.
Estar dentro del sistema jurídico sin conocerlo era desesperante, no podía confiar en nadie, nadie confiaba en que fuese a decir la verdad, el día y la noche se confundían, el paso del tiempo era irregular, el trato era aleatorio e indiferente, unos días te sacaban en medio del patio para que te humillasen o para  hacer que obligatoriamente te unieses a un gueto y otros te daban comida decente por debajo de la mesa a cambio de un par de cigarrillos que me facilitaba el abogado.
Los guardias de la zona C (en la que yo estaba) me facilitaron unas hojas de papel y un boli, que me quitaban  cada noche por si intentaba atacar a otros reclusos. Empecé a escribir una especie de diario dedicado a ti con toda la verdad de la noche en la que sin querer nos despedimos y nos separamos para siempre.
El último día antes del juicio me llevaron a la sala de interrogatorio muy temprano para preparar todo lo que iba a ocurrir el día posterior.
Lans y la señora psicóloga discutían acaloradamente en la puerta esperando a que llegara y pude escuchar que ella decía que tenía una inteligencia anormal con tendencias al análisis de los detalles y a ser posesiva e intensa, y el daba el caso perdido a menos que las pruebas no fueran concluyentes, que yo estaba en shock y que era demasiado cerrada.
 Cuando me vieron aparecer por la esquina con la cabeza gacha, mucho más delgada que la última vez, con ojeras de no haber dormido en varios días, los labios resecos y cuarteados , y la piel muy pálida y blanca como la leche; se sobresaltaron apiadándose de mi y esperando que no hubiese escuchado lo que habían dicho.
Una vez todos los papeles sobre la mesa, saqué las hojas del bolsillo del uniforme, las desdoblé y se las acerque a Lans. El supo al instante que estaba escrito en ellas, porque había sido su idea en uno de nuestros primeros encuentros, pero yo lo rechacé con enfado creyendo que él pensaba que yo era una embustera.
En realidad no estaba desencaminado. A lo largo de las semanas interminables que pasaron, la venda que tenía se fue desvaneciendo, y lo que en un principio era una verdad inalienable para mi, se convirtió en la mayor de las mentiras. Me engañaba a mi misma, con lo que las horas que pasamos en esa sala no tenían más sentido que ganar tiempo.
El abogado leyó el papel con resignación y como prueba de que su versión era la verdadera desde el principio. Le pasaba las hojas cuando terminaba a la psicóloga, que me miraba de reojo y anotaba mis reacciones en la libreta a la vez que se mordía el labio inferior para no hablar.
Terminaron de leer y me dijeron que iban a reproducir una parte en alto para ver si estaba totalmente de acuerdo con lo que ponía y que se podía utilizar como prueba.
El ambiente estaba tenso entre los dos, pero yo no tenía fuerzas para agobiarme en ese momento.
Salí del baño, empezó la psicóloga narrando, secándome el pelo con una toalla.
Me senté al borde de la cama para ponerme la ropa y salir a comprar algo para cenar, pensaba en sorprendente y hacerte sonreír porque no había sido muy amable durante el viaje.
El señor de la tienda era gordo y muy sudoroso, me pareció gracioso hacerle una foto para enseñártela. Cogí unos sándwiches de la cámara frigorífica y me subí a la habitación.
Me di cuenta de que las llaves estaban en mi otro pantalón y tuve que despertarte.
Abriste la puerta refunfuñando y no me diste las gracias por la comida, te sentaste en la cama y pusiste la tele sin dejar de hablar que estabas soñando algo muy especial sobre la casa de la playa y que Ángel aparecía con una red y te salvaba de un tiburón.
Apagué la televisión y te grité que encima de no haber dado las gracias, sacabas a tu marido una y otra vez a escena, que si querías tener una relación conmigo estaba bastante claro que no podía ser como un hombre, que no me atormentases una y otra vez con eso.
Te levantaste y te pusiste de pie en la cama muy enfadada y me echaste en cara que yo te había abandonado durante dos años cuando las cosas se ponían serias, y que después de haber encontrado un hombre bueno que te entendía y estaba dispuesto a ser adulto y evolucionar, había vuelto para desconfigurar de nuevo la vida de todo el que estaba alrededor mío.
Me caí al suelo de rodillas, llorando, porque sabía perfectamente que tenias razón; pero no podía evitar amarte como lo hacía, desde lo más profundo y sin necesidad de palabras, como siempre.
Me preguntaste que quería de ti.
 Lo necesitaba todo, era dependiente de tu estabilidad, de tu saber vivir.
Estaba callada y seguía sollozando en la misma postura.
Me hablaste de nuevo, pero no contesté. Luego dijiste que había sido una mala idea fugarse como una niña del único futuro potencialmente feliz que podías tener.
Empaquetaste los bocadillos en el envoltorio y recopilaste tu ropa para vestirte y marcharte.
No podía soportar perderte de nuevo, no iba a permitírselo a ese hombre al que llamabas marido, ni a nadie más, nunca.  
Las siguientes páginas estaban borrosas y mojadas por mis lágrimas y la señora psicóloga paró de leer y dijo que todos sabíamos lo que había a continuación, que no me iba a hacer pasar el mal trago de nuevo.
Llegó el día del juicio y dejaron que me duchase en un cuarto diminuto con una pequeña rejilla que daba a la parte trasera de la prisión y por donde se escuchaba a los reclusos discutir en el patio. Me dieron la ropa que confiscaron de la habitación. Escogí unos vaqueros rasgados, una camiseta negra deshilachada y los brazaletes negros que me obligaban a llevar en el trabajo y que  tapaban las cicatrices de las muñecas que me hice cuando apenas era una niña.
La sala del juicio era mayormente de madera y cada espacio estaba delimitado por  vallas  bajas, con puertas  que tenían que estar cerradas obligatoriamente según los guardas apoyados a lo largo de la pared de la habitación.
Entré en la sala escoltada por dos guardias tapándome la cara de los flashes de unos pocos periodistas y medios de comunicación que se alimentaban de prensa sensacionalista y vidas agenas, y me hicieron sentarme en el cubículo del acusado junto a mi abogado, de espaldas a los periodistas y testigos.
Se sucedieron las preguntas y el movimiento de licenciados y testigos y finalmente el jurado se tomó su tiempo para deliberar después de casi tres horas de juicio.
El pronóstico era el peor y el juez antes de golpear con el mazo la mesa alegó que las dos únicas pruebas palpables que encontraron era un montón de toallas apiladas con desorden en el baño del hotel y las botellas de desinfectante en la mochila. Me miró extrañado y me preguntó como lo había hecho que en el cuerpo no encontraron ninguna evidencia ya que lo había limpiado todo, pero no existían marcas o agujeros de arma blanca o de bala.
Obviamente no podía contestar a la pregunta y respondí con gesto de negación. El juez dictó sentencia… sentencia de muerte por asesinato con alevosía y premeditación, sin muestras de arrepentimiento y con confesión por escrito. Mi abogado saltó de su silla y protestó negando la premeditación e invitando no muy amistosamente a que preguntase el mismo a la acusada si se arrepentía, que si había leído el mismo la carta entendía que la última parte estaba empapada en lágrimas de dolor y arrepentimiento.
Los días posteriores nada cambió a pesar del papeleo y la ida y venida de Lans intentando revocar la sentencia con pruebas refutables sobre la posible misoginia y aversión del juez hacia mi, pero no pudo cambiar un ápice del dictamen.
Las últimas horas trajeron mi comida favorita, a un cura y un nuevo uniforme blanco impoluto. Luego me llevaron a una sala con una camilla que era parecida a una cruz de metal, me ayudaron a tumbarme y ataron las cinchas de cuero alrededor de mis extremidades. Uno de los guardas con bata blanca puso una vía en mi muñeca derecha, se acercó a mi oído y me susurró que solo se tarda en perder el conocimiento 33 segundos, es mejor relajarse. Yo había escuchado eso antes… tú me lo habías dicho, o eso es lo que me pareció durante un instante en la habitación… 33….
Todo estaba dicho ya, abrí los ojos, todo era borroso y blanco, sentí los pinchazos en los brazos y  en la cabeza. Las pulsaciones subieron y el corazón se aceleró más y más hasta que tuve un pequeño mareo. Exhalé y expiré por última vez  y un susurro final me llegó entre palabras de perdón y aceptación, dijiste que el veneno solo tarda 33 segundos en hacer efecto y que ambas habíamos tenido la misma sensación, como siempre, sin palabras.
 Cerré los ojos y me pasé la lengua por el labio inferior, sabía dulce, como cuando te besaba después de comer una piruleta de fresa.
 Tus ojos estaban parados enfrente de los míos y yo lloraba en silencio, pero desconsoladamente. Levantaste los brazos y me recogiste, ya estaba a salvo, me habías perdonado.

  
No sé si existe el cielo o el infierno, pero el perdón del amor es un tatuaje de fuego que todos llevamos en nuestra alma y que solo se supera por el dolor del arrepentimiento.
Sara

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