La habitación
estaba en penumbra ocultando lo que había pasado las dos últimas horas,
callaba. Cerré los ojos intentando recordar todos los sentimientos que me
inundaron en ese periodo de tiempo, pero eran tantos que al coger aire me sorprendió percibir el olor
del desinfectante…, aquel que para mí era
el aroma dulce del perfume que solo una mujer altamente sofisticada
llevaría, y sin embargo guardaba botes y botes en mi mochila, sintiéndome así
importante, misteriosa, destacada.
Miré la oscuridad y
te sentí tumbada en la cama bajo las sábanas, llamándome…, pero no moví ni un
músculo, mis retinas se tensaron y en mi interior afloraron la angustia y el
miedo. Por primera vez no me sentía bien a tu lado.
Me di la vuelta y apoyé los brazos y el pecho
sobre el cristal, dibujando mi silueta, con la esperanza de que el frío de
fuera invadiera mi interior, y que mi
mente se quedase en blanco.
Las sirenas de dos
o tres coches de policía empezaron a aproximarse y yo desperté a mi congelado
cerebro que negaba el inminente desastre. El ruido neto de los calcetines en la
moqueta era para mí la mayor de las sentencias y denotaban mi presencia en ese
lugar y en ese momento.
Las sirenas dieron
paso a los murmullos, y estos a los pasos firmes que sentenciaban al personaje
que segundos después entrarían en aquella habitación. Me levante y contemplé
con postura quieta como se acercaba mi
verdugo a través de la pared, cuidaba mi respiración y mi subconsciente pensaba
que podía salvarme, me gritaba que saltase por la ventana (no era mucha la
altura), pero el resto de mi mente, la que tenía la conciencia despierta,
anulaba toda capacidad de mi cuerpo para escapar.
Los ruidos cesaron
durante un momento y una frase vino a mi cabeza como una broma macabra y de mal
gusto fabricada por y para mí: “la quietud es el preludio de las guerras”
Y en efecto, la
guerra empezó con un simple golpe en la puerta y la presentación de la policía
que exigía que abriese inmediatamente.
Un susurro llegó
hasta mí y creí que tú me estabas hablando…. “33” me dijiste, y me esforcé por quedar esto en mi mente… quizás
era el último recuerdo que podía tener de ti.
Mientras tanto el
policía del otro lado de la puerta se dio cuenta de que estaba cerrado con
llave, y con un gesto muy varonil, a la par que estúpido, cargó contra la
madera y luego cayó al suelo aturdido y maldiciendo. Exterioricé mi impresión
con una risa amortiguada en mi mano y el policía siguió empujando la puerta
hasta que las bisagras cedieron y ésta se desplomó en mitad de la habitación a
pocos centímetros de mi.
El hombre del otro lado, con gesto cansado y
decidido me miró directamente a los ojos, debía de estar sorprendido de que yo
estuviera aun allí, avanzó dando zancadas sobre la puerta y me sujeto del brazo
abarcando todo mi bíceps, en ese momento ambos supimos que no podría oponer
resistencia. Él seguía mirándome fijamente y yo al sentir el zarandeo que me
atraía hacia fuera de la habitación bajé la cabeza y pude leer en su chapa J.
Stein.
Cuando salimos, los
demás policías se apartaron ante mi fragilidad y los curiosos huéspedes del
hotel que habían ido a husmear por el ruido y el morbo nos despidieron entre
murmullos de asombro, repudio y pena. La puerta principal resplandecía con el
parpadeo de las luces rojas de los coches policiales y el aire fresco de la
montaña me trasladó a tiempos mejores en los que tú y yo dábamos largos paseos
por la orilla del río hasta que anochecía.
Al entrar en uno de
los vehículos me percaté de lo cansada que estaba y no tardé mucho en dormirme.
Me desperté en postura vertical y al mirar
hacia el frente y ver mi reflejo en un gran espejo y las demás paredes blancas
y lisas me di cuenta de que era una sala de interrogatorios. Yo estaba sentada
en una silla en mitad de la habitación, no había nada más, ni siquiera una
mesa, y al mirar hacia delante me pareció que los del otro lado del espejo me
invitaban a levantarme para poder estudiar mis movimientos y convertirme en el nuevo juguete.
Diez minutos
después yo seguía en la misma posición, dos hombres entraron llevando sus
sillas consigo, y detrás de ellos una mujer bastante más baja que lidiaba con
una montaña de carpetas en las que estaban escritas mis iniciales.
No los miré hasta
que el más alto de los dos puso su asiento delante del mío y se sentó; era más
bien calvo, mayor y varias pistas denotaban que era un fumador consagrado, de
esos de pipa y puro . La mujer dejó los papeles al lado de la puerta haciendo
un gran estruendo, y se fue dejando sobresaltado al segundo de los hombres, que
cerró, se sentó al lado de su compañero y empujó hacia si los documentos; el
segundo era joven y parecía menos serio, más débil quizás.
El mayor sacó unos apuntes del bolsillo interior de la
chaqueta y una pluma del bolsillo del pecho ; miró un momento al espejo
buscando permiso o aprobación y empezó a preguntarme sobre mis datos
personales, yo corté su exigente discurso espetando al joven que me trajeran un
abogado, ambos se miraron y haciendo un gesto con la cabeza se levantaron
cogieron las sillas y los papeles y se marcharon; tenía la impresión de que el
tiempo se había detenido al entrar en esa habitación y que iba a ser una larga
batalla.
No sabía qué era lo
que pensaba en ese momento, y aquella habitación me impedía poner en orden
cualquier palabra en la cabeza, pero ellos no creían que estuviera indefensa,
al contrario, imaginaban todo tipo de estrategias y cuartadas malévolas
que podía albergar.
Casi diez horas
después un tipo trajeado entró en el cuarto con una silla de madera diferente a
las que habían traído hasta ahora, se sentó a mi lado de cara al espejo y
sonrió como si le pareciera gracioso ver el reflejo de dos personas. Sacó de su
maletín un termo con café y un paquete de cigarrillos y los puso en el suelo
enfrente de ambos. Me ofreció y me dijo que me las sirviera yo misma, luego se
presentó como mi abogado (“Lans Jonshon”), pero qué importancia tiene el nombre
de una persona que defiende a otra sin siquiera conocer su delito o si es
culpable.
Las preguntas de
identificación que ya me habían hecho los policías supe contestarlas, pero las
siguientes fueron más duras y directas y mi abogado pidió que se nos
trasladasen a una sala privada, sin micrófonos ni espejos.
La nueva sala tenía una mesa de madera anclada
al suelo en la que Lans esparció fotografías nuestras, algunas de infancia (que
no tenían valor para el interrogatorio), otras de vacaciones que hicimos como las de la playa de Santa
Mónica o cuando fuimos a esquiar a Sierra Nevada, y tres fotos
instantáneas de hacía poco tiempo en las
que aparecía la habitación de hotel extrañamente naranja y tu cuerpo en una
posición casi antinatural con un montón de triángulos pequeños y amarillos a tu
alrededor que marcaban lo que se suponía que eran evidencias.
Me acercó una de
las fotos y me preguntó muy serio si lo había hecho, si te había matado…, ni
siquiera él daba un voto de confianza por mí. Tomé aire dos segundos, mirando
el suelo, y fueron suficientes para que las pocas fuerzas que tenía se
transformaran en ira absurda y descontrolada. Me retiré hacia atrás empujando
la mesa (era la primera vez que oía la muerte tan cerca), la mayoría de las
fotos cayeron al suelo. La sangre se agolpó en mi cerebro y ya ni siquiera
podía escuchar el titileo parpadeante de la luz o el tránsito de policías que
se saludaban por los pasillos. Me levante con rabia y le di una patada a la
madera tirando lo que quedaba aun en la mesa, me abalancé sobre el abogado, que
ante tal espectáculo se limitaba a
mantener su vaso de café en alto con parsimonia, y le grite a pocos centímetros
de la cara que no lo había hecho, que era inocente.
Todo ese ruido
alertó a los guardias que entraron en la sala y me agarraron, como si fuese a
agredir a la única oportunidad que tenía
de salir de allí, me esposaron a la silla de pies y manos y advirtieron a mi
abogado de que si volvía a tener ese comportamiento me llevarían al calabozo
hasta el día del juicio. Y luego dirigiéndose a mí con mirada autoritaria y
condescendiente me espetaron que tenía suerte de haber conseguido un abogado, y
que igual que había venido podía desaparecer en cualquier momento, y que
entonces ya no podría librarme.
Cuando se fueron,
Lans se levantó y volvió a colocar todas las imágenes en orden, cogió una en la
que salíamos sonriendo, sentadas en el banco en un parque, y me la tiró
sabiendo que no podía moverme.
Se acerco y me
gritó que estabas muerta, que era una realidad, y que a menos que yo le dijera
toda la verdad, me iba a pudrir en la cárcel, y que cargaría con el peso de tu
ausencia de la manera correcta o de la incorrecta, solo dependía de mi.
Lans tardó dos días
en volver, y mientras tanto dentro de la celda lo único que pude hacer fue dar
vueltas e intentar dormir para olvidar donde estaba, ni siquiera tenía ropa
limpia ni familia que pudiera traérmela y eso hacía más duro el paso del
tiempo. Cada vez que cerraba los ojos pensaba en ti, en lo que harías en mi
lugar. Tu solías hacer lo correcto, y se te daba bien porque al mentir fruncías
levemente el ceño y te delatabas, lo que había hecho que te acostumbraras a ser
honesta siempre, en lo bueno y en lo malo… era una de las cosas que más me
atraían de ti, pero sin duda era también el más peligroso de tus hábitos .
El abogado volvió,
y esta vez estaba acompañado por una mujer que vestía como una psicóloga, (con
una chaqueta de terciopelo granate con coderas de color más oscuro, casi negro,
y unas gafas antiguas y descuidadas), y que en efecto era una psicóloga.
Ella me dijo que
quería saber más de mí y de nuestra relación, que le contase la historia desde
el principio. Yo no estaba segura de querer airear de esa forma mi intimidad,
pero decidí que yo iba a elegir la información que debían saber, no estaba allí
para contar un cuento.
Tome un tiempo para
prepararme, tenía que escoger la parte de la historia por la quería empezar e
imaginé el momento más feliz que habíamos pasado, el momento en el nos
conocimos, puede que no fuese el más determinante, pero era el que necesitaba
revivir en ese momento.
Le conté que solías sentarte en una mesa al
lado de la ventana del Starbucks que hace esquina con la calle de la
lavandería. Y una mañana de otoño
meditabas enfrente del portátil
intentando que las cuentas te cuadraran y trabajando en mil cosas al mismo
tiempo; con tu flequillo descolocado, cara de sueño y haciendo gestos con los
labios como si tararearas una canción inconscientemente, que te ayudaba a
concentrarte. Yo pase por delante del local sin detenerme mucho, con una montaña
de ropa de ropa para lavar.
Cuando salí de
nuevo con la ropa ya limpia volví a mirar y tú seguías allí, pero te habías
construido un castillo juntando varias mesas para repartir todos los papeles, y
tenías al menos tres chaquetas tiradas desorganizadamente y lo que a lo lejos
parecía una bufanda o pañuelo. Mientras
estaba en la lavandería había decidido que cogería un café y me iría a casa,
pero cambiaste inesperadamente mis planes. Entré en la tienda y levantaste la cabeza del ordenador como movimiento reflejo, por lo que supuse
que no me habías visto a pesar de haberme mirado. Me hiciste sonreír con tu
inocente desorden y tu aparente locura organizativa, en ese momento no sabía
que un personaje como tu podría hacerme tan feliz. Compré mi café y le pregunté
a la dependienta que bebías tú, sorprendentemente lo mismo que yo. Lleve las
dos tazas a la mesa que tenías abarrotada a tu lado y te saqué de tu trance
colocando suavemente el flequillo en su lugar con una caricia. Nuestros ojos de
encontraron y ambas quedamos mudas de la impresión.
Te mordiste el labio inferior para
humedecértelo y ya no pude contralarme y te besé, ni siquiera habíamos hablado
y todo estaba ya dicho. Alargaste la mano hasta la cicatriz de mi barbilla y la
acariciaste, yo me sonrojé y en un murmullo dije que había traído café, pero
contestaste que no hacía falta que intentase impresionarte o ser detallista,
que con lo mal que conjuntaba la ropa, la única que me quedaba limpia y a la
que llamaba “hora de ir a la lavandería”, era imprescindible que tuviese a
alguien a mi lado con buen gusto. Ambas nos reímos. Ese había sido el comienzo.
La señora psicóloga
me escuchaba con atención y cuando puse punto y final a la confidencia comenzó
a rellenar su libreta con anotaciones hasta que Lans la interrumpió y dio por
finalizada la sesión.
No estaba contenta
con el abogado, daba la impresión de que quería escribir mis memorias y hacer
un “best seller” de ellas, me sentía impotente.
Estar dentro del
sistema jurídico sin conocerlo era desesperante, no podía confiar en nadie,
nadie confiaba en que fuese a decir la verdad, el día y la noche se confundían,
el paso del tiempo era irregular, el trato era aleatorio e indiferente, unos
días te sacaban en medio del patio para que te humillasen o para hacer que obligatoriamente te unieses a un
gueto y otros te daban comida decente por debajo de la mesa a cambio de un par
de cigarrillos que me facilitaba el abogado.
Los guardias de la
zona C (en la que yo estaba) me facilitaron unas hojas de papel y un boli, que
me quitaban cada noche por si intentaba
atacar a otros reclusos. Empecé a escribir una especie de diario dedicado a ti
con toda la verdad de la noche en la que sin querer nos despedimos y nos
separamos para siempre.
El último día antes
del juicio me llevaron a la sala de interrogatorio muy temprano para preparar
todo lo que iba a ocurrir el día posterior.
Lans y la señora
psicóloga discutían acaloradamente en la puerta esperando a que llegara y pude
escuchar que ella decía que tenía una inteligencia anormal con tendencias al
análisis de los detalles y a ser posesiva e intensa, y el daba el caso perdido
a menos que las pruebas no fueran concluyentes, que yo estaba en shock y que
era demasiado cerrada.
Cuando me vieron aparecer por la esquina con la
cabeza gacha, mucho más delgada que la última vez, con ojeras de no haber
dormido en varios días, los labios resecos y cuarteados , y la piel muy pálida
y blanca como la leche; se sobresaltaron apiadándose de mi y esperando que no
hubiese escuchado lo que habían dicho.
Una vez todos los
papeles sobre la mesa, saqué las hojas del bolsillo del uniforme, las desdoblé
y se las acerque a Lans. El supo al instante que estaba escrito en ellas,
porque había sido su idea en uno de nuestros primeros encuentros, pero yo lo
rechacé con enfado creyendo que él pensaba que yo era una embustera.
En realidad no
estaba desencaminado. A lo largo de las semanas interminables que pasaron, la
venda que tenía se fue desvaneciendo, y lo que en un principio era una verdad
inalienable para mi, se convirtió en la mayor de las mentiras. Me engañaba a mi
misma, con lo que las horas que pasamos en esa sala no tenían más sentido que
ganar tiempo.
El abogado leyó el
papel con resignación y como prueba de que su versión era la verdadera desde el
principio. Le pasaba las hojas cuando terminaba a la psicóloga, que me miraba
de reojo y anotaba mis reacciones en la libreta a la vez que se mordía el labio
inferior para no hablar.
Terminaron de leer
y me dijeron que iban a reproducir una parte en alto para ver si estaba
totalmente de acuerdo con lo que ponía y que se podía utilizar como prueba.
El ambiente estaba
tenso entre los dos, pero yo no tenía fuerzas para agobiarme en ese momento.
Salí del baño,
empezó la psicóloga narrando, secándome el pelo con una toalla.
Me senté al borde
de la cama para ponerme la ropa y salir a comprar algo para cenar, pensaba en
sorprendente y hacerte sonreír porque no había sido muy amable durante el
viaje.
El señor de la
tienda era gordo y muy sudoroso, me pareció gracioso hacerle una foto para
enseñártela. Cogí unos sándwiches de la cámara frigorífica y me subí a la
habitación.
Me di cuenta de que
las llaves estaban en mi otro pantalón y tuve que despertarte.
Abriste la puerta
refunfuñando y no me diste las gracias por la comida, te sentaste en la cama y
pusiste la tele sin dejar de hablar que estabas soñando algo muy especial sobre
la casa de la playa y que Ángel aparecía con una red y te salvaba de un
tiburón.
Apagué la
televisión y te grité que encima de no haber dado las gracias, sacabas a tu
marido una y otra vez a escena, que si querías tener una relación conmigo
estaba bastante claro que no podía ser como un hombre, que no me atormentases
una y otra vez con eso.
Te levantaste y te
pusiste de pie en la cama muy enfadada y me echaste en cara que yo te había
abandonado durante dos años cuando las cosas se ponían serias, y que después de
haber encontrado un hombre bueno que te entendía y estaba dispuesto a ser
adulto y evolucionar, había vuelto para desconfigurar de nuevo la vida de todo
el que estaba alrededor mío.
Me caí al suelo de
rodillas, llorando, porque sabía perfectamente que tenias razón; pero no podía
evitar amarte como lo hacía, desde lo más profundo y sin necesidad de palabras,
como siempre.
Me preguntaste que
quería de ti.
Lo necesitaba todo, era dependiente de tu
estabilidad, de tu saber vivir.
Estaba callada y
seguía sollozando en la misma postura.
Me hablaste de
nuevo, pero no contesté. Luego dijiste que había sido una mala idea fugarse
como una niña del único futuro potencialmente feliz que podías tener.
Empaquetaste los
bocadillos en el envoltorio y recopilaste tu ropa para vestirte y marcharte.
No podía soportar
perderte de nuevo, no iba a permitírselo a ese hombre al que llamabas marido,
ni a nadie más, nunca.
Las siguientes
páginas estaban borrosas y mojadas por mis lágrimas y la señora psicóloga paró
de leer y dijo que todos sabíamos lo que había a continuación, que no me iba a
hacer pasar el mal trago de nuevo.
Llegó el día del
juicio y dejaron que me duchase en un cuarto diminuto con una pequeña rejilla
que daba a la parte trasera de la prisión y por donde se escuchaba a los
reclusos discutir en el patio. Me dieron la ropa que confiscaron de la
habitación. Escogí unos vaqueros rasgados, una camiseta negra deshilachada y
los brazaletes negros que me obligaban a llevar en el trabajo y que tapaban las cicatrices de las muñecas que me
hice cuando apenas era una niña.
La sala del juicio
era mayormente de madera y cada espacio estaba delimitado por vallas
bajas, con puertas que tenían que
estar cerradas obligatoriamente según los guardas apoyados a lo largo de la
pared de la habitación.
Entré en la sala
escoltada por dos guardias tapándome la cara de los flashes de unos pocos
periodistas y medios de comunicación que se alimentaban de prensa
sensacionalista y vidas agenas, y me hicieron sentarme en el cubículo del
acusado junto a mi abogado, de espaldas a los periodistas y testigos.
Se sucedieron las
preguntas y el movimiento de licenciados y testigos y finalmente el jurado se
tomó su tiempo para deliberar después de casi tres horas de juicio.
El pronóstico era
el peor y el juez antes de golpear con el mazo la mesa alegó que las dos únicas
pruebas palpables que encontraron era un montón de toallas apiladas con
desorden en el baño del hotel y las botellas de desinfectante en la mochila. Me
miró extrañado y me preguntó como lo había hecho que en el cuerpo no
encontraron ninguna evidencia ya que lo había limpiado todo, pero no existían
marcas o agujeros de arma blanca o de bala.
Obviamente no podía
contestar a la pregunta y respondí con gesto de negación. El juez dictó
sentencia… sentencia de muerte por asesinato con alevosía y premeditación, sin
muestras de arrepentimiento y con confesión por escrito. Mi abogado saltó de su
silla y protestó negando la premeditación e invitando no muy amistosamente a
que preguntase el mismo a la acusada si se arrepentía, que si había leído el
mismo la carta entendía que la última parte estaba empapada en lágrimas de dolor
y arrepentimiento.
Los días
posteriores nada cambió a pesar del papeleo y la ida y venida de Lans
intentando revocar la sentencia con pruebas refutables sobre la posible
misoginia y aversión del juez hacia mi, pero no pudo cambiar un ápice del
dictamen.
Las últimas horas
trajeron mi comida favorita, a un cura y un nuevo uniforme blanco impoluto.
Luego me llevaron a una sala con una camilla que era parecida a una cruz de
metal, me ayudaron a tumbarme y ataron las cinchas de cuero alrededor de mis
extremidades. Uno de los guardas con bata blanca puso una vía en mi muñeca
derecha, se acercó a mi oído y me susurró que solo se tarda en perder el
conocimiento 33 segundos, es mejor relajarse. Yo había escuchado eso antes… tú
me lo habías dicho, o eso es lo que me pareció durante un instante en la
habitación… 33….
Todo estaba dicho
ya, abrí los ojos, todo era borroso y blanco, sentí los pinchazos en los brazos
y en la cabeza. Las pulsaciones subieron
y el corazón se aceleró más y más hasta que tuve un pequeño mareo. Exhalé y
expiré por última vez y un susurro final
me llegó entre palabras de perdón y aceptación, dijiste que el veneno solo
tarda 33 segundos en hacer efecto y que ambas habíamos tenido la misma
sensación, como siempre, sin palabras.
Cerré los ojos y me pasé la lengua por el
labio inferior, sabía dulce, como cuando te besaba después de comer una
piruleta de fresa.
Tus ojos estaban parados enfrente de los míos
y yo lloraba en silencio, pero desconsoladamente. Levantaste los brazos y me
recogiste, ya estaba a salvo, me habías perdonado.
No sé si existe el
cielo o el infierno, pero el perdón del amor es un tatuaje de fuego que todos
llevamos en nuestra alma y que solo se supera por el dolor del arrepentimiento.
Sara
La Teta Feliz Historias y Relatos ® Sara N Derechos Reservados
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