Llegaba el frío invierno, con su manto
helado. Su aire envolvía los cuerpos que
envueltos en grandes abrigos de pieles se resguardaban de él.
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Avanzaba entre los copos de nieve que
suavemente iban dejando su presencia sobre el frío suelo, haciendo que este
tomara el color blanco.
Esa misma nieve que se iba depositando
lentamente sobre el asfalto, era la excusa perfecta para alejarme de aquel
mundanal oficio que me tocó realizar.
El nombre de ella resonaba en mi mente, cada
vez que un copo se posaba sobre mi pequeña nariz.
Con la manopla me lo quitaba, como hacía ella.
Su recuerdo se juntaba con aquella ola de frío
polar que parecía dispuesta a hacernos compañía por mucho tiempo.
Fue precisamente en este tiempo cuando ella
llegó a mi vida.
Un día lluvioso donde la ventisca de aire hacía
inviable el abrir el paraguas, cosa que ella ignoró, y cuando corría detrás de
dicho objeto fue cuando yo la vi. Y allí riendo una frente a la otra observando
como el viento se llevaba el paraguas bien lejos , la lluvia mojaba nuestros
cuerpos, los abrigos eran harapos empapados en agua. El viento empujaba
nuestros cuerpos hacía ningún lugar.
Era en estos días cuando más me llegaba su
recuerdo, cuando más se calentaba mi alma pensando en ella.
Ese frío fue nuestro perpetuo aliado, para
juntar nuestros cuerpos hasta encontrar el tan deseado calor, ese calor que nos
envolvía para después abandonarnos a nuestra suerte.
La nieve se estaba volviendo más espesa.
Y aun tenía que recorrer varias cuadras antes
de llegar a mi viejo departamento.
Viejo porque el viento se introducía por cada
rendija que encontraba, se adueñaba de el y se hacía un huésped más.
La lluvia imitándole también se apoderaba de
un trozo.
Nunca tenía tiempo de arreglarlo, sólo me
acordaba de todo ello cuando me visitaban, cuando me incordiaban, cuando
llegaban y se apoderaban de mi junto con la casa.
El viento y la nieve se levantaban y apoderaban de la ciudad.
Los dos tomados de las mano. Como ella y yo
cuando corríamos por esas mismas calles como dos locas.
Benditas locuras, las que no se hacen no se
tienen, siempre es bueno tener alguna que otra locura para poder recordar. Esas
que de alguna manera te hacen sentir que fuiste joven.
Al girar una esquina el viento me empujó
violentamente, casi pierdo el equilibrio pero una farola me paró y conseguí
mantenerme en pie. Me coloqué el abrigo lo más alto que puede y continué mi
trayecto.
La gente con las cabezas bajadas, los abrigos
y bufandas tapando todo su cuerpo, caminaban de prisa huyendo del frío.
Unos cuantos niños no muchos se llenaban las
manos con esos copos que llegaron los primeros, para formar un manto blanco.
Ahora estaban en esas pequeñas manos, que los lanzaban nuevamente de vuelta
hacía arriba. Y ellos insistentes volvían a caer de nuevo para unirse a los
copos, que quedaban en el suelo sin ser tocados por las pequeñas manos de
aquellos seres, que no entendían que esos copos iban a trastocar toda la vida
de nuestro hermosa ciudad.
Las tiendas muchas ya comenzaban a echar el
cierre, la hora estaba cerca, y el frío encima. Poca gente se acercaba a los
comercios.
Las chimeneas ya pocas en algún que otro sitio
comenzaban a echar ese humo. Me imaginaba a las familias sentadas al lado del
fuego hablando y haciendo tiempo.
Cuantos días ella y yo nos sentábamos en aquel
sofá con nuestra manta, nuestros pijamas de franela, y una buena taza de café.
Cuantas charlas , cuantos secretos compartimos, cuanto nos conocimos abrigadas
en aquel sofá.
Los copos de nieve estaban dejando paso a una lluvia invisible pero
penetrante, los coches, se movían lentamente para no perder el control. Algún
que otro taxi se atrevía a seguir llevando gente de un lado a otro, pero no por
mucho tiempo pues el manto blanco parecía estar tomando posición en medio de
aquel escaso tráfico.
Algún que otro rostro se asomaban resguardadas
por los cristales y miraba como la ciudad cambiaba de aspecto con esa maldita
ventisca.
La recuerdo a ella, como le gustaba asomarse a
través de la ventana y mirar la lluvia caer se pasaba horas mirándola , era
como si las dos se contemplaran, la lluvia golpeaba los cristales y ella
sonreía. Cuántas veces le pregunté ¿qué
haces ahí tanto tiempo?.
Giraba su pequeña cabeza, me miraba
profundamente y volvía a su cristal. Cuántas veces le tuve celos a la lluvia,
cuántas veces quise ser lluvia.
El trayecto se me estaba haciendo lento, me
parecía llevar caminando un siglo, pero ya sólo me quedaba cuadra y media.
Las luces de la ciudad estaban tomando
posiciones, aunque su claridad no era como cada noche, cuando aparecían. Ahora
las farolas tomaban el aspecto de linternas a punto de quedarse sin pilas.
Porque la oscuridad que arrastraba la tormenta era más poderosa que una simples
farolas.
Sentía mi cuerpo temblar, esa maldita lluvia
seguía empapándome, creo que me confundió con ella con la mujer de sus juegos e
intentaba confundir mi cuerpo mojado.
Pero yo no era ella, a mi la lluvia siempre me
pareció eso, lluvia, que moja los cuerpos, que te obliga a resguardarte , que
te hace evitarla para permanecer seca.
Pero ahora que estaba empapada recuerdo una de
esas locuras que guardo en mi memoria. Fue ella la que me llevó a lanzarme a
esa locura, era un día lluvioso, me tomó por sorpresa me quitaba la ropa, la
dejé hacer pero con protesta incluida, se quitó la suya y me empujó hacia un
pequeño saliente donde la lluvia caía mansa, , y allí con el frío que hacía en
ropas menores, me hizo el amor. Esa
locura no se me olvida, pero no por ello amo la lluvia más que antes. Esa
locura nos tuvo en cama por lo menos dos días.
Ya podía distinguir el portal de mi
departamento me quedaba un último esfuerzo contra aquella tormenta infernal que
parecía avecinarse. Mis pasos eran bastante forzados la nieve se amontonaba en
mis suelas y el viento empujaba en mi contra. La lluvia seguía confundiéndome
con ella.
Por fin empujé la puerta que me acogía como
salvadora de aquellos elementos que el cielo levantaba. Me giré antes de subir,
miré la lluvia que golpeaba el cristal como llamándome.
Te confundes , le decía yo con la mirada, y a
grito callado no soy ella, la que te quería la que pasaba horas mirándote. No
soy yo.
Por fin cerré la puerta de mi departamento. Me
fui directamente a la habitación y tiritando de frío empecé a quitarme las
ropas mojadas que se adherían a mi piel.
Como ella cuando nos amábamos se pegaba a mi
piel. Como esos tatuajes que se adhieren y no se pueden quitar así estaba ella pegada a mi.
Me secaba el cuerpo con una toalla, me estaba
enfundando en uno de sus pijamas preferidos, su roce en mi cuerpo era un
profundo recuerdo, un sentimiento encontrado un perpetuo amor hacía esa mujer
que me hizo conocer y disfrutar eternamente del amor.
Me asomé a la ventana la noche era oscura,
profunda como mi vida . Ella no estaba compartiendo mi departamento, su taza de
café llena y en mis labios eran otro recuerdo, tenía lleno el departamento de
ella, de sus recuerdos, y vivía con ellos, usaba todo lo que ella me dejó.
La imaginé en otra ventana mirando aquella
lluvia, y la vi mirándome invitándome a
que me acercara para compartir con ella la sublime maravilla de la lluvia.
Comenzaba a recuperar el calor que la tormenta
me robó me acurruqué en nuestro sofá, me tapé con la manta que aun mantenía su
olor, ese olor que se me quedó tan dentro.
El viento soplaba fuerte chocaba contra todo
lo que permanecía estático y en movimiento haciendo que el departamento se
llenara de ruidos.
Esos mismos ruidos que a ella le asustaban, la
recuerdo por las noches con ese sueño tan leve que tenía y a cada ruido la
notaba apretarse contra mi cuerpo. Amé los ruidos de la noche porque hacía que
la tuviera pegada a mi rodeándome con sus brazos suaves.
Son sólo ruidos le decía yo y le sujetaba esos
brazos para que no se alejara.
A la mañana la encontraba durmiendo
plácidamente, la miraba y la tapaba y me preparaba para el comienzo del día.
El viento que volvía a golpear nuevamente la
ventana me sacó de mis pensamientos.
Me levanté, me dirigí a la habitación abrí las
mantas y me introduje en ese colchón, me tapé toda hasta la cabeza y frotando
los pies contra la sabana intentaba calentarlos.
Sus pies cuantas veces rozaban los míos
intentando darme calor, ya sabía ella de mi defecto tenía siempre los pies
helados, y en cuanto estaba a su lado ya notaba los suyos frotándose con los
míos hasta que estos tomaban calor.
Recordando sus ojos me empezaba a quedar
dormida, la tormenta seguía rugiendo, apoderándose de la ciudad.
Como ella se apoderó de mi. Como este frío
invierno . Mi vida siempre será invierno frío y helado invierno sin ella.
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Quien pueda sentir asi nunca vivirá en un frío invierno. Es de lo mas lindo que has escrito, Riba. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarG, Arg.