Conversaciones con una muñeca hinchable
- Todo eso está muy bien, Cordelia, pero
no voy a quedarme en casa sentadita viendo la tele y aplaudiendo tus perspicaces
comentarios sobre cada programa.- Cordelia miraba a María con
aquellos ojos azules suyos muy abiertos, con una O dibujada en sus labios color
carmesí, con su modelito de sábado noche, trajecito lila con flores amarillas,
¿margaritas tal vez?- Está claro que no
voy a convencerte de lo contrario.
- ¿No vendrás conmigo?
- No, esta noche estoy cansada.
- Siempre estás cansada para salir
conmigo.
- Tú siempre demasiado ansiosa por salir
corriendo. Además, yo tengo más gusto que tú a la hora de elegir los lugares de
ocio.
- ¡Ah sí! ¿Por qué?
- Está claro.- Los ojos de Cordelia se
oscurecieron por completo al pronunciar aquellos dos vocablos.- Tú tienes escaso criterio de elección. Por
no decir nulo. ¿Recuerdas aquella vez en que te despertaste en casa de una tía de
corte de pelo y ropa interior masculinos?
- Esa noche estaba borracha.
- Pues la borrachera te duró algunos
días porque repetiste al siguiente. Todavía recuerdo tu cara desencajada cuando
llegaste a casa después de un fin de semana “loco”. Saliste corriendo al
comprobar que todas sus amigas eran cromos idénticos.
- No me dio tiempo de averiguar si su ropa
interior también lo era.- Cordelia volvía a tener el mismo brillo en la
mirada, llevaba ventaja y eso la animaba.- ¿Por
qué no me presentas a alguna de tus amigas tan intelectuales y tan modernas?
- No sabrías apreciar su belleza. Tengo
miedo de que no se te ocurra un plan mejor que invitarla a uno de esos bares de
camioneras que frecuentas tanto últimamente.- María contuvo los
deseos de acallar aquellas impertinencias metiendo de golpe un calcetín dentro
de aquella O enorme y de estrangular ese aire de superioridad, y salió de la
habitación con una mirada de desprecio que salía desde el lugar más oscuro de
su alma ultrajada. Sin embargo, no podía ocultar el dolor que le producía la
sensación de que Cordelia estaba en lo cierto y que ella era una inepta sin
estilo ni encanto suficientes como para conquistar a una chica que valiera la
pena. Sacudió la cabeza y siguió adelante dándose ánimos para convencerse de
que aquella podía resultar una noche perfecta para cambiar hábitos - esa era una
de las ventajas de salir sola, se puede elegir el lugar que se quiera- y
demostrarle a aquella deslenguada que era capaz de volver a casa con una mujer hermosa
e inteligente. En su pensamiento apareció en grandes letras luminosas el Manos a la Obra de un anuncio que había
visto a su vuelta del trabajo aquella tarde, ella también podía afrontar una ardua
tarea.
La
irónica risita de la omnipresente Cordelia, a pesar de que había salido ligera
y sigilosa y haciendo caso omiso a su presencia, la acompañó los cuatro tramos
de escalera que recorrió hasta atravesar el portal, luciendo lo que ella
consideraba sus mejores galas y de probada eficacia, aunque motivo probable de
la hilaridad de su molesta compañera – un vaquero y una blusa blanca, que
dejaba entrever lo justo y favorecía su tez morena-, dispuesta a volver
victoriosa y acallar aquellos comentarios de una vez por todas. No obstante,
todo su arrojo desapareció en el garaje, delante de su coche, con la disyuntiva en su cabeza de si debía
llevarlo o no. La idea de que recurrir a Cordelia, que siempre sabía qué hacer sin casi
pensarlo, habría constituido una satisfacción imborrable de su rostro durante
una semana fue suficiente acicate para inducirla a una decisión. Lo usaría, ya
que siempre le quedaba la opción de mentir con un socorrido no tengo coche si
lo necesitaba.
Se
detuvo en el primer cruce y abrió la ventanilla para que el aire despejara su
mente y la ayudara a tomar una segunda decisión, la dirección a seguir. Sin
embargo, lo único que había conseguido era aturdirse más con la brisa húmeda y
cálida del verano que se había colado. La cuestión era, ¿derecha o de frente? A
Cordelia le habría resultado indiferente tomar un camino u otro, ella siempre
decía que la oportunidad estaba enfrente del que la buscaba no en el lugar en
sí. Pero sí que tenía importancia porque cuántos bares de ambiente había en un
lado u otro de la ciudad. Realmente ignoraba la estadística, tampoco iba a
visitarlos todos aquella noche, así que siguiendo el razonamiento de su
sarcástica compañera continuó de frente. Condujo por calles angostas, sinuosas,
flanqueadas por casas antiguas, de colores uniformes, intentando alejar de su
mente el comentario de que se había equivocado, que aquel camino era más largo,
que no encontraría aparcamiento fácilmente en calles tan estrechas y que sería
un gasto innecesario de combustible. “¡Ja!, pues no, allí hay uno”. Lo dejó
bien aparcado, bien cerrado y comenzó a andar por aquellas mismas calles presa
de su encanto, disfrutando de la cálida noche veraniega. Resultaba hermoso
dejarse llevar a veces por la inercia de los pasos sin saber muy bien a qué
lugar te iban a arrastrar.
María
que relajada, habiendo olvidado a su molesta amiga, disfrutaba de su ansiada
libertad, se había detenido delante de una casa por el reclamo de un color
particularmente encendido y una bandera arco iris que lucía ostentosa en su
ventana y con inusitado orgullo, sus colores de brillo y tonalidad intactos.
“¿Por qué cuando creemos andar sin rumbo terminamos en algún lugar conocido?”
Aquel era el bar de su amiga Isabel. María la conocía desde hacía muchos años,
pero curiosamente nunca supo que era lesbiana hasta que la invitó un día a
visitar su pub. O bien su amiga era demasiado tímida y fue su forma sutil de
salir del armario con ella, o bien, y esta opción era más probable, ella era
muy despistada y nunca lo captó aunque se lo gritara. Fuera como fuese, allí
estaba, en un buen lugar en el que conocía gente y no se sentiría tan sola, más
teniendo en cuenta que estaba sobria aún. María recordó la sentencia de
Cordelia de que no era buena idea entrar en el bar de una amiga porque se
corría el riesgo evidente de acostarte con ella si no se presentaba una
oportunidad mejor, y se convenció de que Isabel bien valía correr aquel riesgo.
El
interior del local no desmerecía en absoluto el exterior. La tenue luz que
desprendía las lámparas de hierro forjado en evidente estilo antiguo se
reflejaba con cálida armonía sobre los naranjas y azules envejecidos de telas y
mobiliario. En el fondo del local se ubicaba la barra, de madera tratada,
detrás de la que una rubia de físico sospechosamente parecido a Cordelia servía
copas y sonrisas:
-
¡Hola María! ¡Cuánto tiempo! ¿Cuánto hace que no nos vemos, meses, años?
- En
realidad nos vimos hace dos semanas.- La única ventaja de acudir a un bar de
alguien conocido era que se tenía la sensación de no estar sola, a pesar de no
ser habitual, como en el caso de María. Cordelia no podía argumentar nada en
contra de esa emoción que se sentía al entrar en un lugar y ser recibida por
alguien con una sonrisa y una nada despreciable y cálida bienvenida. Se sentía
libre, en definitiva, lejos de las garras de su amiga de latex, de su lengua
afilada, de su cínica sonrisa, de su posesiva locuacidad. Observó durante unos
segundos a la muchacha que tenía al lado. Parecía disfrutar de su soledad,
seguramente ella no tenía una vocecita girando alrededor de su cabeza que le
indicaba como debía comportarse, vestirse, hablar. Se sintió valiente y
confiada y probó suerte:
-
¿Tú no vienes a menudo por aquí verdad?- María miró por encima de su hombro,
por costumbre, un gesto mecánico, inevitable. Allí estaba con su reproche,
reía, se reía de ella, de su intento de espontaneidad:
- ¿No se te ocurre nada mejor?
- ¿Qué haces aquí?
- Ayudarte. Ni siquiera eres capaz de
aprovechar tu belleza para conquistar a una chica. Estarías mejor calladita.
-
Pues no, en realidad es la primera vez que vengo. He quedado aquí con unas
amigas.- María oyó una sonora carcajada a su espalda. Cordelia no pudo
contenerse ante lo absurdo que para ella resultaba el comentario de la joven
que estaba junto a ella.
- ¿Por qué te ríes ahora?- Una
vez que Cordelia fue capaz de recomponer su respiración, contestó en el mismo
tono irónico de toda la jornada:
- Dime María: ¿Qué edad tienes?
- Pues unos cuantos años ya, ¿por qué?
- Porque no lo parece. ¿Desde cuándo las
lesbianas tienen amigas? ¿Cuántas tienes tú? Las lesbianas siempre acaban
liándose con sus amigas y de ahí pasan a los brazos de otra amiga y la cadena
sigue y sigue.
- Yo
tampoco vengo muy a menudo. Pero es un sitio agradable para tomar algo.- María
había decidido hacer un esfuerzo por ignorar a Cordelia, pero el intento se
estaba convirtiendo en una misión titánica.- María, María. ¿Cuánto hace que no vas al cine con una amiga?
- ¿Por qué no lo dejas ya?
-
Aquí la tienes, una cerveza bien fría.- La intervención de Isabel iba a ponerla
en evidencia. Allí estaba, una camarera rubia que sonreía esperando un
agradecimiento ante su detalle memorístico y una joven desconocida, no tan
rubia pero sí tan guapa, que se alejaba hacia el baño sonriendo y moviendo la
cabeza a un lado y a otro maliciosamente. Isabel interrumpió aquel momento de
desconcierto con un incrédulo: “¿ya no te gusta la cerveza?” María miró a su
alrededor antes de contestar en busca de la mirada reprobatoria de Cordelia,
que había desaparecido de la misma forma en la que había irrumpido en su
intento de coqueteo. Sólo acertó a emitir un tímido “sí, sí que me gusta” por
respuesta con la sensación de que aquella noche no iba a tener un final muy
feliz. Bebió su cerveza despacio decidida a desaparecer de manera discreta para no resultar
evidentemente patética. Su huida estaba resultando un éxito hasta que una voz
la detuvo en el umbral de la salida. María sabía que no era Cordelia porque su
voz no desprendía tanta dulzura, así que o bien era su imaginación jugándole
una mala pasada, o bien alguien que no la conocía. Se giró despacio ante el
temor de que fuera la primera posibilidad y respiró aliviada al comprobar que
se trataba de la muchacha con la que había intentado conversar en la barra con
anterioridad. Sonreía sin malicia en aquella ocasión:
-
¿Te marchas ya?
- Sí,
– dudó – no, en realidad, no sé, pensé en tomar el aire.- Aquella desconocida
sin nombre entornó sus ojos color avellana y contestó con inusitado encanto:
-
Sí, tanta respiración y transpiración mezclados con la humedad del aire agobia
a cualquiera.- Hizo una pequeña pausa como si estuviera midiendo las palabras
que quería emitir, como si calculara el impacto que iban a tener por
adelantado.- Me gustaría invitarte a algo.- María quería aceptar, pero sin
parecer desesperada. Entornó los ojos tal y como había hecho la mujer que tenía
enfrente hacía unos minutos: No sabes
hacerlo. No tienes aplomo como para hacerte la tía interesante.- La voz de
Cordelia provenía de las sombras del pasillo que conducía al interior del bar. Había
estado acechando en la oscuridad, como un depredador a su presa, hasta
descubrir una debilidad.- Pero, no sé quién
resulta más patética. Sus amigas no han aparecido y ha decidido consolarse
contigo. Y tú, qué puedo decir de ti.- María decidió ignorar aquel incordio
rubio y aceptar la invitación de la muchacha que se presentó como Piedad. Sabía
que aquel nombre iba a provocar algunos comentarios jocosos más, así que agarró
lo primero que encontró inservible en su bolso y se lo metió en la boca a su
fastidiosa sombra antes de que pudiera emitir sonido alguno. María aprovechó
esos momentos de solaz silencio para entregarse con devoción sincera a conocer
algo más acerca de su anfitriona. Piedad parecía ser de ese tipo de personas
que no buscan, crean, ni les rodean complicación alguna. Probablemente, tal y
como desprendía la despreocupación al hablar de sí misma, a ella no le
perseguía una voz de la conciencia en forma de muñeca de látex. Estaba
completamente absorta escuchando a aquella joven desgranar su vida, observando
el movimiento acompasado de sus manos con sus palabras, sus sonrisas, aquellos
labios perfectos que invitaban a besar. Sus pupilas se dilataban cada vez más
según avanzaba la noche en proporción al aumento del deseo y la tentación,
hasta que el anuncio educado del cierre de la dueña del pub la devolvió a la
realidad y a la sombra del adiós, disipado momentáneamente por un rayo de
esperanza cuando Piedad preguntó por una parada de taxis cercana:
- Tal vez ha decidido usar tu táctica de
no traer o decir que no tiene coche.- Estaba claro que Cordelia no
había vuelto a casa. Isabel guiada por no se sabe qué luz o instinto, tras
ofrecerse a llamar un taxi para ella, sugirió que María podía dejarla en su casa si
no estaba muy alejada, poniéndole en bandeja una oportunidad que aceptó
encantada.
- ¿Recuerdas en dónde has dejado tu coche?
María siguió ignorando a su hostigadora sombra todo lo que pudo durante el
trayecto hacia el coche. No olvidaría donde lo había aparcado, entre otras
razones porque era una de aquellas calles estrechas que tan poco agradaba a
Cordelia que, temerosa de caer en alguno de los desconchones de la acera y
deshincharse, desapareció nuevamente como por arte de magia. Allí estaba, tal y
donde lo había dejado, perfectamente aparcado, su preciado utilitario rojo, un
Peugeot 205 que había sido testigo de tantas andanzas y aventuras siglos atrás
y que de repente la hizo sentir vieja por su antigüedad. ¿Qué pensaría aquella
muchacha de ella cuando le dijera que ese era su coche? Tal vez aceptara que la
llevara a casa sin llegar a nada más, creyendo que rondaba los mil años. Puso
un CD de Sade –“¿otra antigualla?” - y arrancó rumbo a la incertidumbre,
siguiendo las indicaciones de Piedad al pie de la letra a través de calles
desconocidas a tramos, no tanto en otros hasta que desembocaron en una calle
ancha en la que le pidió que parara:
-
¿Quieres subir?- A María le sorprendió la invitación, esperaba recibir un beso
en la mejilla y un buenas noches y verla alejarse rumbo a algún portal
iluminado a medias por la luz de las
farolas.- Te aviso que comparto piso y puede que estén haciendo una fiesta o viendo
la tele o qué sé yo.
-
Sí, sí me gustaría subir a pesar de las incógnitas.- Subieron dos pisos en
ascensor, en silencio, María con el corazón desbocado, Piedad con el suyo en
vilo. Abrieron la puerta del piso, despacio, lo más sigilosamente que pudieron.
Todo estaba oscuro, en silencio. No parecía haber fiestas, ni vida dentro de
aquellas paredes. Aún así entraron hablando en voz baja:
-
Creo que con algo de suerte podré invitarte a una cerveza. ¿Te apetece?- María
aprovechó para ir al baño y mirarse el rostro bajo una luz que la iluminara
adecuadamente. Refrescó su cara y se miró al espejo con detenimiento:
- ¿Crees que tienes alguna posibilidad con esa
chica? ¿No tienes la impresión de estar pervirtiendo a una menor? María no
se sorprendió al oír aquella voz que emanaba de una O carmesí, absurda.
- He de suponer que estaría mejor en casa
sentada en el sofá el resto de mi vida abrazándote y remendando tus pequeños
desperfectos con esparadrapo.- Cordelia entornó los ojos como ella sólo
sabía, esperando un reproche a cada comentario:
- Sabía que pensabas en tirarme tan
pronto dejara de hacerte falta. Pero tu conciencia es más poderosa y no dejará
que te deshagas de mí tan fácilmente.
- Está bien Cordelia, hagamos un trato.
Tú me dejas en paz lo que resta de noche y yo prometo no tirarte en el primer
basurero que encuentre.- Cordelia entornó sus ojitos azules,
pensativa, consciente de que con ese gesto ganaba tiempo e impacientaba a
María, cuyo rostro se iba ensombreciendo y cayendo en una interpretación aniñada
de ira.- Está bien, acepto. Te daré un
respiro. Pero no te prometo que no vaya a mirar.- María no llegó a oír
aquella última frase porque su inseparable amiga la había pronunciado en voz
muy baja cuando ella ya salía del baño. Se dirigió en busca de Piedad siguiendo
el rastro del reflejo de la luz que conducía hasta lo que intuía era la cocina
y la sorprendió sumergida hasta medio cuerpo en la nevera:
- He
encontrado dos de distinta marca que no están caducadas.- Sonreía medio
avergonzada mientras le daba la oportunidad de elegir una de ellas.- Cualquiera
de las dos estará bien, o podemos compartir la de mejor marca.- Piedad asintió,
cogió dos vasos y condujo a su invitada hasta su habitación. El viejo y pasado
de moda papel que cubría las paredes apenas si se adivinaba a través de los
huecos que dejaban al descubierto los dibujos a lápiz de rostros, cuerpos,
calles, plazas:
-
Los dibujos son un poco más decorativos que ese horrible papel de flores.- La
abstracción de María mirando los dibujos era tan evidente que cualquiera se
habría percatado de su interés. Piedad le tendía uno de los vasos mientras
sostenía el suyo para brindar:
-
¿Son tuyos?
-
Sí. A veces me aburro mucho en una parada de autobús, en una cafetería… Pero,
queda mejor que poner postales de santos, eso sería hasta sospechoso, casi como
ver una película de un asesino en serie.- María observó con detenimiento a
Piedad. Se había acostumbrado tanto a la presencia de Cordelia que se había
olvidado de lo que significaba estar cerca de una mujer de verdad, su olor, su
tacto, su voz. Cerró los ojos y se sorprendió con el leve roce de unas manos
sobre su cabello. En aquel momento estuvo incluso a punto de llorar, llorar y
dejarse llevar por el contacto de otra piel. No estaba muerta. No era libre,
pero no estaba muerta, podía sentir. Se dejó atrapar por unos labios en los
suyos, sin oír una voz que le susurraba como debía comportarse, colocarse,
vestirse. Se dejó acariciar por aquellas manos que resbalaron por su espalda,
sin prisa, por aquella boca en la suya, que mordía sus labios suavemente, por
el sabor de aquella lengua que buscaba ansiosa la suya. Se dejó desnudar
dócilmente, lentamente cayó su blusa blanca, su vaquero, su ropa interior, y
con esas prendas se desmoronó su voluntad arrastrada hasta una cama desconocida
en unos brazos cálidos, llenos de vida, que la habían sorprendido en una piel desnuda. Unos labios que recorrieron su cuerpo,
cada arruga, cada hueco, cada imperfección, que la alejaron de demonios y de
lúgubres ensoñaciones. Oyó su propio lamento de placer anhelado, su voz velada,
sus gemidos, cayendo en un ligero sopor entre palabras de deseo y afecto. Sintió
el peso tan familiar y, sin embargo, tan lejano en el recuerdo, de una amante
sobre su vientre. No quería despertar. Tenía miedo de volver al mundo cruel y
real de su barata cotidianeidad. Durmió, como hacía mucho tiempo no había
conseguido hacerlo, su tristeza se había esfumado, su dolor, su angustia y
rabia. Dormía.
María despertó embriagada por la
suave tibieza de los primeros rayos del sol y de las caricias de Piedad que la
miraba sonriente:
- Me
gustaría verte de nuevo.
- A
mí también.
María oyó una sonora carcajada
detrás de ella cuando regresaba a casa y una voz ronca que intentaba sobreponerse
a la agitación de la risa que se burlaba de la escena de la mañana. Frenó en
seco en medio de la calle:
- Me prometiste que me dejarías tranquila en
la noche.
- Y lo hice. No te interrumpí, pero el
trato no incluía observar calladita la escena. ¿De verdad crees que con tu edad
estás para tener una relación con una chica como esa? ¿Te has mirado en un
espejo? ¿Has analizado tu vida?
- Debería tirarte a un basurero ahora
mismo.
- ¿Por decirte la verdad?-
María miraba a aquel intento de mujer a través del espejo retrovisor.- No puedes hacerlo. Ahora mismo sólo estoy
dentro de tu cabeza.- Cordelia tenía razón. Era como un espejismo flotando
a su alrededor. Pero, todo eso podía cambiar al llegar a su casa. Disimularía.
Adoptaría una máscara de resignación en el rostro, sin contestar a aquella
última observación, arrancaría de nuevo y abriría el cristal para que el aire
fresco de la mañana impidiera que cayera otra
vez en esa absurda ensoñación. Durante el resto del día, María se fue
deshaciendo soterradamente de vestidos, pelucas, maquillajes, complementos… Ya
en la tarde, cuando el sol caía, mientras Cordelia descansaba de su inhumana
verborrea junto al balcón presa de la brisa y el débil destello del atardecer,
María con su único y preciado cuchillo
de cortar carne se acercó con una sonrisa cínica y lo hundió en el látex sin
mediar palabra. Se deformaba, aquella O iba desapareciendo, su rosa y
sarcástica sonrisa se iba oscureciendo poco a poco, su rubia peluca caía presa
de la inercia, su ego desbordado se deshinchaba. Con el último silbido de aire
desapareció la angustia, el dolor, la tristeza, el abandono. María se sentó
enfrente de lo que quedaba de aquella goma que había encarcelado su voluntad.
Silencio. Contempló aquella materia sin aire, sin vida durante varios minutos.
Una lágrima de felicidad y alivio corrió por su mejilla. Inspiró profundamente
y, por primera vez en mucho tiempo, el aire llegó hasta lo más profundo de sus
entrañas.
------------------------------------------------------------------------------------------------------
La Teta Feliz Historias y Relatos ® Angelove - Derechos Reservados
©
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser
reproducida, ni en todo ni en parte, registrada o transmitida por un
sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún
medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico,
por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, del
autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario