Salir Corriendo… eso es lo único que sé hacer. Es lo único que hago bien. Salgo a correr cada sábado temprano. Ahí estaba yo, como cada sábado, corriendo, dando vueltas por un enorme parque y ahí estaba ella, como casa sábado, paseando a un adorable perrito. Siempre la veía, siempre pasaba por su lado varias veces, pero siempre acababa de la misma forma, siempre salía corriendo. No sabía su nombre y no me importaba, mi imaginación era suficiente.
Aún recuerdo el primer sábado, la primera vez que la vi, me quedé sin aliento, no podía parar de mirarla, era incapaz de correr, me dije que iba a ser valiente, que no iba a huir, pasé por su lado más que nunca y ella ni se inmutó, no me miró ni una sola vez. Estaba dispuesta a detenerme, dejar de correr y hablar con ella. Pero esos ojos no querían mirarme. No se lo reprocho. Pasaron unos meses y yo dejé de ser valiente, ahora sabía que ella me miraba pero de la misma forma en se mira a una corredora, con desinterés.
Un sábado, como otro cualquiera, yo corría, ella paseaba, y por culpa de una piedra mal puesta en mi camino, me tropecé delante de ella. ¡Mierda, tierra trágame! Es lo que pensé. Intenté levantarme como si no hubiera pasado nada y seguir corriendo pero no pude, volví a caer. Mi pie me lo impidió. Ella amablemente me ayudó a levantarme. Tenía una voz angelical y unas manos muy suaves. Con torpeza me reincorporé. No podía mirarle a la cara. Me llevó hasta un banco y se sentó junto a mí. No me lo podía creer. Me interrogó. No paraba de preguntarme cómo estaba, si necesitaba algo, si llamaba a una ambulancia, y cosas de ese estilo. Yo le contestaba mientras me temblaban las piernas que no, gracias, que estaba bien. No quería moverme, el tiempo se había detenido y allí estábamos, las dos en el parque, la miré a los ojos y me dije que tenía que ser valiente, y lo fui. La besé.
No sé de dónde saqué las fuerzas pero lo hice. Ella se quedó inmóvil. Con desgana me separé de ella y salí corriendo. Fue un instante, un segundo que se me repetía en mi mente una y otra y otra vez.
Llegué a mi casa cojeando pero aunque parezca extraño no sentía dolor, puede que fuera porque en mi cabeza sólo cabía el beso.
Pasaron varias semanas hasta poder correr. Estaba aterrada, no sabría qué hacer. Lo único que pensaba era en pedirle perdón, pero ¿por qué?, ¿por hacer algo que quería hacer hacía mucho?
Salí de mi casa haciendo footing y dirigiéndome hacia el parque, aquel parque en el que sucedió todo y nada, un simple beso, tan simple que aún no lo he olvidado. Al pensar en ello me acobardé, y cuando llegué al parque pasé de largo. No era capaz de enfrentarme a ella, de verla y que su mirada no fuera de alegría, sino más bien de odio, o peor aún, de indiferencia. El odio lo puedo soportar porque al fin y al cabo es un sentimiento, y si me esforzara podría hacerlo cambiar de alguna manera, pero la indiferencia no. ¿Cómo se puede combatir? No lo sé.
Así que simplemente me alejé del parque, corriendo lo máximo posible para dejar atrás ese beso, a la chica de ese beso. Todo iba bien, o al menos todo lo bien que podía ir. Corría muy rápido, más rápido de lo habitual, esquivando ancianos, árboles, pasando entre niños jugando a la pelota, y lo más duro, personas paseando a su perro que me recordaban una y otra vez lo sucedido. Seguía corriendo tanto como podía. Y al llegar a la esquina de la avenida una persona se me cruzó y sin poderla esquivar la atropellé. Caímos al suelo y yo, muy avergonzada, me levanté como pude y pidiéndole perdón la ayudé a levantarse. - ¡Cuánto lo siento! No la he visto aparecer. Perdóneme - Y justo al decir esto levanté la cabeza. Era una mujer, pero no una mujer cualquiera, era ESA mujer, la mujer de mis sueños, la mujer de mi beso, mi mujer en mi mundo. Me quedé muda, parada delante de ella sin saber qué decir ni qué hacer. No me lo podía creer. Allí no es donde debería estar, sino en el parque con su perro. Pero no, estaba en aquella esquina de la avenida, sin mascota.
Nos quedamos mirando lo que para mí fue una vida entera. Supongo que yo esperaba una bronca, gritos echándome en cara todo, desde el beso hasta el tropiezo. Yo mientras estaba inmóvil sin creerme lo que pasaba. ¿Es que no hay mujeres en el mundo para cruzarme y atropellar? Parece ser que no.
Después de una eternidad ahí paradas las dos, hizo un intento de moverse, y se movió. Su cara era un poema. Estaba seria, parecía desorientada y no articulaba palabra. De repente reaccionó, se lanzó sobre mí, me dio de mi propia medicina, me besó y se fue.
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La Teta Feliz Historias y Relatos ® Jessica Derechos Reservados
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JAJAJA QUÉ GRACIOSO Y ¿NO HAY CONTINUACIÓN? ESTÁ LA MAR DE INTERESANTE
ResponderEliminarSiiiiiii q haya continuacion muy buena
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